Fragmentos de un protobeso
—[...]como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
[...]El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximose a la estatua[...]
El beso, Gustavo Adolfo Béquer
Doña Elvira gustaba de contarle leyendas románticas y fantasmales sobre esta urbe. Sonríe para sí. La única leyenda cierta es que, vayas a donde vayas, en Toledo siempre es cuesta arriba. Un lacayo le precedía con una linterna para alumbrar su caminar. Detrás iba él, don Carlos, soldado en Granada, en Canarias, en Ceriñola, en Melilla... siempre junto a sus señores, los de Estorpiñán.
Ascendían por una callejuela del más viejo Toledo, fría estrecha y resbaladiza, pero, sobre todo, oscura. Una leve neblina, que sube desde el Tajo, difumina las sombras que se cruzan, si no son fantasmas que merodean entre dos mundos. Un par de siseos de sierpe venenosa adivinan a dos o más rufianes apostados algo más delante. El lacayo va bien armado y es un mocetón fuerte y al que se le nota dispuesto. Él solo tiene que sacar el pomo de la espada para que quede bien visible. Es un arma estupenda, muy valiosa, pero es un botín envenenado; los infames reculan.
Llegan a una casa algo más que habitable en un barrio humilde. Llaman y aparece un criado con una lámpara. Unos murmullos presentan al invitado y le acompañan dentro. El zaguán es de suelo arcillado, zócalo de madera añeja y paredes enjalbegadas con telas colgadas, un techo de artesonado sencillo, un par de muebles y unos sillones de madera gruesa y cuero hechos para no sentarse. El dueño recibe a su invitado en ropa de casa, de pie. Se han quedado solos.
—Usted dirá a qué debo la visita de tan gran señor.
—Verá, quisiera tratar un cierto negocio...
Su interlocutor lo mira con algo de orgullo contenido. El caballero comprende que no le va a atender y cambia el discurso.
—Creo saber lo que está pensando —el judío converso, que tal es, se sorprende y guarda silencio—. Otro gentil que nos odia cuando no nos necesita y que viene a requerir nuestro conocimiento cuando lo contrario. Le entiendo. Y yo necesito sinceridad. Si no me va a escuchar, dígamelo tal cual le parezca, que no he de perjudicarle en manera alguna. Tiene mi palabra.
—Bien... —el sabio judio se queda un momento dubitativo.— Pase por aquí. Le tomo la palabra.
—La tiene.
En el árbol de mi pecho
hay un pájaro encarnado.
Cuando te veo se asusta,
aletea, lanza saltos.
En el árbol de mi pecho
hay un pájaro encarnado.
Cuando te veo se asusta,
¡eres un espantapájaros!
Gloria Fuertes
Don Carlos tomó la decisión de asumir la responsabilidad de su casa a una edad más que madura. Hasta entonces, sólo había pensado en la guerra. Un día lo llamaron para acudir al monasterio de Guadalupe. Su señor, don Pedro, muere. Don Pedro, en lo más alto de su gloria y fama; don Pedro al que llaman para tomar Mazalquivir y para ser virrey, gobernador general y adelantado de Las Indias; don Pedro, héroe en el que confían sus reyes, fenece en una cama, lejos de las trincheras, los arcabuces y las lanzas. ¿De qué le valieron sus hazañas? ¿Qué justicia hubo en su muerte? Y él, don Carlos, unos años mayor, se da cuenta de que debe perpetuar su estirpe; se concierta el matrimonio. Doña Elvira de Castañeda es sobrina nieta de don Pedro López de Ayala y la también doña Elvira de Castañeda. Él con sus cuarenta cumplidos y ella al entrar en los quince.
Pero él sólo sabía de prostitutas y violaciones. Ella, nada. Cuando se aparta y se tumba al lado, piensa en su llanto. Un llanto quedo y sometido que le irrita por no comprenderlo. Tanto, que sólo vuelve a estar con ella para engendrar a su sucesor, sólo por obligación.
