¿Pero qué coño…? ¡No puedo abrir los ojos! … Una rendija quizás. Casi nada. Da igual, no se ve. ¿Por qué no hay luz? Está todo muy oscuro, ¿es de noche? Y la boca… ¿Qué me pasa en la boca? No puedo despegar apenas los labios, los dientes nada de nada. ¿Qué me está pasando? ¿Un sueño? ¿Una pesadilla? Calma, calma, relax, con miedo no conseguiremos nada. Respira hondo, respira… No puedo, no me entra el aire, ¡tengo la nariz tapada! ¡Socorro! … No seas tonto, si la tuvieras tapada no respirarías, estarías muerto. … ¿Y cómo sé que no estoy muerto, cómo…? Evidente, porque si estuviera muerto no pensaría, ¿no? Niente, nada, vacío total. No existencia. Vale, volvamos al principio. Mindfulness. Para algo me tiene que servir el puto curso ese que nos hicieron hacer. Concentración. Solo existo yo y mis sensaciones. Tengo algo en la cara. ¡Coño, tengo algo en la cara! «Mmmm… Mmmmm…». No me oigo, no consigo emitir ningún sonido. O eso creo. No, no, no debo hiperventilar. Relax, hay que concentrarse en respirar despacio, respirar lo que se pueda, pero despacio. Venga, vale, yo puedo, yo puedo, yo puedo… Creo que algo va mal, que algo va muy mal… Pero seguro que hay una explicación. Algo que explique que no pueda moverme. Porque no puedo. Un escaneo por todo el cuerpo. Venga, concentración. Concentrarse en lo que siento, esa es la clave. Estoy boca arriba, y los brazos… Tengo los brazos cruzados sobre el pecho, eso explica en parte por qué respiro raro. No los puedo despegar, tengo que tener algo sobre la piel, sobre todo el cuerpo, no solo en la cara. Las piernas juntas. Los pies como hacia arriba, juntos también. ¿Ropa apretada, una sábana, una funda…? Espera, puedo separar las piernas un milímetro. Y los dedos de las manos. Ni siquiera un milímetro, menos, pero puedo «sentirlos» por separado. Esto no tiene pinta de ser un sueño. Al menos no uno que haya tenido nunca. Aunque hay gente que habla de sueños en los que no te puedes mover, y te asfixias… No, espera, no volvamos a eso. No puedo, no puedo… No puedo respirar nada. … Mentira, algo de aire entra. Calma, calma, ¿qué es lo último que recuerdo? Dormirme no, eso no lo recuerdo. Pero antes, antes… Casa de Esmeralda, sí, nuestra cena de los viernes. Velas, vino, mantel de hilo, la vajilla «buena»… Las chorradas de costumbre. Mira que le he dicho veces que yo no necesito nada de eso, que me sobra. Pero a ella le gusta, dice que si no la cena no sería especial. Y es viernes. Y tiene que ser romántico. Bueno, yo ya no insisto, si a ella le hace feliz... Aunque da igual en cuántas cosas ceda, esta mujer siempre encuentra un motivo para discutir. Venga, regresa, la cena. Estábamos cenando y ha vuelto otra vez con el temita, que está obsesionada la tía con lo de la ética y la no ética. Los principios, la vocación… Que yo no digo que no haya que tenerla en cuenta, claro, pero es que hay razones prácticas que considerar también. No en todos los trabajos te puedes permitir el lujo de ponerte tiquismiquis y decirles a tus jefes que tal o cual cosa está mal. «Pues lo dejas». Claro, así de fácil. Como ella vive en otro mundo… En los de Yupi. Trabaja con muertos y ruinas, y no es que pueda perjudicarlos, ¿verdad? Pero yo soy médico. ¡Y tengo jefes! Y objetivos que cumplir, que en la privada no te regalan nada. «Y cuando estabas con Médicos sin fronteras, ¿qué?». Pues que eran otros tiempos, loca. Que tenía veinte años y no respondía ante nadie. «No busques excusas, que ahora tampoco». ¿…? No tendré a nadie a mi cargo, vale, pero tengo una hipoteca. Y una imagen, mis padres esperan algo de mí, ¿no? «Que tus padres tienen 70 años, Víctor. ¿No es hora de que vivas tu vida? Pues déjalo y en paz. Serías más feliz». ¡Que lo deje!, dice. Sí, así, sin pensarlo, como si pudiera uno tirarlo todo por la borda y echarse a la calle a buscarse la vida de nuevo. A mis años. Mira, nunca le he dicho lo que pienso porque yo no soy así, pero ¡me dan unas ganas de soltarle que es una puta hippie que no veas! Una puta loca, una utópica fuera de la realidad. Que vale, que se ha hecho a sí misma, como no se cansa de decir. Que trabajaba mientras hacía la carrera, que eligió egiptología aun siendo una especialidad tan poco «práctica» (con qué ironía dice eso la cabrona) y peleó hasta obtener su puesto en el museo y ascender. ¿Y si no hubiera sido así? Si no hubiera tenido éxito. ¿Entonces qué? La verdad es que podía haberme ahorrado la pregunta. «Pues que habría sido feliz siguiendo mi vocación aunque me muriera de hambre». ¡Será