Los peones de Disraeli
Un relato de terror social ambientado en el universo de Espejo Victoriano.
—El Dios de nuestros padres nos hará libres —los arengaba el rabino con la fuerza de una inmensa máquina de vapor que mueve sus ruedas dentadas— al igual que liberó de Egipto al pueblo elegido. ¡Tened fe! ¡Tened fe! —les gritó.
Pero Jon Kirschenbaum encontraba difícil dar con ella. ¿Fe? Cómo tener fe cuando el hambre acecha y los patrones te cierran las puertas de sus mugrientas fábricas. Con cada invención de aquellos malditos ingenieros, ellos, los emigrados de la vieja Europa del Este, se hacían más y más innecesarios. Expulsados de sus hogares por las hambrunas, los pogromos, la desesperación y el odio, habían errado hasta Londres, la brillante capital del mundo en aquel agitado siglo XIX. Ninguna otra ciudad le hacía sombra. Tampoco a sus horrores.
—Tened esperanza, porque él os liberará del yugo de la opresión como libertó a los esclavos de los faraones.
Incapaz de seguir escuchando, Jon dio la espalda al predicador y se dirigió hacia la salida del local, una taberna de mala muerte en Whitechapel donde se reunían miembros de la comunidad judía instalada en Inglaterra en busca de respuestas a los problemas de su tiempo. O quizás tan solo de un poco de compañía.
Él necesitaba otra cosa. Él necesitaba una respuesta. Acción. Se caló la gorra, levantó las solapas de su abrigo raído para protegerse del relente nocturno y se perdió por las callejuelas que conducían al Támesis.
Sir William cerró con rabia el periódico y lo lanzó con agresivo desdén a la mesita situada junto a su sillón de orejas. Hubiera podido tirarlo hasta la chimenea con el mismo esfuerzo, pero el diario pertenecía al club, después de todo, y quemarlo hubiera sido inaceptable antes de que todos los socios pudieran leerlo.
—¿Qué le ocurre, sir William? —preguntó el viejo sir George Lundham sin apenas sacar la pipa de su boca.
No estaba realmente intrigado por el gesto de despecho de su compañero, pero era un hombre sensible y había comprendido de inmediato que este necesitaba compartir su indignación.
—Esos malditos neoluditas, anarquistas y demás escoria. ¡Han incendiado otra destilería! ¿Cómo vamos a hacer progresar esta nación si no dejan de destruir todo lo que construimos!
Sir George exhaló una bocanada de humo aromático sin quitarle de encima su mirada bondadosa.
—Vamos, vamos, sir William. Londres no es Nottingham y hace tiempo que Rey Ludd está muerto y bien enterrado. No hay que dramatizar. La Metropolitana encontrará a esos agitadores pronto y darán con sus huesos en Old Bailey.
—¡La Metropolitana! En Scotland Yard no hay más que incompetentes. O eso, o están conchabados con los saboteadores. ¡No es tan difícil anticiparse a sus movimientos! Odian a los más prósperos, como todos los de su calaña. ¡Disraeli debería tomar cartas en este asunto!
Con un suspiro, sir George se arrellanó en su sillón y se concentró en su pipa. La conversación, en cualquier caso, no iba a ir mucho más allá. Por desgracia, no todos los miembros del club tenían la profundidad intelectual suficiente para debatir sobre aquellos temas sin exaltarse y con un mínimo de perspectiva. Otro gallo hubiera cantado si hubiesen conocido bien a los clásicos. Platón, Maquiavelo, Moro... ¿Cómo iban a interesarse por entender el mundo cambiante que los rodeaba sin no llegaban a mirar más allá de las rentas que obtenían cada año?
—Es esa de allí —dijo el que iba en cabeza.
Jon los había conocido en un pub de Whitechapel. Solo había entrado a buscar el consuelo de un vaso de ginebra, engañar al estómago con un trago y adormecer una mente que iba demasiado deprisa. Pero no había podido sustraerse a los retazos de conversación que le llegaban entre el humo de las pipas calientanarices y los juegos de sombras de aquel local atestado.
En aquel momento se encontraba ya demasiado dentro de la boca del lobo como para dar marcha atrás. Sería cómplice o traidor. No había lugar para medias tintas. La escasa docena de tipos que se habían juntado para prender fuego a la destilería no eran filósofos, sino perros famélicos que habían decidido pasar a la acción.