Y llega el primogénito. Con él, el bautizo y los fastos. Con los fastos, la vuelta al ocio, al aburrimiento del que fue soldado y se da a la caza como una pobre sustituta de la guerra. Un día regresa en un mulo de su sirviente. Su yegua fue rematada en el monte por una infeliz lucha con un marrano monstruoso que, además, le había robado en su cuerpo una de sus mejores jabalinas y dos de sus perros quedaron con las tripas oreándose al aroma de las jaras. Cubierto de polvo y sudor, a pesar de lo frío de la estación, con mal cuerpo del demasiado vino de la noche antes, se llega a los aposentos de su dama. Hacía casi un mes del nacimiento y apenas había visto a su hijo; necesita una alegría, saber que su objetivo y objeto sucesor estaba bien.
Nada más entrar a la habitación, la dueña sale de detrás de la chimenea, donde estaba departiendo con una camarera y la matrona que completaba la alimentación del pequeño, y se le encara. ¿Cómo que él no podía estar en su propia casa, en la habitación que le pareciese y con quien él quisiera estar? ¿Que su hijo estaba mamando? Pues mejor, ¡todas fuera!
La madre está con su hijo en el cortejador, con la cara asustada de siempre, pero ahora ha aparecido en ella un deje desafiante que no tenía antes, una energía que le daba defender su carne y su sangre. El soldado se acerca, mugroso, el rostro medio cubierto de barro, y se sienta justo enfrente. Ella está algo escorzada para que le dé la luz de la ventana. Él puede ver como la criatura chupa con ansia, con un hambre lobuna. Tiene un bigotito lácteo que se mueve y gotea conforme se acerca y aleja del seno en su afán lechoso; además, tiene los puños cerrados y hace un ruidito goloso... Al padre se le escapa una breve risa nasal de pura felicidad. Ella lo mira.
Y le sonríe.
Un soldado puede llorar. Aunque sea fango de trinchera.
—Lo que me pide es difícil. Primero, me juego mi vida y la de mi familia. Segundo que no es lo mismo...
El caballero levanta la mano.
—¿Se puede?
Han entrado en el estudio del cabalista. Una biblioteca saturada de libros y pergaminos, pero asombrosamente ordenada. En un rincón hay varios aparatos de latón y caoba, en otro, vidrios de potes, matraces, garrafas y redomas. También una mesa de escribanía que supone que es el lugar de trabajo y unos cómodos catrecillos moriscos de suave cuero con una mesita baja octogonal de servicio, donde están sentados.
—Sí —es la respuesta contundente del cabalista.
—¿Qué necesita y cuánto tiempo?
El judío ve la seriedad y el interés del caballero. Llama al servicio y pide un aperitivo a base de un vino dulce casi negro, unos escarchados y encurtidos. La conversación puede ser larga.
Stetit puella
rufa tunica;
si quis eam tetigit,
tunica crepuit.
eia!
Stetit puella
tamquam rosula:
facie splenduit
et os eius floruit.
eia!
Carmina Burana, anónimo
¡Pobre Isabelica!, ni siquiera les llegó a decir nada. Le llevaba pequeñas ofrendas a su madre. Flores y piedrecitas que depositaba en su regazo. Doña Elvira era todo llamarla mi pequeña, qué guapa es mi pequeña. Al relativo fresco del patio, cabe la mesa, él y Elvira disfrutan de uno de los pocos caprichos de ella: un sorbete en verano. Él compra la mejor nieve de los neveros de la sierra para que ella pueda disfrutarlos. Se miran con arrobo. Calor, deseo, humedad. La niña, con la cabeza algo ladeada —¿será por la chichonera?—, le obsequia risitas, le sigue trayendo regalos. Incluso, uno que se mueve. La madre, cuando se da cuenta, chilla; la niña se la queda mirando muy quieta; el padre ríe; por fin, la niña también y corre dando grititos de alegría, con las manitas en alto, a dejarlas caer sobre su madre, que la abraza.
¡Pobre Isabelica!, ni siquiera les llegó a decir nada.
—¿Comprende que no será su espíritu el que habite la estatua, que no será la inmortalidad para usted, sino que tendrá entidad propia?
—Sí, claro. No me interesa la inmortalidad, ya le digo. Que mis hijos queden bien colocados. Y ya lo están. El mayor medra en la corte. El segundo está con un su tío, el abad de Albacalá, y la niña quedará con la marquesa hasta que llegue a la edad de merecer. Yo ya estoy aquí de más.
—¿Entonces?