ilusa! La verdad es que no sé qué hacemos juntos. Juntos… Como estamos, vaya. Que no es que seamos exactamente pareja. Es más bien un buen arreglo. Los dos estamos solos… Solos no, libres, como bien dice Enrique. Dos adultos libres y sin ataduras que follan de vez en cuando. Sin demasiada satisfacción por ninguna de las dos partes, todo hay que decirlo. Sobre todo según lo que se queja. Siempre me ha parecido un poco frígida. Aun antes de… Bueno, con esa pinta de profe, tan pulcra, con sus gafitas de pasta, su pelo recogido, la voz educada, precisa, sus conversaciones elevadas. Ella dice que no me preocupe, que ha leído que la mayoría de hombres heterosexuales no saben complacer a una mujer. ¡Madre mía, cómo no la estrangulé ese día! Pues ya podía enseñarme ella. O, coño, ya puestos, podía haber fingido aunque fuera una vez, para darme confianza. Pero no, la señorita Esmeralda no finge, ni aunque sea para no herir la autoestima de uno. Luego mucha ética, mucha ética, su puta madre con la ética, pero a los sentimientos que le den, ¿no? ¿Y yo qué? Porque tampoco es que el sexo con ella sea una fiesta, ¿eh? Normalito. Ni siquiera la chupa bien. ¡Pero todo es culpa mía! Soy yo el que no está a la altura. ¡Y una mierda! Siempre mirándome con esa expresión decepcionada. No ya en la cama, ¡siempre! Como si esperase más de mí y cada vez defraudara sus expectativas. Ha tenido que zanjar la discusión, como hace siempre. No, como hace siempre no, que hoy parecía que hubiera tenido una revelación. Con los ojos clavados de pronto en los míos. No me he reído por lo seria que estaba: «Yo sé, Víctor, que puedes dar mucho más de ti. Solo tienes que permitirte “ser”. Aceptar la transformación. La metamorfosis. El renacimiento. Alcanzar otro estadio superior de consciencia». ¿WTF? Puta loca. Empacho de magufadas, de cuando le dio con el yoga y la meditación y se fue al seminario aquel. Volvió peor de lo que se fue, eso seguro. Pues no pienso seguirle la corriente esta vez, por mucho que luego haya querido ganarme: «he hecho un postre especial pensando en ti». Que encima es mentira. «Espero que te guste, lo he decidido a última hora…». Mucho no habrá pensado en mí cuando lo ha improvisado, ¿no? Un simple sorbete. Y además sabía raro. Precisamente, ha sido al tomarlo… Dios, no sé cómo he podido disimular las arcadas. Espera, no, ¡náuseas ahora no! Por Dios, que hay gente que se ha ahogado con su propio vómito. John Bonham. Bon Scott. Hendrix. Y yo ni soy famoso. Morir así sin ser siquiera drogadicto o alcohólico. El sorbete… … …. ¡Hija de puta! Ha tenido que ser eso. Después de las arcadas, nada, todo oscuro. No recuerdo más. Y ahora esto. ¡No me lo puedo creer! Ha sido ella. ¡La muy hija de puta me ha momificado! ¡Por eso me ha machacado últimamente con todo el rollo de los putos egipcios! Vendas. Y ese olor… Como a medicinas. ¿Y por qué lo huelo? Igual que respiro, claro. Me ha dejado algo de aire. Entonces no quiere matarme, ¿no? O quiere que sea despacio. No, por favor, por favor. Así no. Pero ¿yo qué te he hecho, Esmeralda? Ni tú puedes ser tan retorcida. No eres una asesina. No lo es, ¿verdad? A ver, que estas cosas no pasan de verdad. Una mujer no puede ser normal toda la vida, culta, relativamente afortunada… Y volverse una asesina de la noche a la mañana. ¿Verdad? ¿Verdad? No puedo respirar, no puedo. ¡Me ha enterrado! Quiere matarme. Está tan loca que se cree de verdad eso de la Otra Vida. ¡Si me lo ha dicho! Que renazca. Que me transforme. ¡Me ha enterrado vivo! ¡Socorro! ¡Y no puedo moverme! Ni hacer ruido. Me ahogo, madre mía, ahora sí que me ahogo. No quiero desmayarme. Si me desmayo me muero, seguro, no podría respirar más. Si ahora ya no puedo… No me entra el aire… No…
***
El MAN, el Museo Arqueológico Nacional, abre sus puertas como cada día, a las 9.30 de la mañana. A las diez hay previstas varias visitas escolares. Por lo demás, entre semana no suele haber mucha gente. Esmeralda Blanco, directora del departamento de Egipto y Oriente Próximo, ha preparado una exposición interactiva que se inaugura hoy mismo, destinada a los alumnos de cuarto de primaria, el ciclo más temprano que acoge el Museo en sus visitas pedagógicas. Esmeralda espera en el «Punto de encuentro» para recibir a los primeros. Veinte ruidosos alumnos y una profe muy joven y visiblemente agobiada. Esmeralda en cambio se muestra tan eficiente, pulcra y segura como siempre. Tiene un algo indefinible, lo tiene de siempre, que impone la disciplina de inmediato.
