Recibí por fin mi anhelado gólem, comprado vía AliExpress, tras un largo mes de espera. Desenvolví el paquete con ansia, ávido de contemplar con mis propios ojos aquel prodigio, desconocido todavía para el gran público. El envío había llegado en una caja de madera de tamaño descomunal; casi dos metros y medio de altura calculé cuando los dos repartidores la tumbaron sobre el suelo del recibidor. Ya me frotaba las manos al imaginar a ese gigante hercúleo de barro que me iba a permitir vengarme de mi despótico y jorobado exjefe, don «A la calle por vago», total, por echar unas cabezaditas de vez en cuando en el trabajo. Sin embargo, cuando pude abrir por fin la tapa de la caja, y tras pelearme con una cantidad exorbitante de plástico de ese de burbujas rellenas de aire —tan adictivo, tan repugnante— que protegía el contenido, el chasco fue tremendo. Me encontré con una mierdecilla (no hay una palabra mejor para definirlo) de figurita de color marrón muy oscuro de apenas un metro de altura que semejaba un niño famélico, calvo y desnutrido de alguna aldea perdida y paupérrima de Angola. Comparé la foto que salía en el catálogo con el espécimen que tenía delante y me entraron ganas de llorar. Parecía la obra de un alfarero primerizo con serios problemas de visión y negado para el arte de la alfarería. Era como haber pedido una nevera de última generación y que me hubieran enviado un botijo. Podría haberlo devuelto y que me trajeran otro en condiciones, pero eso implicaba demasiado tiempo de espera, y yo ya no podía esperar más.
Lo contemplé durante largo rato, mientras negaba con la cabeza ante la visión de aquel espantajo de ridícula estatura y frágil aspecto. Yo, que había pensado en bautizarlo con un nombre de personaje poderoso, como Rambo, Terminator o algo similar, me tuve que conformar con ponerle uno más acorde a su imagen.
—Te voy a llamar Ricardito —le solté sin ningún tacto.
Su cara, fea hasta lo indecible y que me recordaba a alguien a quien no lograba identificar, no reflejó la más mínima emoción, por lo que deduje que le importaba tres pimientos. Lo extraje de su embalaje para observarlo mejor y al ponerlo de pie en el suelo advertí un pequeño detalle que le hice saber de inmediato.
—Ricardito, me cago en mi estampa. Eres cojo, muchacho.
No dijo nada para negarlo, ni falta que hacía, porque la desviación del cuerpo hacia su izquierda era evidente. Tenía una pierna más corta que la otra, y por consiguiente, una más larga que la otra.
–¡Maldita sea! —Me lamenté en voz alta de mi desdicha—. ¡Yo quería un Conan el Destructor y me encuentro con un híbrido entre el Monchito de Mari Carmen y el Rockefeller de José Luis Moreno!
Mi intención había sido enviarle un coloso pétreo a mi chepudo exjefe, un titán que lo amedrentara con su presencia hasta hacer que se cagara encima. Luego, una vez cagado, lo alzaría en el aire como quien levanta una almohada y partiría su patético cuerpo contrahecho en dos partes con sus poderosos brazos. Ahora tendría que conformarme con que mi muñeco de chichinabo le pateara las espinillas con sus esmirriadas piernas, si es que era capaz de tal logro. Lo más probable era que al hombre se le enderezara la espalda de la risa en cuanto lo viera. Sin embargo, debía tener fe, no podía rendirme tan pronto. A lo mejor aquel monigote escuchimizado llegado de China me sorprendía.
Le di la vuelta al enano de tierra para estudiarlo mejor y descubrí una hoja con lo que supuse que eran las instrucciones, grapada en sus nalgas. Me asombró el detalle, pues no me pareció el lugar más indicado para depositarlas con todo el hueco sobrante en la caja, pero quién era yo para cuestionar las decisiones de sus fabricantes. Desgrapé la hoja de su flaco culo y procedí a leerla. Lo primero que había era una breve descripción del producto, un auténtico disparate a nivel ortográfico y sintáctico que habría hecho enloquecer a cualquier miembro de la R.A.E.:
«Figura gol en varros de matar con su Enemi-go paravenganzas De su casa Node ja la uella ningunas».
No podía negarse que lo habían fabricado los chinos, son únicos en ese tipo de enunciados. Traduje aquel galimatías como que era una figura gólem de barro para vengarte de tu enemigo, al cual mata en su domicilio sin dejar huellas. Las instrucciones venían a continuación, y antes de leerlas, me esperaba que hubiera advertencias del tipo:
·No debe darle la luz del sol.
·No debe entrar nunca en contacto con el agua.
