NO SOY COMO TÚ
— Pascal —dijo el niño, alargando las aes hasta lo indecible.
—¿Qué?
—Tú, ¿me quieres?
—No.
—¿Por qué?
—Porque soy un gólem y los gólems no sentimos amor.
—Pues yo tampoco te quiero, ¡ea!
—No es verdad —dijo Pascal husmeando entre los arbustos. Una presa había caído en la trampa—.¡Ajá! Jean, esta noche comerás conejo estofado de cena.
—¿Y tú?
—Yo no como. Para estar fuerte y sano solo necesito agua y sal. Vamos, se hace tarde.
Era un día muy caluroso y las chicharras cantaban con furia incontenida y su caótica melodía se enseñoreaba de la floresta mientras el olor del romero se hacía tan evidente que casi se podía paladear. Pascal sabía que cada paso dado, cada jornada que los acercaba a París, su objetivo, era una zancada en la boca de un lobo viejo y astuto.
—Pascal, ¿cómo fue mi reinado?
—Breve.
—Venga, Pascal, se bueno y cuéntamelo.
—Naciste rey. Tu padre, el rey Luis murió sin conocerte. De tu madre, encinta, dependía el futuro del reino. Si nacía un varón, sería rey. Si nacía mujer, reinaría tu tío Felipe. Y llegaste tú.
—-¿Y fui coronado?
—Y durante cinco días reinaste. El mejor rey que jamás tuvo o tendrá Francia, me atrevo a decir. Ni una sentencia injusta, ni una sola guerra, ni un solo desliz.
—No te burles.
—Perdón, majestad. Aquello como supondrás, fue un duro revés para tu tío. Lo cierto es que Felipe no es apodado el Largo solo por su altura. Trazó un plan bien astuto para que el trono quedase otra vez vacante.
—Pero…
—Pero no contó con la inteligencia tu madre, Clemencia de Hungría. Te cambiaron de cuna con el niño de tu aya y tú te convertiste en Giannino.
—¿Y Giannino murió por mí?
—No, al día siguiente le cambiaron, a su vez, por otro niño, de modo que el ama de cría pudo “adoptar” a su propio hijo a los pocos días.
Pascal no contó como compraron al niño a una campesina acuciada por la miseria y la lacra de haber parido un bastardo. Dos monedas de plata bastaron para condenar a muerte al recién nacido. Esa era una de esas cosas que le asombraba de los humanos, su facilidad para segar vidas y sembrar planes. Eso le puso alerta, pues Jean era parte de una de esas tramas y el obstáculo para evitar su triunfo era él.
—Entonces fue cuando te pusieron a mi servicio.
—Al de tu madre, mi señora la reina Clemencia. Mordecai de Rodas, galeno de la reina y mi dueño de entonces, me cedió para...
El gólem paró bruscamente, se agachó y clavó sus manos en la tierra. Jean guardó silencio. Sabía cómo comportarse en estas situaciones. El rostro de Pascal no reflejó emoción alguna, pero los tizones de sus ojos se avivaron un tanto.
—Son tres. Están a media hora de camino.
—¿Son…?
—No lo sé, pero no voy darles la oportunidad de demostrar si son asesinos o no —respondió el coloso de piedra —. Ven, álzate sobre mis hombros y escóndete entre las ramas de este roble. ¿Tienes la daga a mano?
Jean asintió mientras la boca se le secaba. Pascal lo elevó por encima de sus más de seis pies de altura y el niño se aferró a una gruesa rama, desde donde trepó todo lo que pudo. Entonces el ser de roca se situó en un claro y empezó a hundirse en el suelo del bosque. No estaba cavando o perforando un pozo, permanecía quieto y sereno en apariencia mientras una marea terrosa lo cubría. Un par de minutos después no quedaba ni rastro del gólem.
Al cabo de unos minutos largos como el ayuno, Jean divisó desde su atalaya a tres sombras avanzando cautelosas hacia su posición. Comenzó a rezar en silencio mientras su manita sudorosa asía con fuerza su arma.
Dos de los esbirros se adelantaron, caminando con cautela, sin ruidos. El tercero, armado con una ballesta, quedó en retaguardia. Jean se preguntó si le habían visto. Nervioso, busco una postura que le permitiese otear mejor pero pisó una rama seca y un crujido que pareció ensordecedor le delató.
