Una lágrima resbaló por mi mejilla mientras contemplaba la lápida. Bajo ella yacía el cadáver de mi esposa. Eso era todo cuanto quedaba de cinco años de matrimonio: una lápida con su nombre y un puñado de huesos. Todas nuestras posesiones habían sido arrasadas por un incendio originado quién sabe cómo que se abatió sobre nosotros en la noche profunda. Yo salvé la vida por pura perversidad del maligno azar, que me impidió reunirme con la persona que amaba y vivir con ella por toda la eternidad, en el más allá. La vida, en cambio, no me reservaba más que dolor y sufrimiento, y soledad. Sin hijos, sin parientes cercanos; ella había sido un oasis en mi desértica existencia, y ahora el desierto la reclamaba para sí.
Dejé de acudir a las reuniones en el templo porque los recuerdos junto a ella en aquel lugar me atormentaban. Allí nos habíamos conocido, bajo aquel sagrado techo. Me refugié en una pequeña cabaña del bosque, en la que solía jugar de niño y en la que había cometido innumerables pecados. Era invierno, y la nieve caía en abundancia. Mataba el tiempo agazapado junto a la hoguera, con la mirada perdida en los troncos consumidos poco a poco por las voraces llamas. Los vecinos, preocupados por mi voluntario confinamiento, traían a mi puerta alimento y bebida, y me ofrecían una y otra vez su hospitalidad, promesas de consuelo y calor humano.
Cada mañana, aun en los días más duros, en aquellos en que la nevada no cesaba y tenía que luchar contra ella para abrirme paso, caminaba hasta la tumba de mi esposa y lloraba sobre su lápida, y le hablaba, porque yo sabía que ella me estaría escuchando allí donde se hallara. Le contaba mis penas y mi infernal situación, y rezaba para que un día mi cuerpo sucumbiera a las inclemencias del tiempo y mi alma lo abandonara para reunirse con la única persona que de verdad me importaba. En la soledad de mi guarida, me imaginaba a mí mismo sentado, inmóvil, junto a la tumba de mi amada, mientras la nieve me cubría por completo y me sepultaba. Al regresar a la cabaña, siempre, sin excepción, ese pensamiento, esa imagen de mi propio fin, era lo primero que cruzaba por mi mente.
Así transcurrieron los meses, y el frío invierno dio paso a la coloreada primavera, que atenuó un poco mi dolor, y después me sobrevino el calor infernal del verano. Entonces oí por primera vez los aullidos. Al principio los atribuí al viento, que soplaba fuerte esa fatídica noche; después, los consideré producto de mi atormentado espíritu; más tarde, quise creer que el calor me provocaba delirios e incluso dejé un mensaje en la puerta para los vecinos, rogándoles que enviaran a un médico. Apenas pude contener mi exaltación cuando oí el galopar de los caballos aproximarse, e insté al médico a que me curara con presteza, pues no podía continuar soportando los inquietantes y amenazadores aullidos. Ya casi no dormía, y el insomnio había trastornado, más si cabe, mi salud y mi espíritu. El hombre dictaminó que nada podía objetar a mi salud, que permanecía intacta aun en la desgracia; mas que, por el contrario, mi espíritu atormentado se consumía.
–Encomiéndate a los dioses, pobre hombre –me dijo–. Tu alma se envilece y degrada a cada día que pasas alejado de tu fe, a cada victoria que concedes a tu desesperación. Ven, y halla consuelo entre tus semejantes, que te acogerán y cuidarán, y sanarán tus heridas –y, dicho esto, me invitó a acompañarles.
Yo rechacé su ayuda, y los despedí de malos modos. Esa noche volví a oír los aullidos, aún más terribles y más sobrecogedores. Dormí una hora escasa, pero por la mañana me encontraba más fuerte y animado; al mediodía, devoré con insólita avidez la comida que encontré en mi puerta. Luego partí hacia la tumba de mi esposa. De pronto, comencé a desplazarme ligero y raudo -y no lento y pesado-, a pequeños saltos, al ritmo de una melodía alegre y juguetona, que silbaba con impensable vigor.
No sé muy bien con qué propósito, paseé por el bosque hasta anochecer, sin haber alcanzado mi destino y sin dejar en ningún momento de silbar. Cuando se alzó la luna, pálida y siniestra, y el sol murió tras la colina, a mi canción se aunó un canto oscuro; los aullidos de los lobos, que se hacían oír cada noche, me acompañaron lo que restaba de trayecto, y de modo tan enigmático como cuando se iniciara, mi melodía se tornó también fúnebre y sombría.