El portón de madera despintada que daba acceso a la fábrica resultaba ominoso como las puertas del infierno. De los resquicios que dejaba con el muro y el suelo escapaban también hedores mefíticos y los resplandores voraces de los fuegos de las calderas. Un murmullo sordo, metálico, que a veces parecía trasmutarse en un quejido, reptaba hasta la calle. Era una melodía que hacía pensar en esclavos, sufrimiento y desesperación.
Con su mano encallecida, el líder del grupo empujó la hoja de madera remachada. Esta cedió.
Jack Wemley tenía un pequeño esquife con el que pescaba en el Támesis desde hacía muchos años. Percas, sobre todo, aunque a veces caía algo más interesante. Lo suficiente para llevar una vida sin sobresaltos, disfrutando de una pipa bien cargada mientras la corriente lo mecía. Desde que los barcos de vapor se habían popularizado, encontraba que el río estaba más oscuro y el aire más sucio. No le gustaba el regusto agrio de carbón con el que las chimeneas regaban la zona.
Aquella mañana, mientras se alejaba de la orilla, había tenido un mal presentimiento. Algo le picaba debajo de la piel, la certeza de que la pesca, ese día, iba a ser inusual. Por eso, se había permitido un trago de ginebra antes de preparar su caña y el cebo en el anzuelo.
Cuando este quedó engarzado en la manga de una camisa, cuando entre imprecaciones, gritos de espanto e invocaciones a todos los santos fue tirando del brazo, solo de un brazo, hasta remontarlo a su barca, agradeció sobremanera haberse calentado el estómago con un poco de alcohol, que al menos amortiguaba la espeluznante visión del miembro cercenado.
Pero Jack Wemley era un hombre curtido en la necesidad. Por eso, tras unos segundos de aprensión, recuperó la compostura suficiente para fijarse mejor en esa pieza del rompecabezas humano que era Londres en la época y captar el fulgor de un anillo en uno de sus dedos. Sería latón, se dijo, pero al menos lo compensaría por el mal trago que había sufrido. Y quizás ayudase a los bobbies a saber a quién había pertenecido.
Incluso llegó a pensar que hubiera sido más afortunado de pescar otra parte del cuerpo.
En ese instante los vio llegar flotando, como tortugas morosas e hinchadas, blancas de muerte con notas de un azul helador. Eran media docena de cuerpos, robustos, de obrero, de estibador, no el tipo de gente que se ahoga por accidente, salvo cuando aviene una auténtica catástrofe, pero esa noche no habían estallado calderas ni naufragado ningún clíper venido de las Indias Orientales al intentar atracar en los muelles.
Ha llegado el Juicio, pensó entonces Jack Wemley. El Juicio Final.
Y, sumido en un silencio solemne, contempló cómo los restos humanos flotaban arrastrados por la corriente bajo la mirada voraz y expectante de las gaviotas.
El inspector Lamb tenía fama de llevar su división con mano firme. Sin embargo, aquel proverbial pulso de hierro se estaba viendo puesto en entredicho desde hacía algunos días, cuando la Brigada Fluvial había requerido su apoyo para una serie de redadas contra sindicalistas. Lamb no había preguntado por qué ni cuál era el objetivo. Para él, los de la Brigada Fluvial no eran más que unos cazadores de contrabandistas de medio pelo que hacían poco más que molestar a los pescadores del Támesis. Sospechaba que, si estaba trabajando con ellos, era porque alguien bien situado así lo había decidido.
Sospechaba, también, que tenía algo que ver con los cuerpos descuartizados que habían aparecido en el río.
Un viejo conocido de la brigada le había dado detalles que, en aquel momento, había tomado por exagerados. Miembros arrancados. Rostros aplastados. Huesos tan fracturados que parecían reducidos a picadillo para pasteles. Un trabajo fuera de lo común, incluso para esas bestias anarquistas.
Por ello, había dado orden a sus hombres de emplearse a fondo con los sospechosos. Comunistas, socialistas, utopistas, marxistas, sufragistas, secesionistas... para él, todos eran lo mismo: un saco deleznable de revolucionarios que, si no se vigilaban correctamente, provocarían la caída del Imperio británico y el nacimiento, sin duda, de algún nuevo Napoleón. Aquellos ignorantes eran incapaces de comprender el sentido de la Historia.
Él, por el contrario, solo necesitaba encontrar una pieza: la que diera sentido a la cuestión que lo rondaba desde que repescaron los cuerpos mutilados del Támesis. ¿Quién era el caballero que se interesaba por la suerte de aquellos matones de tres al cuarto cuyos cadáveres habían reflotado hasta la prensa? Ninguno de aquellos tipos valía la tinta que habían gastado en los artículos y, a pesar de todo, ahí se encontraba él, buscando a los responsables del crimen.