El ballestero de inmediato alzó su arma y apuntó con meticulosa parsimonia. Nunca llegó a disparar. Un monstruo de roca y tierra surgió de la nada, lo levantó con ambos brazos y le quebró la espalda con su rodilla.
El grito del hombre alertó a sus compañeros, que abandonaron el sigilo y se prepararon para el combate. Ambos enemigos eran fornidos y manejaban sus armas con la soltura de quien ha hecho de ellas sus vidas. Uno portaba una espada y un escudo; el otro, un hacha a dos manos. El gólem apareció frente a ellos avanzando, amenazante, con pasos lentos y pesados.
— ¡Tirad las armas!—ordenó Pascal, exacerbando al del hacha, un mocetón rubicundo que alzó su arma y cargó. El gólem ni siquiera levantó el brazo para cubrirse. El filo penetró por el cuello, avanzando más de diez pulgadas y quedando anclado allí. Ante el estupor de los dos guerreros, Pascal tomó el astil del hacha con su mano diestra y lo desclavó.
—Esto no me va a matar —dijo mirando al portador del hacha, al que derribo de un empujón mientras giraba para encarar al otro malhechor, que ya se aproximaba espada en alto —. Pero a ti sí.
El brutal impacto del hacha en el cráneo del espadachín partió este por la mitad. Jean se llevó las manos a la cara, evitando ser testigo de la muerte del hombre rubio, aunque sí pudo escuchar como balbuceaba una súplica antes del grito de dolor que acompañó al golpe letal.
El gólem ayudó entonces a bajar a Jean. Enseguida noto que el niño ya no le miraba igual.
—Jean, era necesario —dijo Pascal.
—Lo sé. Enterremos sus cuerpos.
—No, tenemos prisa. Tu madre espera en Paris tu visita y tal vez sea la última oportunidad para reuniros. No perderé el tiempo cavando tumbas para asesinos. Qué los cuervos se ocupen de los muertos.
—¡Pero cualquier hombre merece cristiana sepultura!
—Yo no soy cristiano.
Jean, compungido, asintió con la cabeza. El gólem entendió.
—Yo no soy como tú, ¿entiendes? No siento piedad ni cólera. No odio a estos desgraciados pero tampoco me apena haber acabado con sus vidas. Solo eran un obstáculo en mi misión y este ya no existe.
Jean volvió a asentir y contuvo las lágrimas. El gólem no dijo nada más. Simplemente se giró y clavó sus manos en la tierra para cavar la primera de tres tumbas.
* * *
—Pascal, sal—llamó Jean, un hombre alto y fuerte, en la flor de la vida.
De entre los surcos de un terreno en barbecho surgió lo que parecía una roca. Pero la roca poseía dos oquedades iluminadas por una luz anaranjada. A la roca siguieron unas manos, que se apoyaron en el suelo para dejar salir el corpachón del gólem.
—Aquí estoy.
—Has tardado mucho en volver.
—Hay muchas leguas entre Roma y Hungría.
—¿Hiciste llegar la carta a mi primo, el rey Luis?
—Por cierto que lo hice, mas no hubo respuesta. Vuestro familiar no desea enemistarse con el rey de Francia si no hay una causa clara. O un beneficio tangible.
—¡Maldición! Ya me advirtió Nicola que no me hiciera ilusiones al respecto.
—Nicola di Rienzo… —dijo el gólem, en cuyo tono Jean creyó atisbar desconfianza.
—Sí, el buen Nicola, el sabio Nicola, Nicola di Rienzo, tribuno de Roma desde hace seis días.
—Cola di Rienzo, tu amigo.
—Y mi maestro. Pues si él ha logrado conquistar Roma pese a la oposición de los Orsini y los Colonna, ¿por qué no podría yo obtener el trono de Francia? Porque tengo una considerable ventaja sobre él que todo ha logrado gracias a su oratoria brillante y el amor de la plebe romana pero a mí me asiste el derecho de nacimiento.
—Jean, para toda Francia yaces muerto en un sepulcro en Saint Denis.
—Un detalle que pronto cambiará. Mi amigo el tribuno ya ha puesto en marcha un ejército de fraticelli que están divulgando mi existencia y reclamando para mí el trono que me pertenece y que me fue usurpado.
—Mil bocas a sueldo no bastan para hacerte rey. Hacen falta lanzas. Y brazos que las guíen.
