—Cuando se apagó el Sol, sólo quedó el Gólem —dijo el hombre mientras iniciaba el programa de aterrizaje—. ¿Conoces la historia, no?
—Algo me suena.
—Joder, chica, ¡cultura general!
El oficial Garriga tenía la costumbre de aleccionar a los nuevos rastreadores, y Juliana no se iba a librar. En la bajada contemplaron aquel planeta cubierto de hielo y sumido en una oscuridad perpetua, sólo aliviada por las estrellas distantes. «Parece una trufa gris y muerta», susurró la joven auxiliar. Aterrizaron en el punto que les indicaba el sensor de eterbio, en algún lugar del hemisferio norte. La entrada de una gruta se abría en la superficie como un helado y oscuro lamento.
—Es aquí.
Fuera la ventisca azotaba una negrura sin límites en la que el horizonte sólo era una ilusión perdida. Sin los trajes de termopiel habrían muerto congelados en pocos segundos. Encendieron las linternas de eterbio y se pusieron los arneses y los crampones para el descenso. Una vez abajo, la boca de la gruta se convirtió en una garganta que giraba hacia el noroeste. La belleza de las formas retorcidas del hielo les resultaba incómoda, como si fuera la creación de un soplador de vidrio desquiciado.
—Bueno, pues te voy a contar la historia mientras tanto —si el oficial se hubiera girado habría visto la expresión resignada de Juliana—. Este trozo de hielo fue una vez el planeta del que todos procedemos. Un vergel, cuentan, lleno de vida.
—Matriz.
—Así es… hasta que llegaron los mecántropos hace unos doscientos años.
—Mecántropos… ¿esos no eran los híbridos que se rebelaron?
—Los mismos. Mitad máquina, mitad humano… si me preguntas a mí, unos cabronazos con lo mejor de las máquinas y lo peor de los humanos. Desde su «emancipación» se dedicaban a conquistar una galaxia tras otra, y tarde o temprano intentarían apoderarse de Matriz. Pensaban que someter a sus antiguos creadores sería pan comido; bloqueo magnético y, si se resisten, un par de bombazos aquí y allá. Pero los matricianos se revolvieron como una culebra arrinconada.
La gruta, cuyo desnivel se iba haciendo menos pronunciado, se abrió en una trifurcación. En el sensor las lucecitas cercanas indicaban el eterbio de sus linternas y de sus trajes de termopiel; una luz más grande señalaba hacia la galería a su izquierda. Forrada de carámbanos, la nueva gruta se asemejaba al paladar de un enorme gusano de hielo.
—No tenían ninguna opción contra los mecántropos —prosiguió el oficial Garriga adoptando un tono solemne poco habitual en él—. En su desesperación recurrieron a las fuerzas primigenias del planeta, a dos de sus viejas divinidades. A ella le llamaban Madre Río, el nombre de él era Viejo Monte. Las habían ignorado durante milenios o, mejor dicho, maltratado y vejado; en su mente tecnológica poco amor quedaba ya por lo natural… pero en la urgencia las buscaron y trataron de persuadirlas. En un principio las fuerzas naturales se negaron, dolidas tras muchos años de abuso y desprecio. Entonces los matricianos se arrojaron ante ellas, suplicaron, plañeron… Al fin, tal vez por compasión, accedieron. Viejo Monte tomó un puñado de su propia tierra y Madre Río se posó ligeramente sobre él. De aquella unión nació el Gólem, el Ser de Tierra y Agua, una criatura engendrada para la salvación de Matriz.
—Una cosa —interrumpió Juliana—. Esos dioses, los que crearon el Gólem, ¿usaron eterbio o cómo?
—Sí, más o menos. Una forma primigenia de eterbio, la más pura.
Sólo sus pasos y voces rompían el silencio congelado mientras avanzaban pesadamente por la galería. Ni un aleteo, ni un gotear.
—Y así comenzó la Guerra del Apagamiento. Los mecántropos dirigieron sus armas contra la nueva criatura, pero fue inútil; el Gólem podía regenerarse, cambiar de tamaño a placer e incluso derribar las naves invasoras con sus proyectiles de barro. Pese a todo, no pudo evitar que la guerra causase una gran mortandad entre los matricianos y que destruyera buena parte de la superficie del planeta. Madre Río y Viejo Monte, tan íntimamente ligados a su ecosistema, se fueron debilitando hasta poco a poco dejar de ser. Entonces ocurrió algo terrible. Su desaparición obró en la criatura una transformación inesperada; la voluntad del Gólem se confundió, se pervirtió… y comenzó a atacar a mecántropos y matricianos por igual.