Nathaniel Dupont había aceptado su derrota, pero seguía en sus trece, convencido de que sir Lawrence no debía comprar aquel lienzo. El eje central era, cómo no, un motivo mitológico, la vieja historia de Pigmalión, el mítico rey de Chipre, aunque su ejecución distaba mucho de ser clásica. En un primer momento, había pensado que era aquello, y no otra cosa, lo que lo había predispuesto en contra de la obra. El precio era asequible, sin duda, y la técnica lo bastante buena para no desentonar en la colección particular de su patrón. El estilo, por el contrario...
Había algo en la paleta de rojos que remitía a esas pinturas reivindicativas que, entre la reverencia, la admiración y el miedo, criticaban el nuevo desarrollo industrial. Eran tonos ocres que traían ecos del infierno, de las fraguas donde Vulcano tiranizaba a enanos deformes para forjar los rayos de Zeus. Los grises, por su parte, olían a metal viejo, sucio de hollín, corroído por una decadencia que podía sentirse incongruente con el elogio al progreso latente en la composición.
El rey escultor había sido reemplazado por un ingeniero desgreñado pero dotado de una mirada brillante, triunfadora, que a él se le antojaba casi febril. La hermosura misteriosa de la amada convertida en carne, sustituida por un autómata de perfiles duros, construido a base de aristas y remaches. Era eso, comprendió al fin, lo que hacía que se le revolvieran las tripas. La humanidad ausente. La eficacia mecánica imponiéndose a la poesía de la carne.
—Hay algo obsceno en la reinterpretación del mito —murmuró sin querer, puesto que hubiera preferido dar por zanjado el tema; no era fácil encontrar un empleo como asesor artístico y, en el fondo, disfrutaba de las compras que realizaba con sir Lawrence, cuyo ingenio apreciaba.
Este recogió el guante con una sonrisa divertida.
—¿A qué se refiere, mi querido amigo? —Nathaniel guardó silencio, así que el aristócrata le tiró de la lengua un poco más—: ¿A la blasfemia de dotar de vida a lo que solo debiera ser materia inerte?
El joven meneó la cabeza en una negativa casi muda. Se resistía a hablar.
—No, sir Lawrence. Es más bien la idea de reemplazar al hombre por la máquina. Tengo la impresión de que este cuadro representa el anhelo de algunos industriales, que sueñan con sustituir a personas de carne y hueso por una entelequia infatigable.
—Mano de obra barata que no protesta, que hace todo lo que se le solicita, que no es considerada ni siquiera compuesta de individuos, sino solo una fuerza de trabajo bruta... —continuó sus pensamientos en voz alta. Luego, al ver que el joven Dupont asentía, pesaroso, añadió—: Eso ya existió. Los llamábamos «negros» y fueron durante siglos el pilar de nuestro imperio... y de tantos otros. Pero un día nos despertamos de la pesadilla —concluyó—. Ahora, son solo terroríficas sombras del pasado, un recuerdo incómodo para muchas familias, incluida la mía.
—Entonces, ¿no le inquieta la perspectiva? A mí la mera idea me provoca escalofríos. Creo que los positivistas depositan una fe ciega en la obediencia de estos... constructos. No solo juegan a ser Dios, sino que pretenden sobrepasarlo, pues incluso Adán infringió las leyes del Paraíso.
El viejo aristócrata dejó escapar una carcajada que, aun siendo franca, tenía un poco amargo.
—Por supuesto que me inquieta, mi joven amigo. Pero no por los mismos motivos que a usted... Porque yo sé bien, por las memorias de mis ancestros, que las mayores atrocidades no se cometieron cuando desobedecieron los esclavos, sino bien al contrario. —Dicho esto, permaneció un momento en silencio, ante la mirada perpleja de su asistente—. Creo que es por eso que esta pintura me atrae. Creo que es un buen recordatorio de lo que fue y de lo que puede ser ese vilipendiado y glorificado progreso.
Los demás habían escampado como gatos ante la violencia de una tormenta de verano. Jon Kirschenbaum estaba solo. Sin embargo, como en una pesadilla fatalista, no podía dejar de avanzar.