—Tendré el mejor ejército que el oro me pueda otorgar.
—Y que tu “maestro” te reclutará…
—¿Otra vez ese tono? ¿Son, quizás, celos?
—No puedo tenerlos. Si me envenenasen los celos, ¿crees hubiera realizado ciertas misiones que me llevé a cabo para su beneficio y que tú me ordenaste?
—No tengo que darte explicaciones. Nicola es mi mentor y lo considero un segundo padre.
El ser pétreo guardó silencio mientras Jean, que con aire irritado mantenía fija su mirada en el gólem, dijo:
—¿No sabes lo que he ha costado llegar hasta aquí? ¿Cómo mantener viva la esperanza cuando no era más que un muchacho extranjero recogido en casa de un desconocido, despojado de sus padres, de su trono, de su pueblo?
Jean siguió parloteando, lamentándose, justificándose sin apartar sus ojos del gólem. Pascal no escuchaba , a su dueño. Solo permanecía atento a esa mirada resuelta que conocía. Otro amo, mucho antes, le había mirado así. Su frente le empezó a doler.
—Jean —interrumpió—.Soy muy viejo, más de lo que imaginas. Cuando me crearon reinaba en esta ciudad Tiberio, pero desperté en Jerusalén, de la mano de Ismael Levi, bajo el mismísimo Templo de Salomón. Fui creado para ayudar y hacer el bien. Sin embargo, la lista de mis crímenes es tan extensa como mi vida. No por voluntad propia, porque no tengo, sino por la obediencia ciega que debo a mis dueños. Y todos, tarde o temprano, terminan viendo reflejados en mí lo peor de ellos, sus miserias y su maldad.
—¿A dónde quieres ir a parar?
—¿Te vas a desprender de mí, Jean?
—No —respondió azorado Jean—. No, claro que no. Es solo que no podemos seguir juntos. Compréndelo, el rey de Francia y su servidor de piedra. ¿Quién iba a aceptar tal cosa?
Pascal permaneció inmóvil, esperando el golpe de gracia.
—Voy a hacer algo digno de tus años de servicio.
Pascal bajo la cabeza.
—No soy como tú —dijo, y su voz profunda sonó como una campana dando el toque de difuntos—. A ti se te olvida y te parece que lo soy, pero no es así. Donde tú tienes huesos, yo tengo acero, donde tú tienes vísceras, yo roca, donde tú tienes alma, yo tengo… yo tengo vacío.
“Tú tienes anhelos, secretos o evidentes, nobles o malsanos. Mi única motivación era servir, ayudarte a cumplir esos deseos y protegerte. A cualquier precio. Y para ello pongo al servicio de mi amo mi fuerza descomunal, mi resistencia inhumana y mi pensamiento frío y racional. Yo funciono así, cumpliré las órdenes que me des, cueste lo que cueste. También esa que estás pensando… si pudiese.”
Jean puso cara de no entender. Como respuesta, Pascal desprendió lo que parecía algo de barro pegado en su frente, dejando al descubierto tres letras: E,M,T. Entre la M y la T había un hueco.
—Esta es la inscripción que me dio la vida. Debería leerse EMET. Si se borrase la primera E, dejaría de funcionar. Moriría si lo prefieres, pues se formaría la palabra muerte. Pero mi segundo dueño borró la segunda E, previniendo así que fuese yo quien quitase la primera. No puedo suicidarme.
Su amo quedó pensativo un instante ante la revelación. Luego recompuso el gesto y preguntó:
—¿Has creído que yo te iba a mandar…? ¡Cómo has podido! No, Pascal, no! Voy a darte la libertad absoluta, vivir como dicten tus instintos. Liberarte de tu esclavitud.
— Jean, yo no nací para la libertad —respondió el gólem.
Pero Jean sacó de su bolsa un pequeño pergamino y lo introdujo en la boca de Pascal.
—Ya está. Serás libre y feliz. Ahora, aléjate de mí.
El coloso obedeció la última orden, enterrándose en la negra tierra del cultivo.
Tan pronto desapareció, Jean montó en su caballo y partió en pos de la gloria.
***
Por fin en ansiado momento, por fin el sol iba a aparecer por la ventana e iba a iluminar durante dos horas su celda.
