La mente humana es una incógnita para nosotros, un universo inexplorado. Ni siquiera conocemos las partes más elementales que formulan su armonía. Por ello, me veo en la obligación de advertiros sobre Lo que acecha tras el umbral.
Éramos un grupo de científicos subvencionados por la Fundación Kavli. Teníamos una nueva droga, Memoritsine, con la cual ahondábamos en la memoria de nuestros pacientes. Pero las farmacéuticas solo estaban interesadas en su función terapeuta, la posibilidad de estabilizar las mentes más desequilibradas. Y en ello estábamos.
La primera vez que Laura Kilgrave visitó mi consulta me recordó a una mariposa muerta atrapada tras un cristal. La hallamos en un psiquiátrico de Boston, olvidada en una habitación. Su historial estaba en blanco, como si nunca hubiera existido; por ese motivo nos vimos obligados a devolverla a su agujero.
Unas semanas después del primer encuentro con Laura, me acerqué a los archivos de la Biblioteca Pública de Bostón. Buscaba indicios sobre otro de los casos seleccionados, hasta ese momento ninguno cumplía las necesidades del proyecto y las subvenciones llegaban a su fin. Era un duro trabajo a contrarreloj: confirmar cada expediente antes de dar el siguiente paso del protocolo. Según mi experiencia, y ya llevaba varios meses trillando los ficheros médicos de la Costa Este, en todos los psiquiátricos de Boston el ochenta por ciento de los reclusos estaban tan cuerdos como cualquier convicto penitenciario. El resultado de todo aquello era una enorme pila de diagnósticos fraudulentos sobre mi escritorio.
Pero no quiero divagar, no tengo tiempo para ello. Tras pasar la tarde sin resultados, una de las noticias de la hemeroteca llamó mi atención. En su titular aparecía el nombre de “Kilgrave” en letras de imprenta, el apellido de aquella mujer que días antes había rechazado en la entrevista. Podría tratarse de una casualidad, pero mi olfato, por desgracia, me lanzó tras su pista.
El artículo tenía veinte años de antigüedad, se trataba de la primera plana de un periódico local de Pembroke, en el condado de Plymouth. En él se comentaba el caso de una huérfana de doce años desaparecida, a la que habían encontrado una semana después de no dar señales de su paradero. La joven, para sorpresa de la policía, había llegado por su propio pie a una gasolinera a las afueras del pueblo. Desorientada y sin marcas de violencia.
Seguí indagando sobre la niña e hice algunas llamadas. En la comisaría de Pembroke añadieron más datos: el supuesto caso de secuestro quedó sin resolver, pues la pequeña, entrevistada por los psicólogos y forenses, no recordaba nada de lo ocurrido en su ausencia.
El diagnóstico de los expertos fue amnesia postraumática. Amnesia, una de las secuelas más inusuales producidas por la mente, un agujero en el reloj de arena. A partir de ahí, Kilgrave entró y salió de varios reformatorios sin ninguna mejora. Incluso su estado fue degenerando hasta quedar vacía de recuerdos, o eso me dijo su antiguo psicólogo por teléfono.
—Después de ingresarla en un sanatorio —añadió el especialista por teléfono—, un incendio en 1998 redujo a cenizas todo su historial. Lamento no poder darle más información.
Al final pude corroborar mi hipótesis. En los archivos del periódico de Pembroke encontraron una foto no publicada de la noticia y me enviaron una copia por correo electrónico. Laura Kilgrave, veinte años después, seguía teniendo la misma mirada vacía de aquella niña.
Esa misma noche mandé el informe de Kilgrave al despacho del director Hobson, y al poco tiempo él mismo me devolvió la llamada.
―Doctor Findsbury —dijo Hobson—, tenemos a nuestra ganadora.
***
La Fundación Kavli nos había donado el uso de su laboratorio en una de las alas exteriores de la Universidad de Biología. Allí había pasado el último mes, metido entre archivos y expedientes psiquiátricos; suficiente tiempo como para comprender la letra garabateada de los médicos antes de dar paso a los procesadores de texto.
Laura Kilgrave fue alojada en una pequeña habitación al fondo de las escaleras, bajo el laboratorio. Las sesiones de psicoanálisis posteriores no dieron ningún resultado en su tratamiento, tampoco lo esperábamos. La paciente se limitaba a permanecer sentada delante de mí, impertérrita. Nada alteraba su rostro.
Memoritsine rompería esa barrera creada en su subconsciente. Enlazaría mis pensamientos con los de Laura, creando vínculos de memoria selectiva. Yo, como neurocientífico y licenciado en Psicología, recorrería sus traumas guiado por Hobson y nuestro equipo. Abriría las puertas cerradas del intrincado laberinto en el que se hallaba su mente. Hasta ahora Memoritsine se había probado en sujetos equilibrados, mentes jóvenes capacitadas para el desarrollo natural. Laura era todo un desafío.