·No darle de comer después de la medianoche bajo ningún concepto.
Hasta que se me ocurrió pensar que no me había comprado un gremlin.
Lo que en realidad decían las instrucciones, que aunque eran poca cosa me costó horrores darles sentido, era que había que escribir con claridad en un papel el nombre y la dirección de la persona objeto de la venganza. Después había que enrollarlo para darle forma de tubo y, por último, introducirlo en la boca del gólem. Luego había que esperar a que el «conjuro» hiciese efecto, algo que al parecer estaba garantizado.
Y así lo hice, pero esperé a que oscureciera para llevar a cabo mi plan con nocturnidad. Cogí un bloc donde tenía apuntada la lista de la compra de esa semana y arranqué una hoja. Pensé que si por un casual me equivocaba de hoja y le metía en la boca la lista al pelele de arcilla, era capaz de volver a casa cargado de bolsas de Mercadona. Me pareció una situación tan absurda que me aseguré muy bien de que eso no ocurriera. Escribí la dirección y el nombre de mi exjefe con letras mayúsculas en la hoja arrancada, aunque añadí también las palabras «capullo jorobado», por puro despecho. Doblé el papel con la forma cilíndrica requerida y me dirigí hasta el raquítico monstruito para introducirlo en su boca. Ahí empezaron las dificultades. Resulta que se les había olvidado hacerle un agujero para tal menester y no había manera de cumplir con el requisito. Malditos chinos. Pensé en usar una cuchara y escarbar un poco para crear un hueco, pero me dio miedo por si hacía un estropicio. Al final decidí meterlo en el único agujero que vi: el del culo. No creí que importara en realidad en qué cavidad llevara el mensaje y ahí lo dejé. La verdad era que el pequeño gólem presentaba un aspecto ridículo con el papel que le asomaba por entre las nalgas, como si acabara de limpiarse y se le hubiera quedado allí por descuido.
Después de introducirle la nota en el ano me senté a esperar. Pasaban cinco minutos ya y nada sucedía. Cuando me disponía a levantarme para ver por qué aquello no se movía, un gemido gutural salió de su garganta. Me pegué un susto mayúsculo y me quedé clavado a la silla. El diminuto engendro comenzó a caminar de pronto como si estuviera vivo, mediante andares renqueantes y con los brazos inmóviles, pegados a ambos lados del cuerpo. La escena daba grima y me hubiera parecido aterradora de no ser por su cojera y por el trozo de papel blanco que le sobresalía del culo. Me aproximé a él para observarlo con detalle mientras caminaba. Debía reconocerlo, si aquel espantajo midiera dos palmos más, e incluso sin ser un «musculitos», me cagaría de miedo. Su fea cara inexpresiva, su oscura pigmentación, sus andares rígidos, antinaturales, y su cuerpo escuálido, componían una imagen de lo más perturbadora.
Mientras lo veía dirigirse hacia la salida me preguntaba qué clase de mecanismo desconocido era el que conseguía dotar de movimiento a aquel títere desnutrido cuando se le introducía el papel en el cuerpo. Para mí era todo un misterio.
Se me ocurrió entonces hacer un experimento. Me situé a su espalda y le extraje el cilindro de papel. Se detuvo de inmediato. Volví a introducirlo. Se puso en marcha de nuevo. Lo introduje. Lo extraje. Lo introduje. Lo extraje. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. Marcha. Paro. Marcha. Paro. Marcha. Paro… La verdad es que resultaba muy cómico y me pegué unas buenas risas a su costa.
Cualquiera que me hubiera observado desde cierta distancia habría pensado de mí que era un pervertido pederasta que sodomizaba a un pobre niño negro famélico y cojo con un tubo para obligarlo a caminar según mi voluntad.
Me disponía a horadar aquel ano terroso por enésima vez cuando el engendro volteó su cara hacia mí con un aterrador giro de ciento ochenta grados digno de la niña de «El Exorcista». La risa se me cortó de golpe y mi mano se detuvo en el aire. Me quedé igual de inmóvil que él y, a pesar de que aquel feo rostro no contaba con ojos visibles, sentí que me taladraba con la mirada.
—Perdón. No volverá a pasar —susurré tembloroso.
Entonces devolvió la cabeza a su posición natural, con una exasperante lentitud que me crispó los nervios. Entendí que había aceptado mis disculpas y capté también el mensaje: «deja de jugar conmigo o serás tú el que termine con algo metido en el culo».
—Hay que joderse con el monigote —dije en voz alta—. Qué carácter.
