El dios de la mirada muerta
La disco «Keresh y Tigris», la única en cientos de quilómetros a la redonda, es un antro formado por cuatro paredes de mala mampostería y un pequeño porche de madera, todo cubierto con chapa metálica. Está a la salida del pueblo, justo en el camino que baja al Desierto Negro. En este alto del desierto, muy peculiar, apenas llueve una semana al año repartida entre otoño e invierno, justo cuando cambian los vientos y una corriente de aire húmedo asciende desde el mar. Y, cuando llueve, diluvia. Como hoy.
El portero se resguarda en el pequeño porche, donde sufre menos frío que otras noches más secas; es una estatua imponente de formas redondas y contundentes, una efigie de ojos asperos sin vida, un homínido inórgánico de mirada inexpresiva y fría, un jayán guardián de la entrada principal, entrada que casi sólo se usa para negarle el acceso a los humanos. El resto suele emplear la puerta trasera que da al desierto. Este portero hoy tiene algo más de trabajo porque los parroquianos no quieren irse, no quieren mojarse. Un pequeño algol, borracho perdido, intenta volver a entrar después de haber sido arrojado al barro. El gólem lo agarra del morrillo y, cuando va a volver a lanzarlo, nota como le vomita las botas.
La puerta se abre, y un shedim, invisible, deja las huellas sobre la ceniza que hay para detectarlos:
—Osches, no mes mires asís los pieses, burp, que hes pagados.
Las huellas de gallo gigante, estampadas de manera irregular, se dirigen al pueblo. El chapoteo arrítmico se interrumpe por el ruido de dentro. Se vuelve a abrir la puerta, que regurgita una orden.
—¡Tú, cerrando! Échalos a todos.
—Sí, jefe. ¿Podría quedarme hoy?
—¿Qué?, sí, claro, háblalo con ella.
Los clientes comienzan a salir por ambas puertas. Tiene que ayudar a dos gigantes negros cuyas serpientes abdominales se les han enredado. Barre a los borrachos que quedan tirados en el suelo. Otro jagiel se ha dejado sus sierpes sueltas. Ayuda a recogerlas. Y a reponer cajas de zumos y cervezas. Y a levantar sillas. Por fin, la soledad se asoma. Apaga las pocas luces del local excepto la de cortesía de la barra. Escucha la lluvia. Un leve y lejano continuo timbalear de truenos avisa de que continuará la tormenta. Se abre una cerveza y se pone cómodo. Fuera corbata y chaqueta. Fuera las botas de goma que no pegan con el traje. Más repiqueteo sobre el tejado de cinc.
Un ruido suena tras él. Se vuelve. Se asustan mutuamente. Claro, ahí está Edith; ella.
—¿Te quedas esta noche? —, pregunta él. La pregunta es algo estúpida.
—Sí —. La respuesta, también.
Ella toma un caro y aceitoso licor de cánnabis y se llena un vaso largo. Se acerca a la mesa donde está el gólem y se sienta enfrente. Él había tenido la precaución de bajar los pies del tapete antes.
—¿Sabes?, siempre que te pregunto que coño haces aquí me toreas. —Ella es pálida, madura, entre anodina y agradable. Se ha recogido la enorme túnica blanca para poder sentarse en condiciones.
—Bueno, venga, hoy no tengo escapatoria —ríe como puede el gólem.
Ella se termina de liar un cigarro, expectante.
—Llegué hace como medio siglo a través de Hungría hasta el otro lado del desierto. Allí estuve hasta que empezaron a tiros, de nuevo, y lo crucé. El desierto. Lo primero que vi fue esta casa horrenda —ella hace como que sonríe—. Tenía hambre y como siempre he tenido debilidad por comer papel, me lie con las servilletas. «Vuelva a visitarnos» ordenan, y eso hice —de nuevo, ella ejecuta el simulacro de sonrisa—. Un día me dijo el jefe: «Si quieres seguir comiendo servilletas, tendrás que pagarlas». Ya hace casi un año.
—¿Ves?, ya me has vuelto a liar.
La lluvia afloja un poco. Casi se oye más el ruido del viejo climatizador y de las neveras de la barra. Él le pregunta:
—¿Y tú?
—¿No conoces mi historia? ¿Sabes? Tiene casi tres mil... no más de tres mil años. Ya perdí la cuenta.
—La parte oficial sí la conozco, pero luego...
—Luego, dices. —Trata de estirar las piernas y volver a cruzarlas dentro de la túnica. Apoya un antebrazo en la mesa y comienza a enumerar con la mano del cigarro— Luego de lo de Sodoma me llevaron como curiosidad a Segor. No me puedo quejar, ¿sabes?, estaba en un patio cubierto, rodeada de plantas y fuentes de la mansión de un ricachón. Pero bueno, murió y me revendieron. Una y otra vez, una y otra vez. Cada vez interesaba menos, cada vez, menos precio. Eso, menosprecio.
Él bebe para no tener que hablar.
