EL VERDADERO ORIGEN DEL MITO DEL GOLEM
—Tiene poca. Pon otra capa más o se romperá.
—¿Por qué no lo matamos y ya está?
—No seas idiota. Es bueno para nosotros. Además El Jefe nos obliga. Y la tradición. Trabaja y calla.
—Estoy cansada de amasar esto. ¿Cuándo será suficiente?
—Cuando yo lo diga. Después podrás ir al río a lavarte, no pongas esa cara de asco.
—No me importa mancharme. Pero su sangre mezclada con la tierra huele fatal. ¿No lo notas?
—Claro que lo noto. Pero no me quejo. Tú eres muy quejica. Tienes mucho que aprender aún.
—Si son cosas como esta preferiría no aprenderlas.
—No digas eso o alguien te escuchará y tendrás problemas. ¿Quieres que nos señalen y nos expulsen de la tribu?
—Lo siento mamá.
—No lo sientas; piensa un poco la próxima vez.
Secando al sol como ladrillos de adobe. La encargada de darles agua se paseaba con la calabaza, vigilándoles como a enfermos. Pero sin mirarles a los ojos. Sus atenciones se limitaban a evitar que muriesen deshidratados antes de que terminase el proceso. Sentía el mismo desprecio que el resto del poblado hacia ellos. Aunque esta vez había algo diferente. Uno era para ella.
—Yo tuve dos hace tiempo. Vienen bien. ¿Cómo has conseguido ganarlo?
—Pues de suerte. Estaba huyendo rodeando la colina. Los demás estaban muy ocupados en la pelea y éste se encontraba herido. Vi mi oportunidad. Dejé los tambores y lo seguí.
—¿Y no te han dicho nada por dejar el ritmo?
—No se dieron cuenta. Las otras cuatro continuaron tocando y había mucho revuelo.
—¡Estás loca!
—En cuanto estuve suficientemente cerca le lancé mis boleadoras. ¡Cayó de bruces! ¡A la primera!
—¿Qué hiciste después?
—Grité para que me ayudaran a atarlo. Mientras tanto le amenazaba con mi cuchillo, enseñándole los dientes.
—Fuiste muy valiente.
—Nunca tuve ninguno. Tengo curiosidad.
Cocidos. Casi terminados. Nada podrán hacer para desprenderse de su armadura de barro. Con el espacio justo para respirar, una rendija para ver y un pequeño orificio para introducir agua en sus bocas. Sus pasos torpes serán guiados por sus dueños, aquellos que les vencieron en combate. Serán esclavos encerrados en prisiones de tierra, con sus movimientos limitados. Símbolos de la victoria en la batalla, duraran como mucho veinte días antes de morir de inanición. Durante ese tiempo serán el orgullo de su amo, y deberán obedecer sus órdenes.
—Sobre todo ten cuidado, que no corra hacia el río.
—¿Te crees que soy tonta? Lo tengo atado.
—Dile que nos parta unas nueces.
—Ahí tienes, ha estado partiendo hace un rato. Ahora esta moliendo. No se le da bien. Casi no puede moverse.
—De eso se trata. Si pudiera nos degollaría. Mira sus ojos.
—Apenas se los veo.
—Da igual. Es nuestro enemigo.
—Sí, pero ya esta derrotado. ¿Por qué hacemos esto?
—Si no lo quieres dámelo. Yo le daré buen uso.
—No te lo daré. Es mío, pero me da un poco de lástima.
Los quejidos lastimeros no la dejan dormir. Aquel desgraciado no puede casi respirar. Está atado a una estaca fuera de la tienda, como si fuera un perro. Si no hace algo, se va a ahogar en sus propios mocos. Los demás miembros del clan no parecen enterarse o les da igual. Todos están recostados en sus pieles.
—Toma, bebe un poco de agua. Estás cansado, ¿verdad? Me gustaría acabar con esto.
La mirada de su golem suplica compasión. Un fuerte olor emana del interior de su carcasa de barro. El caparazón es cerrado y el cuerpo humano continúa con sus ciclos. Ella se aparta ante el olor a heces. El monstruo se ha puesto de pie e intenta gesticular sin éxito, pidiendo piedad.
Entra a la tienda buscando un arma. Tendrá que ser algo sutil, que no se note. Si se dan cuenta de que ha acabado con su sufrimiento, la castigarán. Nadie puede saltarse las tradiciones. ¿Y si la condenan a transformarse en una mujer de barro? Debe andarse con cuidado. La armadura da poco margen de actuación. ¿Cómo iba a conseguir matarlo sin dejar rastro? Sostiene en la mano un tosco cuchillo. Aquello no le sirve. Piensa durante un momento. Velozmente, coge su bolsa y un trozo de hueso romo. Sale de la tienda y busca un cuenco cerca de las ascuas aún calientes de la hoguera.
Vierte un poco de agua y acerca unas piedras que usa para machacar las semillas. Después añade unas hojas que saca de su bolsa. Lo va a envenenar.
Cuando tiene listo el brebaje ya casi esta amaneciendo. Deprisa. Tiene miedo de que alguien la pille. Apresuradamente se acerca a su esclavo y, justo cuando va a alcanzarle, tropieza. En la caída se abraza a la estatua con vida y juntos recorren tambaleándose varios metros, hasta que la cuerda se tensa. Entonces caen al suelo. El barro cocido cruje al romperse contra las piedras usadas para moler las semillas. Las grietas se abren rápidamente, y el maldito forcejea ante su visión de una posibilidad de escape. Utiliza sus últimas fuerzas para empuñar uno de los trozos de arcilla y, con un movimiento rápido y preciso, degolla a la mujer.
Con restos de su tortura colgando del cuerpo desnudo, el recién liberado esclavo intenta correr. En el horizonte el sol ha sido el único testigo de su venganza y muy probablemente se convierta en su delator. Apenas puede avanzar. La actividad en el poblado pronto comenzará. Verán el cuerpo, los restos de la pelea, la sangre. Su única posibilidad es el río.
—¡La ha matado!
—¡Es hombre muerto! ¡Quemaremos su poblado!
—¡Vamos tras él!
—El rastro va hacia el río. ¡Corre! No puede estar muy lejos. Su cuerpo está todavía caliente. ¿Cómo ha podido ser tan estúpida?
El agua empuja su cuerpo rio abajo. Se mantiene de pie a duras penas. Su cuerpo magullado se tambalea por la fuerza de la corriente. Tropieza varias veces y toma la decisión de salir del cauce o teme no poder recuperarse de alguno de esos traspiés y morir ahogado. Trepa por la ribera fangosa, embadurnando inconscientemente su cuerpo de barro fresco. Reúne las fuerzas justas para tumbarse al sol que ya se eleva en el cielo. Los rastreadores no tardaran en encontrar a su golem muerto.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.