La fábrica estaba imbuida de un falso silencio. Las máquinas gemían, golpeaban, crujían, silbaban, pero no había voces, ni respiraciones, ni risas ni llantos. Era como un bosque sin pájaros, como una tierra muerta que no obstante se obcecaba en seguir palpitando.
La oscuridad era tramposa. La penumbra estaba perfilada por el resplandor de las lenguas de fuego encerradas en hornos y calderas. A través de las rejas de metal, como fuegos fatuos presos por la tecnología, iluminaban apenas el inconmensurable espacio de la nave principal. Esta, como tantas industrias de la época, había sido construida con vocación catedralicia. En aquellos momentos, compartía su solemnidad de cripta.
Jon Kirschenbaum sabía que contenía horrores. Lo supo antes de que las suelas de sus viejas botas chapoteasen en los viscosos charcos de sangre y aceite. Lo supo porque sus aguerridos compañeros, esos tipos tallados en la roca de la necesidad con el cincel del trabajo duro, habían escapado como chiquillos ante el hombre del saco. Habían ido con mazos, martillos y barras de hierro a cobrarse venganza en las máquinas y habían huido como si el diablo les hubiera mostrado su rostro.
Jon necesitaba saber qué era lo que habían visto.
Necesitaba respuestas.
Así que se adentró unos pasos más en la oscuridad trémula de rojos y esta lo acogió en su seno.
Los cuerpos desmembrados todavía estaban esparcidos por doquier. Era un espectáculo digno de los más macabros versos de La Divina Comedia. Aquellos cadáveres, tan maltratados que habían perdido toda cualidad humana, le recordaron con patente crueldad que no eran más que engranajes de algo mucho mayor, frío y despiadado. De fondo, los pistones de algún mecanismo incomprensible batían como los tambores de un réquiem.
A la luz de una caldera, Jon reconoció un rostro anclado en una cabeza decapitada. Quizás por el tono cerúleo de la piel, tal vez por la incongruencia de encontrarlo separado del torso, tuvo un momento de duda, pero este terminó por disiparse: era él, estaba seguro, Charles, un matón del tres al cuarto que empleaban con frecuencia los patrones para disuadir a los peones de acercarse demasiado a los sindicalistas. Frecuentaban las mismas tabernas. En realidad, eran fauna del mismo mundo.
Absorto en la contemplación de aquella máscara mortuoria, Jon se sobresaltó cuando oyó los sollozos. Provenían de un rincón oscuro, de detrás de una máquina que en esos momentos permanecía muda, oscura, como una bestia agazapada en las sombras. Sin plantearse siquiera para qué, o buscar un motivo consistente, se dirigió hacia él. Algo temblaba en su interior, quizás su mundo al desmoronarse.
Era el rabino. Estaba de rodillas, entre los restos macabros de otros dos cuerpos profanados. Entre sus manos sujetaba los dedos de otra que ya no se unía a brazo alguno. Como un autómata de feria, alzaba la cabeza musitando una plegaria incomprensible y luego la hundía de nuevo en su regazo manchado de sangre. Parecía muy lejos, ya ausente de esta tierra, pero era una impresión engañosa: escasamente este se acercó dos pasos, se volvió hacia el recién llegado con una expresión de culpabilidad y angustia en la cara.
—Solo tenían que realizar su trabajo —le dijo como si retomase alguna conversación previa, quizás una que había tenido consigo mismo, o le diese respuesta a alguna pregunta. Sin embargo, aquellas no eran las palabras que esperaba.
Y, a pesar de todo, Jon Kirschenbaum se arrodilló también en la sangre y posó una mano sobre su hombro. El llanto se recrudeció y el rabino ya no consiguió levantar la cabeza. No obstante, siguió hablando:
—Había un hombre sabio en Praga —murmuró— que recurrió a las artes mágicas de la Cábala para aliviar el sufrimiento de su pueblo. Un hombre sabio. —Durante un instante, dio la impresión de que había perdido del hilo de sus pensamientos, que se había olvidado de la presencia del otro. Luego, de repente, le espetó—: ¿Has oído hablar del gólem?
En aquel momento, arrancado de su ensoñación, Jon Kirschenbaum se puso alerta. Y entonces, con una fe renovada, pero en nada reconfortante, alzó la mirada y los vio. A los doce. Como pilares sombríos. Tallados en roca, como las Tablas de la Ley. Fríos. Inhumanos.
Ellos tampoco eran de este mundo.
Pero Jon Kirschenbaum supo que, de alguna manera, tendría que vivir con ellos, bajo su sombra. O morir como otros habían hecho antes que él.
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