Ojos de un fiero cuadrúpedo centellearon en las tinieblas. A su alrededor la oscuridad se volvió más impenetrable, de modo que ya no podía adivinarse la forma del rostro de la bestia; sus ojos suspendidos en el aire, cual fantasmal aparición, brillaban con mayor intensidad que las estrellas mismas. Dirigí mi mirada hacia donde debía estar la tumba de mi esposa. Aunque no podía distinguirla, sentía allí una presencia. Quise callar, mas no pude. Mi silbido me impedía oír, y camuflaba cualquier otro sonido. No me atreví a acercarme, porque habría de avanzar sordo y ciego.
Permanecí quieto hasta el amanecer, temeroso pero sin cesar de silbar. Expulsadas las tinieblas, terminó mi canto, y ansioso posé mi mirada en el lugar donde yacía mi esposa; y aterrorizado vi que la tierra había sido removida. Alguien había cavado en aquel lugar, y había abierto el ataúd. Lo único que quedaba era un ataúd vacío.
Caminé hasta que avisté las familiares casas de mis semejantes y me dirigí al templo, a rezarle a los dioses. Quizá esta segunda pérdida fuera un castigo divino por haber descuidado mis deberes como siervo de aquellas deidades a las que todo debía, incluso mi vida. Oré a Davakema, el Dios del Amor, a quien correspondía honrar por mis cinco años de irreprochable felicidad; y a Tuzmaguc, el Dios Creador, por haberme alumbrado; y también a Rosmo, el Dios del Destino, cuyo enojo me desesperaba. Mientras me hallaba ocupado en mis alabanzas, y suplicaba el perdón y la generosidad de los Sagrados, en torno a mí se reunió un grupo de personas.
Alguien cuyo rostro no reconocí, en tal estado de perturbación me encontraba, se me aproximó y me habló:
–No creas que no nos alegra verte en la morada de los dioses, entregado a su veneración. Pero dime: ¿cuál es la causa de tu excitación? ¿Por qué muestras tal ardor?
Y yo, aún incapaz de dar nombre a aquel semblante pero juzgándolo afable y generoso, le confié mi desventura, y le rogué, sollozando, que se reuniera a los cazadores, y dieran caza, si así lo deseaban los dioses, a esas bestias crueles e insaciables.
–Es preciso que guardes reposo, querido –replicó el rostro–. Tu alma se halla inquieta, y te induce delirios. ¿Cómo iban los lobos a raptar a tu fallecida esposa? No, no, esto no puede ser. Sin duda, debe ser obra de saqueadores de tumbas; y ten por seguro que les apresaremos. No temas por ello.
Desfallecí, y el buen hombre hubo de esforzarse por mantenerme en pie. Entre él y un joven mozo me condujeron hasta la estatua de Zausku, el Dios del Fuego. Cerca de mí, oí a dos hombres hablar en voz baja. Me veían postrado a los pies del gran dios y me creían indispuesto.
–Míralo, ahí tendido. ¿Quién le va a creer? Que los lobos se llevaron a su mujer, ¡en verdad perdió ya la razón!
–Se ha ordenado a dos chiquillos que acudan corriendo al cementerio, y que comprueben si la tumba ha sido profanada. Pero creo que el Jefe no se lo ha tomado en serio. Lo hace por complacer al pobre loco.
–Pues yo no descarto que la tumba esté vacía. Escúchame bien; te digo yo que bien pudo este demente haberla saqueado él mismo.
De pronto, oí de nuevo aquel silbido. Primero lejano, casi imperceptible, pero gradualmente aumentó en intensidad hasta hacerse tan audible que me parecía imposible que los demás no lo oyeran.
–¿No lo oyen? ¿No lo oyen? –balbuceé.
Esta vez no procedía de mí, pero era la misma melodía jovial y juguetona que yo mismo había silbado. Salí del templo, ante la mirada atónita de los allí congregados, y vagué por el bosque en busca de su origen. A veces parecía apagarse, extinguirse, tras una loma o una morada, pero en cuanto salvaba el obstáculo la volvía a oír con claridad. Robé un caballo, galopé montado sobre él durante lo que me pareció una eternidad, hasta que el animal, agotado, se detuvo. Lo abandoné y proseguí a pie hasta alcanzar un pueblo que me era extraño.
Anochecía cuando llegué. Parecía un pueblo poco próspero, ruinoso. Viviendas de madera, con agujeros en techos y paredes y ventanas carentes de vidrios; todas aparentaba suciedad y estaban cubiertas por capas de polvo cual láminas antiguas. Tendido en el suelo fangoso, me topé con un anciano con un parche en el ojo al que le faltaba una pierna. Lo ayudé a incorporarse y lo acompañé hasta la posada. Me contó que unos jóvenes exaltados, que portaban antorchas, le habían arrebatado su pata de palo y la habían quemado. Se disponían, pudo deducir por sus gritos, a reducir a cenizas el templo del pueblo.
