Arthur Williamson observó su imagen proyectada en el espejo. En él aparecía un apuesto hombre, con un mentón formidable y robusto que acentuaba su atractivo. Su largo cabello caía salvaje sobre los hombros y su torso desnudo, musculado y cubierto de ensortijado vello, hacía suspirar a las recatadas damiselas que visitaban su alcoba con asiduidad. Admiró sus brazos, fornidos y surcados por abultadas venas, estremeciéndolas de placer cuando constreñía sus cuerpos con mayor lascivia de la que el decoro consideraba respetable. Acercó su rostro y observó el ámbar que teñía sus pupilas que, como dos faros horadando las tinieblas en medio de una tempestad, irradiaban un seductor halo de misterio a la que ninguna mujer conseguía oponer resistencia.
Sin embargo, aquella noche era diferente.
Abrió los enormes ventanales y olfateó el aire con fruición. Acarreaba consigo una amalgama de aromas que, entremezclados con el hedor que ascendía a orillas del Támesis, resultaba ciertamente estimulante. Las eternas brumas que rodeaban Londres atraían a seres de todos los estratos sociales, dispuestos a satisfacer sus más oscuras perversiones avivadas por la depravación y el libertinaje. Y, allá en las alturas, la luna llena se escondía traviesa entre furtivas nubes grisáceas. La cacería estaba a punto de comenzar, y ya sentía cómo la sangre bullía en sus entrañas ansiando aplacar el tenebroso apetito que lo dominaba.
El eco de sus pisadas resonó difuso y extraño mientras recorría las fantasmagóricas callejuelas, admirando las criaturas que deambulaban por la ciudad y que surgían de la niebla como espectros a su paso. Meretrices de aspecto enfermizo aguardaban a los incautos marinos que atestaban los muelles, arrancándoles algo más valioso que unas míseras libras. Ladronzuelos sucios y desharrapados correteaban entre la inmundicia, y los saqueadores de tumbas hacían el agosto al amparo de la oscuridad. Todo aquello formaba parte de un submundo opresivo e inmisericorde alejado de la divina mano de Dios, submundo en el que Arthur se movía como pez en el agua.
Pero nada de ello conseguía satisfacerlo, pues ya tenía una presa en mente y el cerco se estrechaba por momentos.
Sus pasos lo alejaron del East End y recorrió las lúgubres avenidas hasta arribar al distrito de Knightsbridge, hogar de algunas de las familias más acaudaladas e influyentes del lugar. Ascendió los inmaculados escalones de mármol de una suntuosa mansión y, tras entregar su gabán y sombrero de copa a un sirviente, colocó sobre su rostro una tétrica máscara de lobo. A diferencia de los pomposos eventos de sociedad que se celebraban a la luz del día, aquella fiesta era diametralmente distinta. El pudor, la decencia y los prejuicios resultaban escollos que los invitados debían despojar de sus mentes, antes de adentrarse en las profundidades de lo desconocido.
Envueltas en la exótica fragancia del sándalo que ascendía en sensuales volutas hacia las alturas, vaporosas sábanas de seda roja vestían las paredes, y centenares de velas anegaban los suntuosos salones bajo la hipnótica danza de las llamas. Tumbados sobre cojines y divanes yacían algunos invitados, consumidos por la caricia envenenada del opio y atendidos por criadas de sugerentes rasgos asiáticos, repletas de tatuajes. Aquí y allá, hombres y mujeres se retorcían entre morbosos gemidos, con sus cuerpos desnudos entregados a satisfacer las fantasías de la carne bajo la lujuria del anonimato, ávidos de placeres prohibidos. Y, observando la escena desde una distancia prudencial, Arthur avistó la razón que lo había llevado hasta aquel pozo de inmoralidad y pecado; una delicada joven, oculta bajo un antifaz de mariposa, sostenía una copa de vino con manos temblorosas.
—Una velada interesante, ¿cierto? —susurró aterciopelado junto a su oído, sobresaltándola.
—No había visto nunca nada semejante, señor —la muchacha tragó saliva con dificultad tras lanzarle una fugaz mirada, que devolvió al suelo de inmediato.
