Arumhotep no tuvo dudas cuando escuchó de nuevo el golpeteo de unos nudillos en la tapa del sarcófago, seguido de un forzado carraspeo.
— ¡Un momento por favor! —dijo mientras se colocaba la corona de los Siete Afluentes y las Once Tribus. La tapa pesaba lo suyo, pero Arumhotep era un coloso y, incluso tras siglos de momificación, tenía una fuerza descomunal. La tapa se abrió con un crujido y la momia se asomó.
— ¿Es usted Arumhotep III, alias el Fuerte, alias el Conquistador, alias la Catapulta de Didhanis?
Quien preguntaba era un tipo alto y delgado de rasgos delicados pero varoniles. Su hermosa melena rubia enmarcaba un rostro sereno y circunspecto, de nariz fina y elegante y una boca de dentadura perfecta y labios curvados lo justo para mostrar un gesto de desdén permanente. Las manos sostenían una pluma y un pergamino anclado a una plancha de madera noble por una pinza de plata, mientras un orbe de cristal radiante levitaba a un palmo de su cabeza, iluminación cenital. Los ropajes, de tonos verdes como un bosque, denotaban que el tipo no era de la región. Pero lo que fascinó de verdad al no-muerto fueron las orejas. Pálidas. Acabadas en punta. Tan ensimismado estaba que se olvidó de responder.
— ¿Y bien? —se impacientó el visitante.
—El mismo —respondió Arumhotep, que añadió con cautela—. Perdone que la pregunta pero, ¿no tendría usted que haberse despeñado en un pozo trampa o haber sido devorado por un enjambre de escarabajos mágicos?
—De modo que lo de los escarabajos fue cosa suya, ¿no? ¡Qué idea tan repugnante! Esos bichos… —el visitante hizo un gesto de asco.
—En mis tiempos era lo último en seguridad —se disculpó Arumhotep mientras echaba una mirada suspicaz al recién llegado—. Por cierto, y perdone la indiscreción, pero… ¿quién es usted?
—Mi nombre es Taxaldor, pertenezco a la Muy Noble y Muy Tenaz Orden del Erario Imperial Custodia del Sello de Pagado y Paladines del Informe por Triplicado.
—Vamos, que es usted un publicano.
—Si quiere llamarlo así.
—Pues siento el viaje en balde. Sepa que yo estoy exento de pagar impuestos por veterano de guerra.
—Esa ley fue derogada. Ahora este territorio pertenece al Imperio Eterno y estamos sufragando una cruzada contra los trasgos.
El elfo hizo una pausa y recitó con entonación mecánica:
—Todo el mundo debe contribuir. ¿No querrá pasar usted por amigo de los trasgos? Solo si colaboramos todos , esa escoria será vencida. Loada sea la emperatriz por su divina iniciativa. Viva, siempre viva, el Imperio Eterno —esta última frase la pronunció con el mismo entusiasmo que una gallina en un cubil de zorros. Retomó el formulario—. Empecemos, ¿nombre y alineamiento?
—Me llamo Arumhotep III y… —la momia alzó su brazo y una bola de fuego surgió de la nada, creció y un segundo después se dirigió al recaudador. Este sin inmutarse movió una de las orejas y la bola se extinguió.
— ¿Alineamiento? —insistió Taxaldor, como si no hubiera pasado nada. El faraón, anonadado, se acercó a la oreja del funcionario imperial. Este, con una sonrisita de suficiencia, dijo —. Mire, soy un mago elfo de nivel cinco. No vuelva a intentarlo o le aplicaré un recargo del doce por ciento.
La momia se rascó la cabeza y un ruido rasposo acompañó el gesto. Aquel tipo iba a ser un hueso duro de roer. Y aquellas orejas… ¡que portento! No solo tenían una forma maravillosa, además se movían y servían para hacer magia. Pero, obviamente, el dueño de aquellos pabellones auditivos venía a cobrar. Y eso, por bellas que fueran sus orejas y lo exótico que fuera el reino al que servía, no podía consentirlo. Decidido a ganar tiempo, intentó mostrarse colaborador.
— El alineamiento de esta pirámide es de dieciséis grados norte respecto al obelisco de…
—Me refiero a su alineamiento moral. —cortó el elfo—. ¿Ley, caos, neutral? Ya sabe, la escala del gigante Gary.
No, Arumhotep no sabía.
— ¡Qué país, dioses, qué país! ¿A qué deidad adora, señor?