Empezaba a perder la cuenta del tiempo que llevaba allí encerrado, con el constante rumor del mar azotando los muros del castillo y el olor a salitre como compañero de sus días. El resto de la jornada lo pasaría en la penumbra, rumiando su derrota, recordando sus errores y maldiciendo las traiciones que jalonaron sus aspiraciones. Pero en esas dos horas, volvía a ser Jean, no el rey que reinó cinco días, ni incansable aspirante al trono, ni el protegido de Cola de Rienzo ni el prisionero de aquel castillo napolitano, solo Jean, el hombre.
Un ruido sordo le distrajo de sus cavilaciones, un rumor cuya procedencia no podía localizar y que llevaba escuchando varios días, solo que esta vez era mucho más fuerte. Entonces, ante su asombro, unos brazos de piedra asomaron del suelo y, como en un sueño, volvió a aparecer el rostro del que fue su protector, sobresaliendo como un bajorrelieve en el suelo. Mientras transcurrieron unos minutos tan largos como una vida, Jean guardó silencio. Finalmente, el gólem se alzó ante él.
—Pascal, ¿eres tú? —dijo el prisionero y corrió a abrazar al ser de roca. Este permanecía quieto. Jean, macilento, pálido y descuidado, lloraba asido a él— ¡Oh, mi buen Pascal, has vuelto pese a todo! Volvemos a estar juntos. ¡Has venido a rescatarme!
—No puede ser —respondió Pascal—. El camino que he usado no admitiría un ser de carne y hueso.
—¿Y la puerta? ¿No puedes derribarla?
—Sí, pero salir por ahí implicaría enfrentarme a los guardianes de la fortaleza. Probablemente tendría que matar a varios. Y no voy a hacerlo.
—Comprendo —dijo Jean, abatido.
—No, no comprendes. Nada. ¿Recuerdas el último papel que metiste en mi boca? Fue nuestra condena, Jean. ¿Te acuerdas de lo que decía?
—Decía “Se libre y se feliz”, ¿qué hay de malo en eso?
—Yo no soy como vosotros, Jean. Yo soy un esclavo por naturaleza y me has hecho libre. Me has hecho buscar la felicidad eternamente sin encontrarla, porque solo sirviendo soy feliz y no puedo ser a la vez esclavo y liberto. Tampoco puedo ser feliz sin ser bueno y para servirte habría de matar a los guardias. Tus órdenes de entonces me impiden liberarte hoy.
Jean se dejó caer al suelo, llorando.
—¡Qué burla del destino es esta que no solo rememoro mis fracasos sino que estos vienen a mí a mortificarme! Desde que te dejé todo fueron ilusiones vanas y fracasos. El apoyo de Hungría no se concretó en nada, las promesas del Papa fueron huecas y falsas, mi ejército, un puñado de buscavidas, apenas presento batalla. Hasta el nombre de este castillo es ridículo. Toda mi vida es pura superchería y ahora camina hacia la demencia y la degradación.
El sol aún entraba por la ventana enrejada pero ya iniciaba su descenso. Jean dejó de llorar.
—Todavía puedes ayudarme y hacer que conserve un poco de mi dignidad.
—No me pidas eso —dijo Pascal.
—Como amigo te lo suplico y no como amo —Jean se levantó y abrazó a Pascal—. Reza antes conmigo, para que nos perdone Dios.
—Yo no creo en Dios. Tú eras Él para mi.
—Es igual, yo oraré por los dos. ¿Dolerá?
Pascal miró a aquel hombre y volvió a ver al niño de ojos grandes que le seguía con las tierras de Francia para visitar a su madre. Noto algo extraño en el pecho.
—No, Jean, no dolerá. Reza por mí.
El hombre que reinó cinco días musitó una oración que no llegó a culminar, interrumpida por el crujir de los huesos de la nuca.
Cuando los hombres de la guarnición encontraron el cadáver de Jean, creyeron ver una sonrisa en su rostro.
Para entonces Pascal se hallaba muy lejos y caminó aún más hasta alcanzar una costa rocosa frente a un mar colérico. Se sentó en la orilla y dejo que las olas le azotaran el rostro y sustituyesen a las lágrimas.
Pasó así mucho tiempo, incluso para un gólem. Pero el océano implacable al fin remató su labor y un día su pecho se resquebrajó y el coloso se disgregó en cientos de pedazos.
Solo las gaviotas oyeron su último lamento, la última llamada a su dios.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.