Vivimos rodeados de soja. Cuando entramos a un supermercado salimos con las bolsas llenas de soja. Leche de soja, aceite de soja, yogurt con soja, bebida de soja, cremas de belleza con proteínas de la soja y ahora –en oferta 3×2– caldo de soja. También tenemos soja invisible (lecitina) en muchos otros productos como la bollería, chocolates, helados, galletas y un largo etc. Pero sobre todo consumimos soja (y transgénica, por cierto) cuando consumimos huevos, leche o carne de las industrias ganaderas europeas. Toda la ganadería industrial, apretadita en sus establos y jaulas, es alimentada con piensos que contienen altas proporciones de soja. Podríamos decir que una de las características de la alimentación de nuestro país es la dependencia de la soja.
Para que tanta soja esté en circulación se requieren muchas tierras cultivables dedicadas a su cultivo. Los mayores productores de soja son China y EEUU, y los países del cono Sur de América Latina (Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y Bolivia) que exportan casi la totalidad de su producción a China y Europa. En Argentina o Paraguay, casos que conozco bien, la expansión de los cultivos de soja ha sido extraordinaria, y viene impulsada básicamente por esta necesidad de soja para la ganadería europea. Fíjense de qué dimensiones estamos hablando: actualmente, en Paraguay y Argentina la mitad, ¡el 50%!, de la producción agrícola es cultivo de soja. Donde había vacas, hay soja, donde había huertos, hay soja, donde había biodiversidad, hay soja, donde había bosque, hay soja, y –fundamental– donde había trabajo, alimentos, campesinas y campesinos, aldeas y pueblitos y un tejido rural vivo, hay soja.
Hay que romper con la imagen saludable y beneficiosa de la soja. No porque en sí misma no sea sana (aunque debe controlarse su uso en edades infantiles), sino por todo lo que esconde su producción. El boom de la soja, en mi opinión, es el gran ejemplo del modelo económico que nos ha llevado a la crisis ecológica, alimentaria, social y económica. El capital financiero y el capital especulativo se han concentrado en inversiones como la soja sabiendo que hay una demanda muy alta para engordar a nuestras gallinas, vacas y cerdos. Y nada ni nadie ha puesto freno a esa búsqueda de beneficios a costa de muchos otros aspectos fundamentales como el bien social, el respeto al medio ambiente y la salud de las personas. Es un buen ejemplo de un modelo productivo en una economía de mercado que no encaja con las necesidades futuras ni tiene en cuenta los perjuicios actuales.
La soja es el monocultivo del siglo XXI: se cultiva en inmensas extensiones robadas a las pequeñas chacras, a los huertos, a los bosques, con maquinaria muy especializada y con muy poca mano de obra. Sólo en Argentina se calcula una deforestación de 300.000 hectáreas cada año para ganar terrenos a favor de la soja. Y ahora sufren las consecuencias de una grave sequía que muchos investigadores relacionan con esta desaparición de masa forestal. Pero, tengamos una cosecha buena, como la del año pasado, o mala como la de este, hay una serie de perjudicados que nunca se escapan de los males de este modelo económico que somete a la naturaleza y a las personas. La agroindustria espera cosechar dinero al mayor ritmo posible, superando el tiempo de la naturaleza a base de química. En concreto, con la soja se utiliza una modalidad transgénica preparada específicamente para resistir un tipo de herbicida. Los campos se riegan desde avionetas con litros y litros de ese herbicida, exterminando todo tipo de vida (plantas e insectos) excepto a la soja.
Además de destruir ecosistemas, las fumigaciones también destruyen vidas humanas: son ya miles las denuncias de personas que han enfermado a consecuencia de las mismas. Vivir en pueblos convertidos en islas –rodeadas de soja por todas partes– significa estar expuestos por vía inhalatoria, por contacto en la piel y por el agua, a buena dosis de insecticida en el organismo. Se han documentado, decía, casos de malformaciones en fetos, abortos y partos prematuros, problemas renales en muchos niños y niñas y un aumento exponencial de casos de cáncer, neumonías y problemas neurológicos.Así, lo que tenemos al principio y al final de la cadena de la soja poco tiene que ver con los milagros de la soja. En un extremo, países volcados insensatamente en un cultivo industrializado, sin mano de obra, que se expande sin consideración ecológica alguna y que sustituye la producción de alimentos locales por alimento para la ganadería (y la pérdida de eficiencia que eso supone). En el otro extremo, unos consumidores que pagamos y engullimos carne producida en grandes y contaminantes granjas-fábrica. Y, en los dos extremos, la ganadería campesina ha quedado aplastada.
Digo yo que ahora les faltaría una vuelta tecnológica más. Al igual que han hecho con las pobres matitas de soja, que nos inoculen a todos los seres humanos genes transgénicos de avestruz para que, cuando veamos tantas injusticias a nuestro alrededor, tanto desprecio por la naturaleza y ninguna voluntad política para sacar al capitalismo especulador de la agricultura, todo lo que nos limitemos a hacer sea esconder la cabeza. ¿Genes contra nuestra rebeldía?
Bien al contrario, la lucha por un modelo agrario social alternativo –la soberanía alimentaria–, se está transmitiendo boca a boca con la convicción de que la agricultura transgénica –como la paradigmática soja– no es aceptable. Así se pondrá en evidencia en la manifestación convocada para hoy en Zaragoza cuyo lema, “no queremos transgénicos”, constituye un paso en esta buena dirección.Gustavo Duch es Director de Veterinarios Sin Fronteras
Los monocultivos han sido siempre un problema, especialmente cuando un determinado producto (ahora la soja) sufre de repente una demanda espectacular y se intenta cultivar cualquier precio.
En cuanto a lo de los transgénicos...Hay mucha desinformación y mucho paleto. Con el debido control, los transgénicos son el futuro, tanto a nivel económico como a nivel nutricional y ecológico.
A palabras necias, patada en los cojones.