Tras obtener los permisos necesarios, la Universidad nos dio vía libre al grupo de científicos para experimentar con la droga en un hábitat desconocido. Una mente enferma y deshilachada pondría nuestro proyecto en manos de las farmacéuticas.
Llegados a este punto de mi historia, desearía explicar el proceso de selección cronológica de la memoria. Lo haré sin entrar mucho en la materia. La monitorización se realiza suministrando un colorante cálcico en el sistema nervioso. Bajo los estímulos eléctricos de las neuronas, el pigmento cambia de color con mayor o menor intensidad. De esta manera, un definido mapa se dibuja en la pantalla de los ordenadores trazando diferentes degradados según la antigüedad de los impulsos. Usamos para ello un programa informático. Calculamos la distorsión del eco proyectado entre las neuronas cerebrales, y el espectro es clasificado con fechas concretas gracias a la edad del paciente. Parece bastante complicado, pero, según Hobson, el proceso es tan sencillo como contar los anillos en el tronco de un árbol. Cada vivencia deja una huella en el cerebro —decía Hobson—, solo hay que introducir los parámetros oportunos para pintar el camino de baldosas amarillas.
Con Laura fue diferente. Desde un primer momento pensamos en un fallo del sistema. La línea multicolor recibida por la sonda se dividía desde un punto de su infancia, formando dos rastros paralelos de memoria.
Decidimos comenzar desde cero. Nuevas sondas, un nuevo microprocesador e incluso aumentamos la dosis de calcio para recibir la señal sin interferencias. Pero obtuvimos la misma respuesta: una bifurcación en el pasado.
Hobson decidió quitarle importancia a lo sucedido para no demorar más el último paso del experimento. Tanto la Fundación Kavli como la Universidad nos presionaban a diario pidiéndonos resultados. La subvención se había agotado por completo y Hobson, irritado hasta el punto de volver a fumar después de dos años sin probar la nicotina, alegó que si no presentábamos algo en la última semana nos quedaríamos sin trabajo. Nadie se opuso a continuar con el programa a pesar del extraño acontecimiento.
Las pruebas con Memoritsine siguieron su curso. Sin embargo, una extraña sensación se apoderó de mí la noche antes del ensayo final. Como si un sentido dormido me previniera de no entrar en la mente de aquella mujer. No era el miedo a lo desconocido, la incertidumbre. No, era un estado de alerta influido por instinto primordial; el mismo impulso que obliga a las ratas a abandonar el barco antes de una catástrofe.
***
La mañana de la prueba, Hobson me pidió consejo para concretar la fecha de exploración. Le señalé el comienzo de amnesia de Kilgrave, veinte años atrás. Al introducir los datos en la computadora nos llevamos una grata sorpresa. El día seleccionado concordaba con la bifurcación de memoria. Ahora no teníamos dudas, teníamos que averiguar qué había pasado ese día en concreto.
Me recosté en la camilla al lado de mi paciente. La enfermera nos inyectó el vial de Memoritsine. Las sombras se extendieron, todo se tornó borroso. Sentí el peso de mis párpados, la vertiginosa caída al otro lado. Un zumbido, ecos, olores, frío. La mente de Kilgrave se plegó sobre la mía. La droga mnemónica recorría nuestros sistemas y los conectaba formado una simbiosis perfecta.
El trasvase duró menos de lo habitual, un par de minutos tal vez. La mente de Laura parecía impaciente por recibirme.
Es difícil describir lo que vi bajo los efectos de la droga. Aún me recorre un escalofrío al recordarlo. Dentro de la mente de Laura no había nada, era como sumergirse en el interior de una bombilla fundida.
Como podéis suponer, la mente humana no puede ser descrita con palabras. La mente de Laura la podría comparar con una visión cósmica. No es que yo sea un entendido en temas de Astronomía, pero leí un artículo sobre ello publicado en “Nature”, una revista de Ciencia y Medicina a la que soy asiduo. Me sorprendió la semejanza que tenían esas palabras con lo que estaba viendo en esos momentos. El autor del artículo al que hago referencia, para que lo entendáis, habla sobre el origen de los agujeros negros: la colisión entre dos galaxias. Dos universos enfrentados y una grieta entre sus dos realidades.