—A este de aquí — dijo el faraón señalando un fresco en la pared. La pintura mostraba a un dios con cabeza de cocodrilo, cuerpo humano de color azul y con escamas y tentáculos de cintura para abajo.
—Parece neutral tirando a malo… —dijo Taxaldor, e hizo unas anotaciones en su tablilla—. ¿Edad?
—No sabría decirle. Cuando morí tenía cuarenta y tres, pero como momia llevo incontables inundaciones del Gran Río. Mis recuerdos se extienden…
—Suficiente, suficiente. ¿Profesión?
— ¡Faraón! —exclamó Arumhotep.
—Eso no figura en la lista. Además, no está en activo. Señalaré “alto funcionario”. ¿Situación laboral? — ante el gesto de confusión de la momia anotó “retirado”—. Mire, don Arumhotep, el caso es que debe pagar el impuesto. Las cruzadas no se financian solas. Usted ha ignorado nuestros requerimientos durante tres años. Debe usted, con los recargos por demora, sesenta mil trescientos veinte siclos de oro.
— ¡Qué barbaridad! ¿De dónde cree que voy a sacar esa cantidad? —dijo la momia llevándose las manos a la cabeza. El gesto desalojó a diversos parásitos de su hogar entre las vendas.
—Vamos, vamos, no dramatice. Todo el mundo sabe que los faraones de Naharamarca se enterraban con enormes fortunas. Y en el papiro de coronación de Arumhotep IV vienen enumeradas las riquezas con las que usted fue sepultado —el elfo sacó de una bolsa de tela que llevaba al hombro el documento correspondiente.
—El sosainas de mi hijo Junior, ni ceremonias fúnebres a la altura, ni procesión a modo de homenaje en el décimo aniversario, ni nada. “Papá, la balanza de pagos”, “papá, el déficit”. —dijo imitando una voz infantil y quejumbrosa—. Pero declarar cuanto me llevaba a mi viaje al más allá, ¡para eso sí estuvo diligente! ¿Pero cómo puede un faraón pasar a historia como Arumhotep “el Contable” y estar satisfecho?
—Ya, la vieja historia. Su hijo le dejó sin un ochavo.
La momia miró con una mezcla de asombro e indignación.
—No, no, no. Me ha entendido mal. Junior es todo integridad. Bueno, es un decir, porque está bastante podrido, ¿sabe? Yo se lo dije: “Junior en el embalsamamiento no ahorres, elije solo lo mejor”, pero él…
El elfo carraspeó.
—Señor, no se tiene que ver el hecho de que su hijo se caiga a pedazos con su evidente renuencia a pagar su tributo.
—A eso iba, Taxatrón, a eso iba. ¿Le importa andar mientras hablamos? Es hora de mi paseíto.
—Le acompaño sin problema. Y me llamo Taxaldor.
—Pues verá, Taxaldor, mi ruina vino del calcio.
—¿Del calcio? —repitió el recaudador.
—Exacto. Oro blanco, amigo, oro blanco. —dijo la momia iniciando su caminata—. Verá los hechos se remontan cuatro siglos atrás, cuando el Gran País fue conquistado por los Hombres Serpiente. ¿No ha oído hablar de ellos?
—Vagamente.
—Unos tipos enormes, mitad cobra y mitad humanos. Con muy mala baba. Esclavizaron a los habitantes del Gran País y el faraón reinante, un pelacañas llamado Pacilatón, nos invocó.
— ¿A las momias?
—Solo a un grupito escogido, ¿sabe? Los mejores: Tollinamaner II, RaAmmon XX y yo. Tipos duros para situaciones difíciles. Hablando de dificultades, está usted en una —dijo Arumhotep empujando un resorte oculto en la pared. Un muro de piedra se deslizó y momia y elfo quedaron a un lado cada uno.
—Ale, a ver si es capaz de salir del Laberinto Impenetrable –rió el faraón. Subió renqueante las escaleras secretas, haciendo un par de paradas para tomar aliento, simulando ante sí mismo que se detenía para leer este o aquel jeroglífico. Finalmente, accionó una palanca y otro falso muro se deslizó, dejando a la vista la sala principal. Para su desmayo, el elfo estaba allí.
—Sepa usted que esto le costará una buena multa—dijo Taxaldor—. No lo intente de nuevo, no tiene nada contra mi magia.
Arumhotep farfulló algo ininteligible contra los contratistas de pirámides, recompuso la figura y continuó la narración como si nada hubieses pasado.