–Oh, santos dioses, ¡eso es horrible! –exclamé.
Pregunté al posadero por la ubicación del templo y hacia allá partí sin demora. Cuando hice aparición, un grupo de jóvenes furiosos clamaba ante el templo. El sacerdote trataba de persuadirlos para que no perpetraran tal atentado contra los dioses. En su confuso y delirante discurso, no hacía más que incrementar la cólera de los jóvenes, de tantas mentiras que adivinaban en las necias palabras del sacerdote.
De modo insólito, y a causa de la memez del sacerdote, comenzó a inflamarse en mí ese mismo ardor que percibía a mi alrededor. Mi energía ya no iba dirigida a apaciguar los ánimos, sino a unirse a ellos, a destruir aquel falso símbolo de divinidad. ¿Cómo iba aquel ridículo hombrecillo, despojado de toda dignidad, a ser instrumento de los dioses?
Ni siquiera aquel griterío había acallado la misteriosa música. Ésta se imponía con total claridad sobre las voces humanas. Oía ahora sonidos de tambores, una música enérgica y rabiosa.
–¿No lo oís? –troné. Y todos me observaron, desconcertados y curiosos– ¿No oís la música de los dioses? ¿No la oís rogándonos que destruyamos este falso templo, esta afrenta a su poder? –Agarré una piedra, y la lancé contra una ventana, que se hizo añicos– ¡Derribemos este nido de calumnias! –y, arrebatando una antorcha a uno de los muchachos, la arrojé dentro del templo.
–¿Qué hacéis, buen hombre? –me dijo el sacerdote, con voz temblorosa.
Los demás, animados por mi arrojo, se abalanzaron sobre el edificio y en poco tiempo éste ardía. Las vivas llamas colorearon el cielo nocturno, tan misterioso e impenetrable, y como colofón a aquella estampa gloriosa, por encima del estruendo resonó una terrible y fastuosa sinfonía, que sólo yo podía oír. Poco a poco, ésta perdió intensidad y devino en una dulce y seductora melodía. Distraídos, los jóvenes no se percataron de que les arrebataba uno de sus caballos y me internaba en la noche, alejándome del pueblo.
Las tinieblas me envolvieron y me sobrevino el sueño, arrullado por la música inalcanzable. Me dormí a lomos del animal, confiado en que su instinto de bestia salvaje me guiaría por la senda adecuada. Cuando desperté seguía siendo de noche, pero me picaba el cuerpo entero, y al rascarme noté que mis brazos eran extraordinariamente peludos. Esto me intrigó, pero no quise parar porque veía luces en el horizonte, señal de que me aproximaba a un pueblo. Salvé la distancia que me separaba de éste, y de pronto la inescrutable oscuridad dio paso a una luz diáfana cuyo origen no conseguía identificar. El pueblo parecía irreal; algunas casas tenía las paredes curvadas, como si hubieran sido detenidas en pleno derrumbe, y altas torres, y puntiagudos techos, y cristales grandes y redondos. Estaba desierto, todos dormían, o eso creí, porque nada más pensarlo un silbido que ya me era familiar surgió de un calle contigua; y la que silbaba no era otra que una joven de largos cabellos rubios, que, pude comprobar al acercarse, tenía la cara desfigurada y carecía de un ojo. Caminaba con la cabeza gacha, y al arrimarse a mi montura ésta relinchó y retrocedió asustada. La joven se percató de mi presencia, alzó la vista y dejó escapar un chillido agudo y penetrante. No se movió, sin embargo.
–No temas, joven –traté de tranquilizarla, y no obstante sólo pensaba en la mejor manera de arrebatarle la vida, idea que me espantó y me produjo a la vez un silencioso regocijo –. Dime; no compondrás música, ¿verdad? –le espeté, sin saber muy bien qué me movía a hacerle tal pregunta.
En las casas se oyó un gran estruendo, y las gentes, alarmadas por el chillido de la joven, salieron a la calle con presteza. Me rodearon armados con cuchillos y objetos pesados, los más precavidos incluso con espadas.
–¡Santos Dioses! –chilló una mujer– ¡Qué horror!
Todos me observaban con espanto.
–¡Es un hombre lobo! –gritó la joven que había dado la alarma–. Recordad los aullidos –agregó, y aquel comentario me hizo recordar a mis mortales enemigos, los lobos, con los que aquella insolente se atrevía a emparejarme.
–Calla, maldita –le grité, y retrocedió acobardada, resguardándose entre la multitud.