Es aterrador ser testigo de aquello y no poder explicar su monstruosidad, solo aceptarla como una realidad bajo la piel. Era una nebulosa abierta en carne viva. El universo de Laura, usando la referencia de los agujeros negros, era un caliginoso desierto y su opuesto, el que se abría más allá de la grieta, era una galaxia viva donde formas grotescas y retorcidas se movían unas sobre otras. No supe cómo reaccionar. Me sentía pequeño, impotente. Tras unos segundos, acompañado por el miedo en ebullición, un pensamiento traspasó mi consciencia como una descarga eléctrica.
—Doctor Fizgerald —escuché—, esperábamos su visita.
—¿Laura, eres tú? —Intenté dominarme.
—No, Doc. Laura ya no está entre nosotros.
—¿Quién eres? ¿Qué le ha ocurrido a Laura? —Mis preguntas sonaban infantiles, microscópicas.
—Somos Lo que acecha el umbral. El inicio y el fin. Laura era una de tantos. La devoramos al igual que a todos los demás. Su energía nos alimenta, Doc. También llegará su turno. Pronto caerá como la pequeña Laura, porque a ese lado sois débiles… y sabrososss.
—No eres real, eres parte de un recuerdo. Un sueño. —Mi voz parecía un lloriqueo débil y molesto.
—Ssí, Doc. Aún somos parte de vuestras pesadillas, el principio de la locura, pero pronto seremos reales en vuestro mundo.
Recordé la bifurcación y el extraño estado de alerta que había tenido la noche anterior. Mi cordura se tambaleó sacudida por la duda.
—No, no… Esto no es real —tartamudeé—, no puede ser. Algo va mal…
Antes de pronunciar mis últimas palabras, todo el dolor sufrido en mi vida hasta ese momento, desde el más ínfimo arañazo hasta el más terrible dolor de muelas, traspasó cada molécula de mi cuerpo en un segundo; y fui consciente de ello. Sentí convulsionar mi cuerpo al otro lado de la habitación, perder el contacto con mi parte física mientras escuchaba:
—Somos parte de vosotrosss. Siempre lo hemos sido, Doc.
—¿Qué queréis de mí? —pregunté, más por miedo a la certeza que por encontrarle un sentido.
—La puerta —respondieron un millar de pensamientos—. Trassspase la puerta, Doc. La puerta… La puerta…
Bajo el eco de los susurros, salí despedido como una mota de polvo arrastrada por el viento. Volví a entrar en mi cuerpo, tembloroso, sobre la caliente humedad de mis propios orines.
No sabía dónde estaba. Grité.
—Doctor Fizgerald, tranquilícese. Todo ha pasado —dijo Hobson, y luego se dirigió a uno de sus asistentes—. Suminístrele un tranquilizante. Ha entrado en shock.
Las lágrimas dieron paso al llanto, como lo hiciera un niño tras enfrentarse a la muerte por primera vez.
Habían transcurrido cinco horas desde el inicio de la prueba. El tiempo no acontece de igual manera en la fase REM del sueño, para mí tan solo habían pasado cinco minutos. La secuela de Memoritsine me dejó los pensamientos desordenados y, sin recuperarme del todo, el calmante me sumió en un aséptico sueño antes de poder explicar lo ocurrido.
***
A Laura y a mí nos llevaron una de las habitaciones vacías. Aún teníamos conectados el electrocardiograma y un suave bep… bep nos mecía entre sueños. Olía a jabón y a ropa limpia cuando desperté.
Recordaba el viaje. Dentro de mí había algo diferente. Un nuevo mecanismo que siempre ha estado allí pero del cual desconocía su funcionamiento hasta ahora.
—La puerta, la puerta —susurré con la lengua abotargada.
El eco distorsionado de mis palabras sonó a mi lado.
Me levanté de la cama alterado por el ruido y permanecí callado observando el rostro de Laura. Allí no había nadie más. Ella estaba dormida sobre otra cama, a mi derecha. Sus constantes palpitaban aceleradas. Bepbepbep…
Casi grité al ver un movimiento en sus labios.
—La puerta —dijo—. Abra la puerta, Doc.
La impresión me hizo retroceder un paso. Nunca antes la había escuchado hablar y el contenido de sus palabras golpeó mi razón con la fuerza de un martillo.
El electrocardiograma iluminaba la sala con una fosforescencia intermitente. Las pulsaciones de Laura ascendían en picos rápidos sobre la pantalla, las mías le cogerían el ritmo en unos segundos. Su cuerpo se agitó entre convulsiones, la sábana que la cubría cayó al suelo.
—Abra la puerta, doctor. Esstamosss hambrientosss… —Laura se había incorporado y me miraba a través de la profundidad de sus ojos. Su voz brotaba sin ser pronunciada, como el susurro de una tetera en ebullición.
—La puerrrtaaa… —Y ahora las palabras salían de mí como los insectos de la boca de un muerto.