Él sonrió con malicia. Después de todo, no le supuso demasiado esfuerzo averiguar su identidad. Se trataba de la rica heredera de una adinerada familia de especieros, que habían amasado una increíble fortuna estableciendo tratados comerciales por todo el continente europeo. Se decía que tanto su pureza como inocencia resultaban deliciosas, alejada de los frívolos ambientes a los que solían acudir las jóvenes de su edad, y que su codiciada castidad jamás había sido mancillada. Arthur se relamió de gozo; resultaba un desafío irresistiblemente cuantioso, y no estaba dispuesto a dejarlo escapar.
— ¿Por qué no me acompañáis a un lugar menos…concurrido? —Dijo con una arrebatadora sonrisa—. Quizá así podamos conversar con mayor tranquilidad.
Tras varios instantes de indecisión, un estridente gemido la hizo volver el rostro, y asintió sonrojada. Un destello de soberbia centelleó en los ojos del cazador, paladeando los incipientes visos de su triunfo. Conocía de memoria las múltiples estancias de la vivienda y recorrió los sórdidos pasajes hasta arribar a un discreto mirador, rodeado por un espeso manto de vegetación e iluminado por la luna, que derramaba sobre ellos su tenue fulgor. Aquella era una oportunidad única para dejar atrás una existencia miserable y aspirar a todo lo que siempre había deseado; una vida de lujo y prestigio social, repleta de excesos, inalcanzable de otro modo. Seducirla representaba sólo el punto de partida de un minucioso plan, urdido para finalmente desposarla y heredar las colosales riquezas que atesoraba. Nada podría ir mal si jugaba bien sus cartas y, a juzgar por la timidez y el rubor de su piel, estaba en el camino correcto.
—Desde que he reparado en vos, milady, no he podido dejar de miraros. Me habéis embrujado —susurró acercándose lentamente a su espalda, en un movimiento usado decenas de veces con anteriores conquistas, hasta que su aliento erizó la nuca de la joven—. Tan sólo dejadme besar vuestros labios. No tenéis de qué temer.
Ella temblaba como un cervatillo asustado, pero Arthur sintió cómo la tentación cautivaba su boca entreabierta, deseosa, arrebatándole el aliento a medida que sus rostros se aproximaban.
—Pero…esto no está bien, no debería…—murmuró con un hilo de voz al sentir la corpulenta envergadura a su alrededor, y el contacto de su virilidad despertó en ella un ardor obsceno y provocador en lo más profundo de su ser.
La besó aplicando la presión adecuada, sin ser demasiado rudo ni soez, pero sí con la pasión suficiente como para dejarla con ganas de más. Tras el impacto inicial, la muchacha titubeó durante unos instantes y a punto estuvo de huir escandalizada, pero su lengua no tardó en demandar la suya. Arthur redobló el ímpetu de sus esfuerzos y sintió sus delgados brazos enroscados en torno a su cuello, derritiéndose entre jadeos, totalmente entregada.
Pero, de improviso, todo cambió.
Arthur sintió cómo ella comenzó a besarlo con mayor intensidad, aplastando sus labios contra los suyos, privándole del oxígeno necesario para respirar. Exhaló un alarido de dolor cuando los dientes se clavaron con ahínco y la sangre no tardó en fluir a través de la herida. Por más que trató de apartarla, la joven lo aferraba hacia sí con fuerza sobrehumana y sus uñas, transformadas en afiladas garras, atravesaron su espalda con saña. Abrió los ojos y gritó horrorizado al contemplar el pelaje áspero y salvaje emergiendo bajo su pálida piel hecha jirones, el hocico prominente y húmedo, las gruesas orejas, la mirada asesina y brutal. La criatura aumentó de tamaño hasta doblar el de su víctima y lo elevó sin esfuerzo alguno, aplastándole las costillas, que emitieron un crujido desgarrador. Aún forcejeaba cuando hundió los colmillos en su garganta y succionó la sangre que profusamente manaba a borbotones con voracidad desmedida, mientras sus poderosos miembros colgaban fláccidos a ambos lados de su cuerpo destrozado. Su cráneo se partió como una nuez entre sus potentes mandíbulas y lo devoró enloquecida, engullendo vísceras y pedazos sanguinolentos; revolcándose en un festín horripilante y atroz hasta caer rendida, saciada tras largo tiempo sin alimentarse. Poco a poco, su forma humana retornó a la normalidad y aulló a la luna, desnuda y ensangrentada en medio de la carnicería, tan resplandeciente y hermosa como el propio sol de medianoche.
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Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.