El caballero da un traguito al suave ýlem. Ya nota cierto calor en las orejas, pero sigue pensando con claridad. Jamás se había sentido tan cómodo. Será por no tener que esconder nada, por poder hablar con ese extraño como si lo conociese de toda la vida, por poder sincerarse, por la curiosa comodidad de los exóticos muebles.
—Protección.
—Explíquemelo, sea tan amable.
O se siente bien por el alivio.
Recuerde el alma dormida
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida
cómo se viene la muerte,
tan callando;
Coplas a la muerte de su padre, Jorge Manrique
No quería recordarla así. Enfermó de manera repentina una noche de dolores y retortijones. Ahora chillaba como una rata por el sufrimiento o vomitaba sus propias heces. Se orinaba encima y sufría. Sufría mucho. La dueña y las dos camareras no daban de sí a cambiar sábanas y a atenderla. A él se lo habían dicho sin más: un día y medio o dos, como mucho.
Al final, después de llamar a su madre con un último chillido, quedó una cara hinchada en una mueca de sufrimiento injusto, una boca de labios retraídos de la que escurría un hilillo de vómito pestilente, un cuerpo agarrotado por el dolor, unas manos que buscaban salir de un imaginario pozo de angustia, un pedazo de carne que no se parecía a doña Elvira.
Por un momento, el caballero se encuentra ensoñando, pensando en la tonta caída del caballo que lo había dejado medio inútil, en que se hace mayor, en que se siente morir. El dolor continuo del costado, la dificultad para orinar, alguna noche febril... No, no ha de quedarle mucho.
—Quiero que doña Elvira descanse como se merece, que su tumba sea sagrada y que la memoria de su persona perdure.
Será el día sexto negro e carboniento,
non fincará ninguna lavor sobre cimiento,
nin castiellos nin torres, nin otro fraguamiento,
que non sea destructo e todo fondamiento.
Los signos del Juicio Final, Gonzalo de Berceo
Una tormenta seca de verano agita el viento de la pequeña plaza de la iglesia, que será pronto nuevo convento. Una tarde gris con reflejos amarillos que empequeñecen pupilas. Huele a húmedo, pero no llueve. Don Carlos es recibido en la puerta por el capellán, al que el aire le agita las cuatro canas que le quedan, y un bachiller gris y estirado. Pasan al interior marchando al extraño compás del redoblar de truenos y silbidos de la ventisca. Avanzan por la nave en la que las sombras danzan al son de cuatro velas, del olor de la cera y del humo del incienso. Pisan losas sepulcrales con una indiferencia que es criticada por la indirecta mirada severa de los fantasmas marmóreos de las capillas laterales, rostros espectrales alumbrados por la luz asténica de ojivas y ajimeces.
El maestro escultor les espera en la capilla principal. Unas bujías iluminan los andamios y grúas para colocar las estatuas. Bajo el arco sepulcral de mármol negro está un «él» pétreo de pie, una máscara rígida y vigilante, armado de todas sus armas, pero al lado, mirando hacia el altar, ahinojada y orante, está ella. Las vísceras parecen desgarrárse al mirarla. La congoja le impide hablar.
Un rayo cae sobre la torre, casi simultáneo al trueno que se oye; bachiller y capellán se encogen. Esta centella retumba almas y trasluce la obra con un contraste y una vida únicas, como si por un momento ella fuese a levantarse con toda su antigua fuerza vital.
Comienza a llover.
—Bien, pues ya sé qué hay que hacer y como.
—Pida Lo que necesite. Y no sea por el oro. Ya digo, mi progenie ya tiene su futuro y yo no me lo voy a llevar al otro lado.
—No se preocupe. Lo que me intriga es qué espera que pase que con tanto ahínco desea proteger a su esposa.
El caballero se queda pensando un rato. Incluso cierra los ojos. Recorre los casi veinte años que ha convivido con doña Elvira. Todo lo que le debe.
—No espero nada.
—¿Cómo?
—¿Quién sabe lo que ha de venir en uno, dos o tres siglos? ¿Quiénes podrían profanar las tumbas de los que, indefensos, tratan de descansar por siempre? ¿Quiénes hollarán entonces las calles de Toledo?
[...]pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.
El beso, Gustavo Adolfo Béquer
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.