Corrí al pasillo, aterrado, desconectando de un tirón los cables sujetos a mi pecho. Tropecé y me golpeé contra la pared. A mi espalda, el agudo pitido de la parada cardíaca me pisaba los talones seguido por un leve crujido en la parte trasera de mi subconsciente.
—Abra la puerta, Doc. Estamos hambrientosss…
***
Hobson y los demás estaban en el almacén de la planta de arriba, descansando. Cuando me vieron aparecer una taza de café se estrelló contra el suelo.
—¿Fizgerald, qué le ocurre? —dijo Hobson―. ¿Se ha vuelto usted loco?
Sí, estaba perdiendo la cabeza. Delante de mis compañeros balbuceé algunas palabras en estado de pánico:
—¡La puerta, la puerta! —grité sin poder decir otra cosa.
Sabía que era imposible explicar todo aquello. Sentía como el muro se agrietaba dentro de mí y un vacío, como esa mancha de café que se deslizaba por el suelo delante de mis pies, se extendía devorando mi infancia, mis primeros recuerdos. Me di cuenta de que no había dejado de gritar en ningún momento.
Dos de los científicos intentaron sostenerme. Salté entre ellos, esquivé a Hobson con un bramido salvaje y dejé que el miedo se apoderara de mí.
En frente estaba la vitrina de los fármacos con unas doce cajas de Memoritsine, toda la remesa. Golpeé el cristal sin pensar en ello, inducido por una fuerza ajena a mi voluntad, y esparcí el contenido del mueble por todo el laboratorio.
No tardaron en inmovilizarme antes de lograr abrir uno de los viales con la droga. Me subieron a la mesa, donde momentos antes habían estado sentados tranquilamente tomando café. Me agarraron las manos a la espalda, y el dolor de su presa me ayudó a tomar de nuevo el control de mis pensamientos.
—¿Qué le ocurre Fizgerald, acaso ha ocurrido algo en el experimento? ―preguntó Hobson―. No permitiré que eche nuestro proyecto por la borda. Atenlo a la silla, caballeros, y denle algo para tranquilizarlo.
Nadie me creería. Ni siquiera mis propios colegas. Si no era yo, otro tomaría mi lugar. Cualquiera de mis compañeros usaría Memoritsine en otro paciente poseído y, quizás, conectaría ambos mundos de una manera física. Abriría la puerta. La llave era Memoritsine. La droga era un camino en ambos sentidos, una puerta giratoria, y Ellos lo sabían. No, no podía permitirlo.
―¡Abre la puerta, Doc! ―gritaban a través del muro. Un torrente de dolor me hizo crujir los dientes― ¡Ábrelaaa!
El laboratorio, ahora desordenado por mi ira, olía a los diferentes productos desparramados por el suelo del almacén: líquidos y compuestos químicos. Olía a éter, a alcohol, a soluciones vaporosas desparramadas por el suelo como el perfume de una gasolinera. Mis compañeros me sentaron a la silla. Mientras uno me sostenía por los hombros, el otro se agachaba a mi espalda para atarme las manos. Sobre la mesa había más tazas de café y el paquete de tabaco de Hobson, y a su lado el encendedor. No, no podía permitirlo. Estaban tomando mi control, como lo hicieron con Laura. Usé todas mis fuerzas para resistirme y me zafé de mis compañeros con violencia. Todo sucedió de forma rápida, como en un tiovivo alimentado por un rayo.
Cuando las llamas prendieron el suelo, una gran explosión nos hizo caer de espaldas. La alarma contraincendios pulverizó una lluvia sobre la habitación sin poder evitar que el fuego se extendiera. Un infierno devoró el almacén. Al otro lado del umbral oí los gritos mientras mi carne se quemaba.
Aquí concluye mi historia. No sé qué habrá sido de Hobson, ni de los demás. Sobrevivieron, o eso creo. Toda la zona del edificio quedó reducida a cenizas antes de que vinieran los bomberos.
Tras pasar unas semanas en estado crítico, por las quemaduras, me acosaron a preguntas sobre lo ocurrido. Nadie me creyó, por supuesto. Y ahora paso mis últimos días en el mismo psiquiátrico donde encontramos a Laura Kilgrave. Soy un caso más de amnesia disociativa, en fase de progresión; o eso dicen. Yo tengo otro diagnóstico al respecto.
Una vez escuché que si la mente fuera fácil de comprender, seríamos tan estúpidos que no lo percibiríamos. Mejor así, vivir en la ignorancia, no ahondar más allá de la razón, al otro lado del umbral de la locura. Ellos están allí, acechando en cada uno de nosotros. Los escucho masticar y sorberme el tuétano de la memoria, como una plaga de termitas.
Relato admitido a concurso.
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