—Mil quinientos años, mil seiscientos, no me acuerdo, pasaron hasta que di en el sótano de un cabalista crápula, amigo de los recientes invasores latinos. Me animó. Digo que me dio esta vida, o lo que sea, que no es lo mismo de antes. Y me usó, claro, el muy cerdo. Le debía la vida y él se aprovechaba. Bueno, la vida, y que me restauró bastante que todo hay que decirlo. Además, cogí cierta flexibilidad, mira, y algo de resistencia a disolverme. Algo solo, ¿sabes? Más y más ventas, menor precio y dueños más y más exigentes con... eso. Incluso estuve medio enterrada en un sótano metida en una caja de madera cuando llegaron los gentiles griegos. Pasé mucho tiempo aburrida como una ostra. Luego llegaron otros gentiles, con largas cotas de malla y mantos con cruces pintadas encima. Uno se encandiló conmigo cuando me descubrió mientras saqueaban la ciudad. Me llevó al castillo que estaban construyendo, como si fuese una estatua. ¡Qué susto cuando vio que me movía por las noches para pasear! Con él pasé buenos momentos. Pero, claro, se trajo a la familia y acabé de nuevo en manos de otro cabalista. Hace unos cien años, un poco más, llegaron los «turbantes grandes». Lo hicieron todo ñiscos... —hace un giro con la mano del cigarro y bebe con la otra— Bueno, desde entonces ha habido un entra sale de gente cada vez peor intencionada. Al final, ya sabes, los tanques entraron y la gente judía fue expulsada. Los tanques volvieron a entrar y la gente judía volvió a estas tierras.
Ella parece que iba a llorar. Él se había acabado la cerveza pero no se atreve a interrumpirla yendo a por otra.
—¿Sabes?, es muy duro perder a tu marido y a tus hijas... él era un estúpido, pero me quería, y ellas ya estaban por darme nietos. Las perdí, pero seguían vivas. El dolor no desaparece con el tiempo. Después de todo el ajetreo final, de caja en caja, de sótano en sótano, de pérdida en pérdida, me decidí, quise morir, me escapé de mi último amo mientras el sujetaba la cabeza de su mujer moribunda y la mano de su hijo mayor, separada del cuerpo, entre escombros humeantes. Me fui al desierto para bajar al Mar Muerto y que mi sal acabase allí. Pero encontré, como tú, esta... cosa y aquí estoy. ¿Sabes? Estoy harta de servir copas, de ver borrachos y putas. O putos y borrachas. De olerles el aliento a perro —claro, todos son carnívoros o carroñeros— y a vomitona. Creo que saldré un día de estos al Mar Muerto.
Ella, emocionada, para de hablar y se va a la barra a por otra dosis del brebaje infernal que está bebiendo. Él le pide otra cerveza. Cuando se sienta, por un momento parece más humana. Se coloca la falda. Cruza las piernas hacia su derecha. Pone un brazo detrás del respaldo y el otro, el izquierdo, lo apoya en la mesa. Tiene los ojos cerrados; a la cara le llega el humo del liaiyo que se está fumando. Pero la ilusión desaparece cuando vuelve a mirar. La mirada opaca de una diosa de mármol a la que ni un pequeño taladro a modo de iris le hace ver de verdad. Ella le señala con el cigarro y le pide, con un gesto, que le cuente su vida y milagros. O lo que ha cenado esta noche. O lo que él quiera contarle.
—¡Bue!, he vivido mucho menos; por ser más joven y porque... he vivido menos. Me hicieron en Prešporok —Bratislava—. Sólo tengo cuatrocientos treinta y siete años. Fui el primer experimento exitoso de mi joven amo. Me dibujó en el fango cenagoso de la orilla del Danubio, no con buena arcilla. Mira, si me pellizco, me desmorono. ¡Anda que no me he tenido que repellar veces! Veinte o treinta años después, gestó a mi hermano pequeño en un taller de alfarería. ¡Él si era fuerte! Hecho con buena terracota y como tres palmos más alto que yo. El amo vivió mucho, más de un siglo. Y le fuimos muy útil, a él, a sus vecinos, incluso a los gentiles católicos, amigos de mi amo, a los que salvamos más de una vez de los otros malditos.
»Recuerdo el estudio. Es importante: pasé, aunque a oscuras, casi tres siglos en él. Era una habitación secreta detrás de la tienda y de la vivienda. Bastante amplia para ser un escondite, no te creas. Al fondo, una biblioteca desde el suelo hasta el techo, con su salida también secreta al río que casi nunca usaba. Delante, el escritorio del amo, que miraba hacia la puerta. A la derecha desde esa puerta, más biblioteca y a la izquierda, los aparatos y una pequeña encimera con los vidrios. La pared de la entrada también estaba cubierta de libros. Mi hermano y yo estábamos siempre junto a cada jamba, de cara al amo.