—Como le dije, el Comité de Liberación nos dispusimos a reclutar un ejército. En nuestra situación es bien fácil. Te vas a un antiguo campo de batalla, invocas a los muertos y te haces con un ejército de esqueletos en un plis plas. Pero surgió un problema terrible…
— ¿El miedo de la población civil?
— ¡Peor! La gente de por aquí está acostumbrada a estas cosas, pero para lo que nadie estaba preparado para –hizo una pausa dramática - ¡la osteoporosis!
Taxaldor hizo un gesto que dejaba bien a las claras que aquello le parecía una soberana tontería, pero la momia insistió.
— ¿No se da cuenta de lo dramático de la situación? Todas nuestras esperanzas condenadas por unos huesos débiles y quebradizos. La solución pasaba por el calcio.
—Pero eso con una dieta rica en leche…
—Eso pensamos. ¿Quién da la leche? Las vacas. ¿Dónde se crían? En los prados. Pero aquí, en la Tierra de los Siete Afluentes, no es qué abunde la hierba.
—Eso he notado.
—Encargamos un prado mágico. No reparamos en gastos: vacas de esas negras y blancas, magos de primera para invocar el hechizo “Fijación por Vitamina D” y todo el agua necesaria de los Siete Afluentes. Todo para lograr el calcio necesario. Cuando acabó el proceso teníamos los esqueletos más robustos de este y el otro mundo.
—Y esa fue su ruina, ¿no?
—Y la de toda la región. Secamos los siete afluentes. La región paso a llamarse el País de los Siete Secarrales —se lamentó el no-muerto —. Y los magos, aunque nos hicieron factura sin impuestos, no fueron baratos. Pero vencimos totalmente a los cobras. Podíamos decir que cobraron de lo lindo.
Taxaldor acogió con desdén el chiste. Tomo nota del fraude de los magos, arrancó el informe de su tablilla y dijo con aire profesional:
—Mire, nada de lo alegado le libra de pagar. Hemos de financiar esa cruzada y revitalizar una provincia que, dicho sea de paso, usted contribuyó a empobrecer. ¿Va a pagar?
— ¡No tengo esa cantidad!
—Entonces procederemos al embargo de esta pirámide.
—Y para que quiere una pirámide su Imperio nosequé.
—Vamos a construir un complejo turístico. Para vampiros.
—Va a ser un fracaso. Los vampiros son bastante reacios a la luz solar y aquí es lo único que abunda. Eso y escorpiones. Un rayito de sol y churrasco de chupasangres —la momia intentó imitar el sonido de la carne al freírse pero solo logró perder una pieza dental, que se puso a buscar por el suelo.
—Hace mucho que no sale de este desierto, ¿no? Hay una nueva raza de vampiros, bellos y armoniosos, que resisten la luz del sol. De hecho, brillan a la luz del sol. Son más rápidos, más listos y más bellos que los patéticos vampiros que usted conoce. Nuestros planes pasan por construir un complejo residencial escalonado en su pirámide y en las nueve adyacentes.
— ¿Y dónde encajo yo en esos maravillosos planes?
—En ninguna parte, por supuesto. Deberá abandonar el inmueble en el plazo de tres meses. Tal vez podría pedir plaza en el Asilo para Momias Pobres que se está levantando en Cocodrilopolis. O solicitar empleo en el Pyramidal Holliday Inn cuando esté construido. Por supuesto no de cara al público, los vampiros de la nueva era no soportan lo estéticamente defectuoso.
—Vamos, que soy demasiado feo —gruñó Arumhotep.
—No se ofenda, caballero, pero así son las cosas. El progreso pide paso. Usted ya no es, de modo literal, de este mundo.
Arumhotep quedó en silencio, pensativo. El fuego de su mirada parecía a punto de apagarse. Por un momento, Taxaldor creyó descubrir unas lágrimas cayendo, pero era una familia de pequeñas escolopendras buscando refugio entre los vendajes. La momia se dirigió lentamente a su sarcófago, tomo de él una especie de trompeta sopló. El sonido, grave y monocorde, sonó como una bestia herida.
—No intente nada. Ya ha visto que su magia no puede nada contra mis poderes —advirtió el elfo.
—Le acompaño a la salida.
—Creo que seré yo quien le acompañe al exterior. Tengo orden de ejecutar el embargo inmediatamente.
—Vámonos pues —dijo la momia con aire resignado.
Iniciaron la ascensión a la entrada de monumento funerario, atravesando un pasadizo cuyo suelo aparecía tapizado de restos de escarabajos.