—Como si su voluntad estuviera sujeta a la de sus creadores y, al faltar éstos, perdiera el rumbo…
—Algunos dicen que fue porque Madre Río y Viejo Monte habían insuflado en el Gólem, inconscientemente, una porción de su rencor hacia los humanos. Cuando ya no estuvieron, este rencor se habría desatado, avivado por la guerra. En su errático trance la criatura segó la vida de muchos a los que habría debido proteger, pero también derribó la nave insignia de los invasores. La ira cambió entonces de bando. No perdonarían aquella humillación ni dejarían atrás un precedente para otras resistencias. Antes de abandonar Matriz, apagaron el Sol.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Con sustractores de hidrógeno. Ya no les importaba condenar Matriz y todo su sistema. Tras el Apagamiento, los matricianos sucumbieron a las bajísimas temperaturas en pocos días, y el Gólem, desvanecidos sus hacedores y la razón de su existencia, se entregó también al sueño del hielo. Llegó el tiempo del frío y la oscuridad.
Al final de la galería los rastreadores fueron recibidos por una espesa pared de negrura. Tras aumentar al máximo la potencia de sus linternas, vislumbraron por fin una gran bóveda subterránea y, a sus pies, una laguna helada. El sensor señalaba insistentemente hacia su centro.
—¿Y estará aquí? —preguntó Juliana, un poco afectada por el relato.
—Es sólo una sospecha, por eso nos mandan a nosotros primero.
En el centro de la laguna se fue descubriendo un bulto informe rodeado de neblina. El ruido de sus crampones entrando y saliendo del hielo era lo único que se oía bajo la cúpula cavernosa.
—¿Pero por qué tiene que ser él?
—Porque necesitamos con urgencia una nueva fuente de eterbio. La estrella que alumbra nuestro planeta se está apagando, ya lo sabes, su reserva de hidrógeno se agota.
—Y por eso precisamente llevamos décadas acumulando eterbio…
—No bastará con lo que producimos en Calíope. Necesitamos la «chispa del Gólem».
—Ya veo… —las pupilas de la joven relucieron en la penumbra—, con ella podremos reavivar la estrella de nuestro sistema.
A medida que se acercaban, la masa informe se reveló como un bloque de hielo de unos cinco metros de altura clavado en medio de la laguna.
—Y, si es él, ¿no es peligroso acercarse? —dijo la joven mientras escudriñaba aquella masa translúcida.
—No hace falta acercarse mucho, con confirmar si es o no es nos vale.
A cada paso la señal en el sensor de eterbio se hacía más y más intensa. El oficial Garriga se detuvo a un par de metros, el sensor parecía estar a punto de estallar. Nunca había visto nada igual, ¡tenía que ser el Gólem! La misión iba a ser un éxito, marcaría un antes y un después en su carrera… sí, «el rastreador que salvó Calíope». Perdida su mirada en el sensor, no se dio cuenta de que Juliana estaba ya junto al bloque de hielo. La joven quería ver a la criatura legendaria, aunque fuera a través de aquel escaparate helado. Su dedo trazó un recorrido titubeante, como si buscara una rendija.
—¿Pero qué haces? ¡Quítate de ahí!
Era tarde. El traje de termopiel de Juliana había rozado el hielo, y todo el mundo sabía que el eterbio reaccionaba al eterbio. Un chasquido seco bajó de lo alto del bloque. En la base aparecieron unas pequeñas grietas que luego, como afluentes de un río anguloso, formaron una grieta mayor que ascendió lentamente hacia la cúspide. Hubo un segundo de silencio tumulario antes de que el hielo estallase en una lluvia de esquirlas que aguijoneó a los rastreadores.
—¡Corre! ¡A la nave!
Se volvieron hacia la galería, pero los crampones no les permitían avanzar muy rápido. No se atrevieron a mirar atrás por temor a lo que habían despertado. Un berrido áfono hizo temblar la bóveda y recorrió toda la laguna. Los carámbanos caían a sus lados como colmillos de muerte, las linternas de eterbio vacilaron, el hielo empezó a resquebrajarse bajo sus pies.
Durante doscientos años sus sueños habían sido sombríos. Había soñado con la guerra y con aquellas criaturas orgullosas e hipócritas llamadas humanos, las mismas que habían arrastrado a Madre y a Viejo a una guerra que luego supuso la destrucción de todos. En vano había intentado olvidar aquel rencor en su letargo. Siempre regresaba o, mejor dicho, siempre estaba dentro. Lo mejor sería librarse de aquellos dos para que no avisaran a otros, e intentar volver a dormir… aunque una parte de él le incitaba a salir de allí y acabar por fin con toda su especie. ¿No era eso lo que Madre y Viejo habrían querido?
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.