Lo dije sonriente y con fingida despreocupación, aunque lo cierto era que me había asustado de verdad. A pesar de su tamaño y de su aspecto enclenque, debía admitir que al ponerse en marcha emitía un aura innegable de amenaza que me hizo tragar saliva. Sin embargo, me recompuse enseguida y tomé las riendas de la situación.
—Hala, Ricardito —le dije tras introducirle la nota en su orificio trasero de manera definitiva—, vete y no vuelvas hasta que no le hayas causado todo el mal posible a ese bellaco tarado que tuve por jefe.
Ricardito, obediente, comenzó a caminar con aquellos pequeños pasos trastabillados con los cuales daba la impresión de que iba a caerse de morros en cualquier momento. Me intrigaba el hecho de cómo iba a saber él en qué calle vivía el cretino deforme de mi exjefe, como si fuera un taxista o un repartidor de pizzas y no un instrumento de venganza creado con tierra arcillosa y dotado de vida momentánea.
Justo antes de que saliera por la puerta de casa, tuve una revelación al identificar a quién me recordaba su cara:
—¡Coño, eres igualito que El Fary pero sin pelo!
No dio muestras de haberme escuchado y salió de casa sin despedirse. Nada más pisar la calle, en cuanto caminó cuatro pasos —y para disgusto mío—, el sucedáneo de gólem se desmoronó como una falla quemada en la noche de San José.
Menudo timo, además de feo, inútil, pensé cabreado mientras lo miraba desde la ventana.
Bajé las escaleras a toda prisa para llegar cuanto antes hasta él e intentar reparar el destrozo. El monstruo de pacotilla se había deshecho en un numeroso puñado de terrones arenosos que recordaban a zurullos caninos. Con mucha paciencia, y también mala leche, los fui recogiendo uno a uno para meterlos dentro de una palangana grande que usaba cuando sacaba la ropa de la lavadora y que había cogido al vuelo.
—Mierda —dije al coger con los dedos una supuesta porción de tierra compacta que, como yo acababa de descubrir era, en efecto, mierda. De perro.
Lo arrojé al suelo con asco infinito y me limpié los dedos con el agua de un charco providencial. En cuanto subiera a casa iba a sumergir la mano entera en lejía.
Terminé la recolección de los restos, con cuidado extremo para no tocar lo que no debía tocar, subí a casa y volqué el contenido de la palangana sobre la mesa. Estaba frenético; la magnitud del desastre era enorme. Busqué en vano dentro de la gran caja de madera, por si había alguna nota que no hubiera visto, alguna advertencia que informara sobre qué hacer en una situación como esa. No encontré nada, por lo que decidí intentar reconstruir aquel Fary de barro por mí mismo. Me puse manos a la obra hasta que logré devolverlo a su penoso estado inicial, aunque me costó sudores conseguirlo. Una vez reconstruido, cojera incluida, volví a insertarle la nota. Enseguida se puso a caminar, como ni no hubiera pasado nada y, ya de madrugada, lo envié de nuevo a su misión.
Esta vez no hubo contratiempos y se mantuvo de una pieza. Lo vi alejarse calle abajo hasta que lo engulló la oscuridad. No pude evitar que un escalofrío me recorriera la espina dorsal al contemplar los andares robóticos y entrecortados de aquel cuerpo de Gollum bronceado. Era algo a lo que no me acostumbraba.
***
Honorato Giboso se encontraba en la cama, en medio de un plácido sueño en el cual él era una joven perrita que amamantaba a once preciosos cachorros con su misma cara, cuando unos golpes en la puerta de la entrada lo despertaron. Maldijo al descerebrado que llamaba a su casa a esas horas de la madrugada y lo sacaba de un sueño tan satisfactorio y placentero. Se levantó de mala gana y fue a ver quién era el impresentable. Pero antes, cogió algo para defenderse en caso de que fuera algún delincuente.
Los toques en la puerta continuaban. Honorato se asomó a la mirilla, pero no vio nada. Los golpes se habían detenido y se puso tenso, pues la situación era de lo más anormal. Buscó algo que poder utilizar como arma y después abrió la puerta de sopetón. Alzó la sartén que había cogido como defensa, pero no estaba preparado para lo que vio. Plantado ante él había algo inclasificable, una especie de muñeco flacucho de color marrón oscuro que su cerebro catalogó de inmediato como un elemento tres efes: feo, famélico y fantasmagórico.
Se le cayó la sartén encima de los pies, aunque no reparó en ello.
