Garibaldi, pirata bajo la tutela británica.

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Escribe Ricardo Fraga.

Su presunta “conquista” por parte del reino de Italia (en rigor Cerdeña con capital en Turín) significó un acto de rapiña cuya convalidación tácita posterior no logrará modificar jamás su carácter de despojo ilegítimo que conllevó al sometimiento humillante de sus leales súbditos a la soberbia subversiva de los saboyanos, que sobrevive, y que diera nacimiento a la mal llamada “cuestión meridional” que representa, en realidad, el cabal reconocimiento de que el Sur no ha podido aún hoy fusionarse con el Norte, a pesar de los fraudulentos plebiscitos de la “anexión” (s. XIX).

El “brigantaggio” (bandidaje), y después la emigración (con el desarraigo que todavía continua) fueron las secuelas, quizás no queridas, de aquel inmoral acto de arrebatamiento que el liberalismo carbonario se empeña en celebrar (un poco, tal vez, como la obstinada y desprolija resistencia del gaucho Martín Fierro).

“Il regno” conoció épocas de sorprendente predominio cultural e intelectual (es suficiente citar en el siglo XVIII al músico barroco Domenico Scarlatti y al genial filósofo historicista Giambattista Vico) y la integración de su pueblo con la monarquía borbónica reinante (de origen hispánico) se manifestó heroicamente en las jornadas de valerosa oposición a las anárquicas tropas garibaldinas.

Dicha significación hispánica ha de resaltarse ya que el Reino de las Dos Sicilias integró en sus épocas de esplendor la noción político-religiosa de las Españas clásicas tal como, magistralmente, lo investigó Francisco Elías de Tejada en su siempre memorable obra “Nápoles hispánico”.

La “resistenza popolare” conoció jalones de intrépida fortaleza ante el injusto agresor tales como Gaeta, Messina y la epopéyica Civitella del Tronto, hitos todos que hermanan a sus combatientes con los también resistentes requetés carlistas (España, s.XIX contra la usurpación dinástica liberal), a los campesinos franceses de La Vandea (Francia, s.XVIII contra el furor antirreligioso de la revolución francesa) o los mismos zuavos pontificios (Roma, 1870), últimos soldados de una épica cruzada por la libertad temporal de la Sede Apostólica (ganada después en Letrán sobre sus ríos de sangre). Casos todos éstos contra los cuales se ensañó la prepotencia del entonces incontenible Estado revolucionario terrorista (ahora instalado como “fuente de legalidad” ante la dolorosa proscripción de la legitimidad).

La acción fulminante contra Francisco II (último rey legítimo del sur italiano) la dio Giuseppe Garibaldi con sus “Mil Camisas Rojas” en el desembarco de Marsala ocurrido entre mayo y septiembre de 1860 (con apoyo inglés ¡cómo no!), mito sobre el cual el denominado “Risorgimento” ha elaborado una fantástica literatura (montada por la francmasonería) carente de toda verdad política y, lo que es más perturbador, de la más mínima exactitud documental.

Como los argentinos (siempre engañados, y lo que es peor enamorados, por las falsas utopías) hemos alzado una estatua ecuestre al nombrado “paladín” de la “unità” italiana (en Plaza Italia) creo conveniente recordar en esta nota algunas de las brillantes “proezas” que en nuestro solar desplegó tan conspicuo “héroe”, a fin de ilustrar a los lectores en este resonado bicentenario de su nacimiento.

Garibaldi arribó a las costas atlánticas sudamericanas en 1836 y pronto adquirió fama como jefe de una indisciplinada “turba de carbonarios expatriados” (A. Rottjer) que saqueó todo nuestro litoral mesopotámico. En su “autobiografía” escribe: “como no recuerdo los detalles de todos aquellos atropellos (sic), me es imposible narrar minuciosamente las infamias cometidas (sic)... nadie era capaz de detener a esos insolentes salteadores (que él comandaba).

El gobierno liberal de Montevideo le confió el mando de sus barcos pero fue derrotado por el Almirante irlando-argentino Guillermo Brown en la batalla naval de Costa Brava. En el parte de la victoria Brown consigna: “la conducta de estos hombres (los legionarios garibaldinos) ha sido más bien de piratas pues han saqueado y destruido cuanta cosa o criatura caía en su poder, sin recordar que hay un Poder que todo lo ve y que, tarde o temprano, nos premia o castiga según nuestras acciones”.

Protegido por la escuadra anglofrancesa, que bloqueaba la rada del puerto de Buenos Aires, en septiembre de 1845 arrasó las poblaciones de Salto y Colonia del Sacramento (en el Uruguay) y de Gualeguaychú (en la provincia de Entre Ríos) para luego ocupar la isla de Martín García, arriando el pabellón argentino e izando la bandera británica. Estos datos estaban hasta no hace mucho en la memoria colectiva de nuestro pueblo y en la de tantos antiguos entrerrianos cuyos antepasados habían sufrido en carne propia las delicias libertarias de este impostor, aliado natural de nuestro unitarios locales en su despiadado enfrentamiento con quien, en la medida de lo posible en su contexto histórico, encarnaba la existencia concreta de un orden social cristiano, es decir, don Juan Manuel de Rosas. Este ilustre “prohombre” y sus secuaces serán los fáciles instrumentos de que se servirá la Casa de Saboya para consumar la destrucción final del católico Reino de las Dos Sicilias y la ocupación final de la Roma papal (20 de septiembre de 1870).

En este (ahora olvidado) Reino nació, sin ir más lejos, Pedro de Angelis que fue un napolitano genial al servicio de nuestro país (aunque bonapartista de juventud) que contó con una brillante inteligencia clásica adquirida en la noble universidad partenopea (introductor del pensamiento de Vico en la obra del francés Michelet).

A esta altura se podrá suponer que la historia no reconoce retrocesos, sin embargo, será siempre conveniente y necesario indagar en la verdadera idiosincrasia de sus protagonistas, por lo menos para no repetir inconsideradamente lugares comunes.

El viento frio del terror no nos podrá parar.

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