»Un día, el amo estaba escribiendo y se desplomó sobre sus papeles. La vela se consumió. Lo último que vimos de él fue su media calva cubierta de haces de estopa blancuzca y grasienta. Comenzó a pudrirse. Estábamos a oscuras, pero el olor era, ¡buf! Se oía el crujir de miles de larvas que lo devoraban. Alguna parecía caer al suelo y retorcerse para volver a su comedero. Me imaginaba mocos viscosos colgantes de su abdomen por el que subían y bajaban decenas de gusanos estorbándose unos a otros. Pero la comida se acabó, las pupas eclosionaron y oíamos el revolotear ciego de los adultos. Seguro que algunos acertaron a reproducirse, aunque ya no había qué comer.
»El amo se secó. Y pasó el tiempo. Mucho tiempo. Yo quería irme, pero mi hermano decía que nos habían ordenado protegerle a él y a sus amigos. Así es que esperamos, inmóviles.
Ella, más blanca a la luz del fluorescente de la barra, saca una bolsita de cuero amarillo que coloca sobre el tapete. Extrae una cajita negra de papel de fumar y un mechero rojo. Mientras se prepara otro liaiyo, le hace una seña para que continúe, interrumpe el ensimismamiento del gólem.
—Fueron las explosiones lo que nos puso alerta. Y disparos como no habíamos oído jamás. Muy seguidos. Un puñado de horas y escuchamos unas voces: «Es aquí, lo dice el libro». Un clac olvidado, un montón de polvo iluminado desde fuera y unas personas que penetran en la habitación. No menos de veinte. Con ellos entran disparos que se llevan una vida y obligan al resto a agazaparse, hacinados, tras la pared. «Son gente judía», dice mi hermano. Eso es todo. Salimos, para mayor susto de los refugiados, a ver al enemigo. La rapidez con la que disparaban no la habíamos visto nunca. Un par de ellos entraron con fusiles, que yo pensaba arcabuces, en la mano y se toparon con mi hermano. Dos manotazos y dos vidas menos. Un tercero le disparó varias ráfagas y hace saltar esquirlas de arcilla de su cuerpo. De nuevo un manotazo y se acabaron las tonterías. «Àbreles la puerta de atrás, que puedan salir». Eso hice. Oí una explosión y vi los restos de mi hermano esparcirse entre el humo y los libros que caen. Salí a ver qué le había ocurrido. Un cuarto uniformado casi se topó conmigo. Llevaba en la mano preparada una granada, como la que supongo que mató a mi hermano. Lo agarré del casco semiesférico, casi una cúpula, que tenía una cruz patriarcal dibujada, y apreté. Apreté con todo el odio de la pérdida. Apreté hasta que sentí crujir los huesos bajo el casco, hasta que vi salir los sesos por su nariz, hasta que, muerto, abrió unos ojos apagados, velados por la no vida.
»Note que alguien me tocaba el otro brazo. Era una de las muchachas que habían entrado. Espabilé y la seguí. Cerré ambas puertas, tomé, por precaución, algo del oro del amo y salimos al río. El jefecillo organizó una fuga primero en un extraño vehículo oruga cubierto —un par o tres se vistieron con uniformes de algunos de los soldados que cayeron, imprudentes, en una celada—, luego fuimos a Hungría y a Palestina, donde sobornamos con mi oro a un inglés.
Él calla, trata de beber, pero la botella está vacía. Es ella ahora la que no quiere interrumpir. La tormenta se hace más fuerte. Casi tiene que levantar la voz.
—Mi amo murió sin borrarme la E, mi hermano desapareció en una explosión de terrones, los refugiados quedaron al oeste del mar muerto y yo... estoy pagando el precio de la inmortalidad. Una vida que siento vacía e inútil. Ya te lo dije. De nuevo, otras guerras ahí abajo, más matanzas. Los oprimidos oprimen y viceversa.
Ambos callan. Esta vez es él quien se levanta a por otra botella. Mira a la mesa y recuerda que ella tiene la suya allí. Ella se hace otro cigarro y lo enciende. Más lluvia, más silencio.
—¿Crees que te desmenuzarías? —, le pregunta ella.
—Sí, supongo que sí. —Se interrumpe un momento—: ¿Quieres decir con la lluvia?
—¿Vamos?
—¡Venga!
—¿Sabes?, casi me hace ilusión.
Ella lo toma de la mano:
—¿Al pueblo o al desierto?
***
Amanece una línea dorada hacia el este, como un ojo legañoso con un párpado violáceo. El aire limpio y frío apenas se mueve. El ocre arenoso del altozano se diluye en brillos húmedos hasta el atezado desierto de allí abajo.
El camino encharcado del puerto se ve interrumpido por una plasta viscosa y salada veteada de arroyuelos legamosos con apenas fuerzas para correr. Una asimetría burda y cenagosa de agua salina y sucia, un barrizal amorfo sobre el que se trazan hilos caóticos de salmuera, la obra y milagro de un dios de mirada muerta.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.