Mientras conduce el grupo hasta la segunda planta, donde están las salas dedicadas al antiguo Egipto, va explicando someramente lo que van a ver, ganándose su interés de inmediato con la promesa de que serán testigos de cosas asombrosas que ningún alumno ha contemplado antes.
—Esta es una exposición especial, concebida para que vosotros, los estudiantes, entendáis perfectamente cómo vivían los egipcios, qué comían, con qué se vestían, cómo actuaban frente a la muerte, cómo enterraban a los personajes importantes y por qué lo hacían así… Aunque está prohibido tocar nada, podréis ver la auténtica vida de esta gente extraordinaria.
Va mostrando una a una todas las salas, repletas de objetos e imágenes de la vida en Egipto entre el V milenio y el año 31 a.C., fecha de la conquista romana. Dejando para el final el broche de oro: la sala de las momias y sarcófagos.
—Bien, hemos llegado a la parte que yo considero más interesante —explica Esmeralda a su interesado auditorio—. Los egipcios creían firmemente en la otra vida; y así, la muerte no les parecía un proceso terrorífico, sino un paso natural entre este mundo y el otro. Por eso se esmeraban en conservar convenientemente el cuerpo de los muertos.
»Primero lavaban cuidadosamente el cadáver —continua, mientras los lleva junto a la pila de mármol—, en una mesa como esta. Luego lo cubrían con natrón para desecarlo…
—Eso quiere decir —apunta la profesora— para que la sal absorba toda la humedad, el agua del cuerpo, y por eso las momias parecen siempre tan delgaditas y como consumidas.
—Gracias —responde, con algo de aspereza, Esmeralda. Luego sigue—: Una vez desecado el cuerpo, lo abrían con unos utensilios como estos —señala una vitrina—. Luego sacaban todas las vísceras, menos el corazón, que se quedaba en su sitio; y las metían en estos recipientes llamados vasos canópicos. Volvían a coser. Untaban el cuerpo con una sustancia parecida a la resina, y procedían a vendarlo. Primero brazos y piernas, con los dedos de las manos uno a uno. Luego el resto del cuerpo. Y por último la cabeza.
»Entonces… Pasad por aquí. Ahí, muy bien, poneos en semicírculo para que podáis ver bien todos. —Los coloca delante de un sarcófago antropomórfico de madera policromada que permanece abierto, con el cuerpo descansando sobre la base y la tapa del sarcófago elevada medio metro mediante soportes de metal—. Entonces colocaban la momia, ya vendada, en el interior de un sarcófago de madera como este. ¿Veis? Luego ponían una máscara, igual que esta que tenemos aquí, sobre la cara del muerto. Y, por último, cerraban el sarcófago, ajustando la tapa mediante cera u otra sustancia similar. Este sarcófago a su vez podía ir dentro de otro, y este de otro, y de otro… Como si fuera una muñeca rusa —se permite sonreír—. Normalmente el último, el exterior, era de mármol resistente u otra piedra.
»Y ahora, estimado público, permitidme que os enseñe una cosa especial. Os había prometido algo que nadie más había visto hasta ahora, ¿no? Pues, bien, yo siempre cumplo mis promesas. Dejadme mostraros…
Teclea un código en un panel disimulado que hay en la pared, al lado de donde se encuentran. Luego, haciendo señas a la profesora para que le ayude, se dispone a descorrer la tapa del ataúd.
La maestra duda un momento, sorprendida de la falta de protocolo usada con semejante antigualla.
—Oh, es solo una reproducción, no se preocupe —zanja sus dudas Esmeralda.