***
A la mañana siguiente encendí la tele con la esperanza de que saliera alguna noticia sobre la muerte de un hombre jorobado en la ciudad, pero pasaban las horas y nada de eso aparecía. Comido por la impaciencia y los nervios, busqué en internet, pero tampoco allí había la más mínima referencia. Volví a encender la tele, ya en pleno telediario. Una joven reportera informaba a pie de calle:
«—Un extraño suceso ha tenido lugar esta noche aquí, en la calle Mochuelo Tuerto. Un vecino, Honorato Giboso, que se encuentra aquí conmigo, asegura que una figura hecha de arcilla, pequeña y esmirriada ha llamado de madrugada a la puerta de su casa con oscuras intenciones. ¿Puede explicarnos lo que ocurrió, señor Giboso?
»—Ese mamarracho raquítico y feo me despertó en plena madrugada y me dio un susto de muerte. Cuando abrí la puerta no me lo podía creer. No había visto nada igual en la vida. Yo estaba ahí, aterrorizado y paralizado por el miedo, cuando de repente el monigote, que era como una miniatura de El Fary, se pone a bailar y a cantar a pleno pulmón El torito guapo. Tuve que meterlo en casa para que no despertara a los vecinos porque no había forma de que se callara. Estuvo casi una hora dando la tabarra, hasta que a causa del bailoteo se le cayó un papel enrollado que llevaba metido en el culo, entonces se quedó quieto del todo, y acto seguido se deshizo, como si estuviera hecho de arena seca de playa. Luego barrí sus restos y los tiré a la basura».
Me quedé pasmado. Ahí estaba el jorobado de mi exjefe, vivo y sin un rasguño. Por lo visto, aquel esperpento aspirante a gólem había resultado un rotundo fracaso y yo había tirado veinticinco euros a la basura. Moraleja, me dije: si quieres vengarte de alguien, hazlo tú mismo.
Me disponía a apagar el televisor cuando la reportera hizo otra pregunta:
«—Sorprendente, pero díganos, Honorato, ¿había algo en ese papel?»
Mi antiguo jefe, que había mirado a la chica en todo momento, se giró hacia la cámara de repente, endureció la mirada y contestó entre dientes:
«—No, nada».
Di un respingo porque sentí que aquellas palabras y aquella mirada acerada iban destinadas a mí. ¿Había reconocido mi letra? Había mentido al decir que en la nota no aparecía nada escrito, aunque yo no conseguía comprender el motivo. Aparté de mí aquellos pensamientos, aunque una duda me corroía: ¿cómo había conseguido cantar Ricardito si no tenía boca? Otro misterio.
No quise seguir viendo nada más y apagué la tele mientras le daba vueltas a lo que acababa de ver. Esa noche me acosté intranquilo, tenía el presentimiento de que algo no marchaba bien. Pensé que no podría dormirme, pero cuando menos me lo esperaba, caí rendido.
***
Me hallaba desnudo boca abajo sobre la cama. Un grupo de minúsculos gólems birriosos idénticos a Ricardito me retenían allí. Me sujetaban las extremidades de tal manera que me habían inmovilizado con los brazos y las piernas abiertos a tope. Otro de ellos escribía algo en un papel enorme que identifiqué como una gruesa hoja de cartulina blanca, después lo enrollaba y me lo metía a lo bruto por el culo. Yo gritaba de dolor y les pedía que parasen. Ellos me ignoraban mientras reían de forma siniestra, con risas que sonaban amortiguadas en sus inacabadas bocas arcillosas.
Tan agradable sueño fue interrumpido por un repiqueteo lejano, aunque constante. Me desperté por completo y comprobé que se trataba de unos golpes que provenían de la puerta de la calle. Miré el despertador digital de la mesita: las cuatro de la madrugada. Entonces recordé las palabras de mi exjefe en las noticias y las relacioné con aquellos toques en mi puerta a esas horas intempestivas. Ahí lo comprendí todo.
Maldito jorobado mentiroso de mierda.
Sí que había reconocido mi letra.
No, no había tirado a Ricardito a la basura.
Te felicito Doc, porque año tras año nos presentas una propuesta humoristica que auna fosquedad y gracia a partes iguales. Eso es muy difícil y más desarrollando un estilo propio y personal, cada vez más característico. Un estilo muy visual y transgresor, lo cual es de alabar, ya que la transgresión ha sido una de las piedras angulares del género y hoy, en tiempos de corrección política, se menosprecia o condena.
El relato tiene momentos autenticamente hilarantes, algunos de sal gorda y otros más sutiles. Me encantan los juegos de plalabras y la escena de las instrucciones del gólem, tan pegado a la realidad y a la vez tan cómico.
Otros me ha parecido que fucionan peor, los basados en el físico de los personajes fallan (al menos conmigo) por manidos. Te aconsejo tratar de evitarlos o dales un giro radical.
En fin, gracias por las risas. Mi nota es 4,5.
http://drstuka.blogspot.com.es/?m=1