—Pobrecitos míos —dijo Arumhotep, que añadió—. Oiga Taxalón, ya veo que domina las artes arcanas pero, ¿qué tal anda de fuerza física?
—Taxaldor —corrigió el elfo—. Me repugna el contacto físico, pero si está pensando en tan primitivo método de resistencia, sepa que traigo conmigo una compañía de doscientos hombres armados hasta los dientes.
— ¡Qué previsor!
—Soy muy profesional, señor.
Una oleada de calor abrasador les anunció la llegada al exterior.
— ¡Oh, que agradable sorpresa! ¡Han venido a despedirse de mí! --exclamó con sorna la momia señalando la planicie que rodeaba la pirámide. Esta estaba ocupada por un ejército de esqueletos, de aspecto singularmente robusto. Entre ellos, con las manos alzadas en signo de rendición, los supervivientes de la compañía del fisco.
—Ante tal muestra de afecto, debo cambiar mi decisión y quedarme. Por cierto, ¿estábamos hablando de fuerza física, verdad? —dijo Arumhotep lanzando un directo a la mandíbula del recaudador. Taxaldor cayó de espaldas e intentó levantarse. Llevó su mano a la boca y recogió lo que salía de ella. Se horrorizó. No estaba acostumbrado a ver su sangre. Ni sus dientes. Y menos hechos cachitos. Una patada de la momia le hizo volver a la realidad. Y, de paso, rodar hasta la base de la pirámide.
—Yo siempre he creído en que uno debe mantenerse en buena forma física. ¿No opina usted lo mismo, Taxaldor de la Muy Noble y Muy Tenaz Orden del Erario Imperial Custodia del Sello de Pagado y Paladines del Informe por Triplicado?
Y mientras decía esto, el elfo recibió unas sonoras bofetadas.
— ¡Pelea, pelea! —exclamó un esqueleto, cuya voz de ultratumba sonó como un trueno lejano. Un millar de esqueletos se unieron al clamor.
Cinco bofetones después, la presunta pelea había acabado con la rendición sin condiciones de Taxaldor.
—Muy bien. Ahora tú y los tuyos os vais a ir para no volver. Pero antes he de cobrarme la pérdida de mis escarabajos. Con recargo.
Dos tirones de orejas simultáneos hicieron aullar al recaudador.
—Y ahora, vas a averiguar por qué me llaman la Catapulta de Didhanis —dijo Arumhotep mientras las ascuas de sus ojos ardían con ira. Tomó al maltrecho elfo en sus manos, se inclinó hacia atrás y lo lanzó. El elfo recorrió doscientos metros y cayó con estrépito.
—Recogéis lo que quede de él y os largáis para no volver —ordenó la momia a los hombres del fisco. Estos, sin mediar palabra, huyeron a la velocidad del miedo.
Así surgió lo que hoy se conoce como la Revolución de las Momias. Por supuesto el Imperio Eterno volvió, con más hombres y más magia. Durante doce años intentaron doblegar a un ejército de no muertos que crecía con el tiempo. Finalmente, la Emperatriz Edutis II decidió que aquella sangría de hombres y recursos no tenía sentido y “concedió la independencia” al Reino de los Siete Ríos Secos.
Nadie se aventuró en mucho tiempo a atravesar el desierto de las momias, pero en el Gran País hablan de que está poblado por innumerables esqueletos de huesos singularmente robustos y comandados por una momia que tiene injertadas unas orejas terminadas en punta.
El relato en sí no es muy fosco, ciertamente, y por momentos he esperado que, en algún rincón, apareciera un ataúd con patas, pero el relato es un rato salao, muy divertido y paródico. De hecho, algunos nombres y títulos son desternillantes, al igual que algunas, muchas, de las actitudes de los personajes. Ese es el valor principal, quizá único, del relato. Tampoco es que tal cosa no sea de mucho valor, que lo tiene. Sin embargo, el autor juega con mucha ventaja sobre el lector, pues se crea su propio mundo fantástico cuyos límites y reglas solo él se impone o se salta, componiéndolas según mejor convenga.
En definitiva, un muy divertido revuelto de grato y raudo disfrute, pero un tanto leve (para lo que son mis gustos propios, naturalemente).
En cualquier caso, tiene una valoración de 4 estrellas por mi parte.
"Si quieres llegar rápido camina solo, pero si quieres llegar lejos camina acompañado", (proverbio masái)..