La gente se me acercaba, acosándome con espadas y objetos punzantes, de tal modo que pronto me rasgaron la ropa. Percibí extrañado que también mi tronco estaba cubierto por una excepcional cantidad de pelo, como si no hubiera parado de crecerme durante mi letargo. Mi caballo trataba de repeler a la multitud a base de coces, y se revolvía desesperado. Se encabritó y caí al suelo. Vislumbré la luna; había adquirido un tamaño imposible. La veía tan cerca de mí que mi rostro se reflejaba en ella, y pude comprobar que, en efecto, también mi cara era la propia de un animal salvaje. No distinguía mis rasgos, todo era pelaje, excepto los ojos, inmensos y de una negrura impenetrable, en los que se reflejaba la enorme esfera, que descendió hacia mí y me cegó.
Recobré el sentido y todo estaba oscuro. En un principio pensé que se trataba de la negrura característica de la noche profunda.
–Le han arrancado los ojos –dijo una voz; parecía una voz de anciano, muy bronca–. Será mejor que no se toque. Podría hacerse daño. Enseguida le pondré unos ojos nuevos.
–¿Pero qué dice usted? –inquirí, e inmediatamente me palpé el rostro; donde debían estar mis ojos no había nada: sólo dos agujeros vacíos– ¡Santos dioses! –algo me golpeó en las manos.
–Le he dicho que no se toque. ¿Es usted idiota? –volvió a hablar el anciano, y lo oí alejarse unos pasos, apoyado en un bastón.
–¿Cómo he llegado hasta aquí? –quise saber.
–Cállese. Voy a colocarle los ojos –lo oí aproximarse y palparme el rostro. Comenzó a hurgar en mis cuencas oculares vacías y de pronto las tinieblas se disiparon; había recuperado parte de mi visión–. Cierre el ojo –lo intenté, mas no me respondía–. Intente parpadear –insistió el anciano–. Esfuércese, idiota. Haga un esfuerzo –me apremió. Pero mi ojo no me respondía –. Pues le voy a poner ya el otro.
No pude controlar mis ojos durante los diez minutos siguientes. El anciano me había facilitado pañuelos para que me limpiase las lágrimas que brotaban de vez en cuando. Mientras, me contaba lo que había hecho para solucionar mi transformación. Lo ignoré, y salí de la casa. Era de noche. Esperaba hallar las calles desiertas, mas estaban atestadas de pobres gentes que se agrupaban en espera de algo. La mayoría vestían harapos o ropas sucias y rasgadas, y se tendían en el suelo o caminaban lentos y apáticos, como alelados. Atisbé la orilla de unas aguas pestilentes, y me aproximé para preguntar qué río o lago era ése. Ninguno de aquellos desvalidos supo responderme.
–¿Tiene una moneda, señor? –me reclamó un niño. Sus ojos tristes me conmovieron y rebusqué en mis bolsillos.
–¿Para qué la quieres? ¿Y tus padres?
–Necesito una moneda para cruzar el río, señor. Mi madre está al otro lado.
–¿Qué hay en la otra orilla? –inquirí, pues me había percatado de que sólo portaba una moneda.
Sin responderme, el niño se volvió y prosiguió su abatida marcha. Noté que algunas de aquellas personas sufrían malformaciones físicas o heridas graves.
–Hay muchos lobos por aquí –dijo una mujer invidente, que golpeaba con un bastón en el suelo–. A veces, en los pocos ratos que logro conciliar el sueño, me despiertan los aullidos. Parecen proceder del otro lado del río, pero estoy segura de que si lograra cruzar cesarían.
Un sonido atrajo la atención del gentío. Un suave rumor, el de un remo removiendo las aguas. Vislumbré una barca que se aproximaba a la orilla, y a bordo, una silueta apenas visible, ataviada con un manto negro. Me abrí paso entre los debilitados cuerpos que se agolpaban en torno a la barca, y rogué al barquero que me porteara hasta la otra orilla.
–Puedo pagarle. Por favor, estoy buscando a mi esposa. Los lobos cruzaron este río. Lo sé.
El barquero era un anciano poco robusto, y acudió a mí la idea de que si no accedía a transportarme podría obligarle con facilidad. Me miró casi diría que divertido por mi sufrimiento. Golpeó con el remo a los que trataban de acercarse a la barca, profiriendo insultos, escupiéndoles, y me indicó que subiera. Partimos acompañados por el sobrecogedor canto de los lobos, un aullido que desgarró la propia noche y que incluso al barquero estremeció. Me volví para asegurarme de que nos habíamos alejado de la orilla, pero no pude distinguir nada. Nos envolvía una niebla densa.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.