Una vez retirada la tapa, la emprende con la momia. Con unas tijeras quirúrgicas, pero que son del tamaño de las tijeras de podar, empieza a cortar las vendas de la momia desde los pies hacia la cabeza. Los niños guardan absoluto silencio. La profesora no sabe bien dónde meterse. En sus pocos años de profesión no ha asistido a nada semejante, pero se dice que es su falta de experiencia lo que explica aquello.
Bajo la primera capa de vendas hay más. Tiras de un lienzo más fino que perfilan delicadamente cada extremidad, las piernas extendidas y los brazos doblados como una «x» sobre el pecho. Con gentileza, Esmeralda mueve primero las piernas de la momia, flexionando y estirando ligeramente una y otra. Y luego hace lo mismo con los brazos. Vuelve a solicitar la ayuda de la profesora.
—Por favor, colóquese al otro lado del cuerpo y haga lo mismo que yo. Vamos a ayudarlo a incorporarse, exactamente igual que haríamos con un enfermo tumbado en una cama de hospital.
—¿Está segura? —vuelve a dudar la maestra—. Yo creía que estaba estrictamente prohibido tocar nada del museo. Y andar moviendo una momia…
—Naturalmente, así sería si esto fuera una momia antigua. Real. Pero es solamente una réplica destinada a la enseñanza. ¿Cree que yo obraría de este modo en otro caso?
—Está bien, lo que usted diga. Mirad bien, niños. Esto no es fácil que volváis a verlo.
Entre las dos incorporan a la momia hasta dejarla sentada en el sarcófago. Luego le pasan las piernas por el borde y descansan un momento. La profesora se pregunta de qué material estará hecha la réplica. Está segura de que pesa bastante más de lo que lo haría una de verdad. Pero, sin embargo, no es rígida. Tanto las vendas como lo que haya dentro ceden lo suficiente para doblar el cuerpo por la cintura. Entonces nota, o cree notar, un ligerísimo movimiento en el falso cadáver. Evita un respingo por poco, preocupada de no asustar a sus alumnos. Pero la momia deja caer de golpe la cabeza encima de su hombro. Ese grito no puede silenciarlo. Se aleja del cuerpo como si la hubieran pinchado con una aguja eléctrica. Entonces la momia sufre una serie de sacudidas en todo el cuerpo y tanto niños como profe gritan a la vez.
Esmeralda no. Claro, ella lo ha preparado todo. Entonces, ¿por qué no se ríe? ¿No le hace gracia la sorpresa de los niños? Parece, eso sí, satisfecha. Sin duda el truco ha salido como ella esperaba. Con calma, como si fuera cosa del día a día, da otro tijeretazo al vendaje de la cabeza y libera la franja de los ojos y una rendija para la boca.
La momia se pone bruscamente en pie. Se tambalea un poco. Esmeralda está lista y la sujeta con firmeza. Niños y profe ya no gritan; en vez de eso, contemplan la representación extasiados. La momia se afianza sobre sus piernas, se estira en toda su estatura y se encara con Esmeralda.
—¡Esmeralda! —su voz es un áspero susurro, sin duda con tintes electrónicos. «Muy bien hecha, casi, casi real», se dice la profesora—. Sabía que eras tú. Tenías razón. Estaba… estaba muerto… Y ahora he vuelto a la vida. —«Bueno, un poco espeluznante, eso quizá debieran mejorarlo. Al menos para un cuarto de primaria. Pero apropiado, eso sin duda»—. Renacido. Un hombre nuevo. Por eso… Por eso, amor mío, quiero hacerte el mismo regalo. Te voy a dar, a ti también, la vida eterna.
La momia agarra a Esmeralda por el cuello y empieza a estrangularla. Los niños siguen mirando, fascinados. Quienes creían que los museos eran aburridos acaban de cambiar de idea para siempre. La profesora, en cambio, lo empieza a encontrar todo realmente excesivo. Tendrá que hacerlo constar en su evaluación de la actividad. Que estaba muy bien que la doctora Blanco quisiera revolucionar la museística española, dirá, pero ese tinte macabro es del todo prescindible.
Esmeralda ha caído al suelo y la momia se abalanza sobre ella como si siguiera asfixiándola. Tapando así el ángulo de visión del público.
«Demasiado realismo para mi gusto», decide la profesora. «A ver cómo me las arreglo para explicárselo a los niños sin que queden traumatizados para siempre».
—Gracias, doctora Blanco —dice con precipitación—. Muy interesante, pero ya nos vamos. —En voz baja añade—: Ya pueden parar, desde aquí no se ve nada. —Y con un tono de voz nuevamente alto y animoso—: Dad las gracias, niños, que nos vamos.
—Gracias, señorita —se despide el coro de voces infantiles—. Adiós.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.