Daniel se incorporó lentamente, aferrándose a la pelota de fútbol con sus manos mugrientas. Apretó las mandíbulas y miró con temor a la anciana encorvada que había aparecido de la nada. El patio fresco y umbrío, poblado de zarzas y árboles retorcidos de formas caprichosas, acentuaba la apariencia siniestra de la dueña de casa. La aventura de saltar el paredón en busca de la pelota perdida había perdido toda la gracia. El desafío lanzado por Sergio después del fallido tiro libre que terminó en la casa de la anciana (“¿Qué pasa? ¿Te da miedo entrar a la casa de la vieja bruja?”), fue suficiente motivación para trepar con más ímpetu que seguridad. Sin embargo, ahora que se hallaba en esa situación, atrapado in fraganti por la anciana de la que tantas cosas raras se contaban, Daniel tenía ganas de volver el tiempo atrás. Con gusto hubiese vuelto al instante aquel en que decidió aventurarse en ese terreno prohibido, para dejar de lado a su orgullo y aceptar la verdad: tenía miedo. La anciana, arrugada como un bollo de papel, encorvada y de apariencia frágil, lo tenía paralizado con sus ojos negros, profundos como la noche, y una mueca que aparentaba ser una sonrisa, pero que lucía como un gesto fúnebre.
- Morirás joven y nunca serás feliz – sentenció la anciana con un hilo de voz, mientras lo señalaba con un dedo nudoso y deformado.
La expresión “morirás” le infundió el suficiente terror a Daniel como para salir disparado hacía atrás. Lanzó la pelota por encima del paredón y trepó con la destreza propia del miedo más puro e irresistible: el miedo a morir. Cayó con torpeza del otro lado y se incorporó de un salto. Los compañeros de juego, incluyendo a Sergio, celebraron la recuperación de la pelota como si se tratase de una proeza épica y, sin titubear, retomaron el juego tal como había quedado. El entorno alegre distendió un poco a Daniel, aunque se mostró algo lento e impreciso en el desarrollo del partido. Los ojos negros de la anciana se repetían una y mil veces en su mente, acompañados por aquella sentencia fatal: “morirás joven y nunca serás feliz”. Esa noche Daniel se durmió escondiendo la cabeza bajo la almohada, luchando por no recordar los infinitos pliegues del rostro de la anciana.
Al día siguiente, la vuelta al colegio le dio más tranquilidad. Las risas, los juegos y las maestras de quinto grado le hicieron olvidar momentáneamente el episodio de la pelota. Gradualmente, con el paso de los días, su miedo se disiparía casi completamente y él volvería a ser el mismo de antes. Pero aún así había algunas noches en las que se le aparecía en sueños un rostro avejentado, que aparentaba tener mil años, que lo miraba fijamente a la vez que susurraba su lúgubre letanía: “morirás joven y nunca serás feliz”.
Los años pasaron, lentamente al principio, rápidamente a medida que transitaba la adolescencia, y Daniel creció siendo un muchacho más dentro del promedio. Su paso por la adolescencia no abundó en momentos felices aunque tampoco fue un valle de lágrimas. Su personalidad ligeramente obsesiva, sus miedos inexplicables y sus problemas para relacionarse con otras personas le provocaron más de un disgusto en esa etapa de la vida. De vez en cuando despertaba por la noche y se aferraba a una pelota invisible, mirando fijamente el techo, donde las sombras danzaban y formaban figuras caprichosas. Ya no recordaba con claridad ni el rostro ni la amenaza funesta de la anciana, pero aún sentía un temor irracional a la noche y los patios umbríos.
El ingreso a la universidad, con su correspondiente pasaje de la adolescencia a la madurez, pareció estabilizar su vida en torno a un estado de bienestar aceptable. El progreso en la carrera, los amigos, el trabajo, todo se conjugó positivamente para superar miedos y traumas juveniles. La anciana y su admonición letal se fueron desvaneciendo de los sueños, y Daniel dejó de huir de ese patio maldito, creyendo que después de todo a él también le correspondería una vida normal. Pero, como si de una brujería se tratase, la vida de Daniel volvió a sumergirse en una bruma de confusión poco tiempo después. Un día de otoño entró tarde a clase y, mientras buscaba un lugar donde sentarse, descubrió que había una nueva compañera en el curso. La joven, de apariencia tímida, pronto se convirtió en el foco de atención de todos sus amigos. Su belleza e ingenuidad, combinada con sus silencios y miradas esquivas, la hacían pasar por una inocente criatura en busca de protección. Pero Daniel vio algo más en ella, algo que lo perturbó: sus ojos. En esos ojos de aspecto dulce e inocente Daniel creyó ver los ojos de la anciana de sus pesadillas, de la anciana que marcó su vida en aquel patio. Para desesperación suya, él también cayó ante el embrujo de la joven, y se enamoró perdidamente. Su corazón y su alma se debatieron entre aquella vieja maldición y la bendición del amor. Intentó olvidarla, incluso la maltrató, pero nada surtió efecto. Ella se comportaba de manera indiferente mientras él sentía la profunda grieta que se abría en su interior.
Una mañana de primavera, después de desayunar, se fue a pasear por la costanera y se sentó en un lugar solitario. Se cercioró de que no hubiese nadie cerca mientras se secaba una vez más las lágrimas que no podía contener. Miró el mar con tristeza y, sin dudarlo, se pegó un tiro en la sien con el revolver que había robado del doble fondo de un cajón del armario de sus padres. Minutos después, una pareja de turistas que paseaba distraídamente por aquel sector de la playa se encontró con el cuerpo moribundo de Daniel, y dieron rápido aviso a la policía. Los médicos llegaron en poco tiempo al lugar, pero nada pudieron hacer. Esa misma noche, Daniel fue velado en un ambiente de profundo dolor. Sus familiares y amigos desfilaron delante de sus restos para darle un último adiós, incapaces de entender el porqué de aquella decisión fatal. La joven por la que se había sumido en ese pozo oscuro no fue al velorio, ni tampoco fue a la universidad al día siguiente. Nadie más volvió a verla, simplemente se la había tragado la tierra. Tampoco ninguno de los que estaba en el velorio se percató de que en la mitad de la noche apareció una anciana encorvada a presentar sus respetos al difunto. Nadie vio que la anciana de apariencia frágil, arrugada como un bollo de papel, se sonrió de forma casi imperceptible al ver el cuerpo de Daniel en el ataúd. Sus ojos negros, profundos como la noche, brillaban de maldad.
FIN
Un relato correctamente escrito en el que no he apreciado fallas ortográficas. El resultado, no obstante, es demasiado tibio. Un relato, en mi opinión, plano de principio a fin. No hay giros de tuerca, no hay sorpresas, o se obvia cualquier explicación (la bruja debía ser una vieja conocida, entonces, ¿por qué jugar al balón tan cerca de su casa? ¿por qué tanta inquina por una simple pelota?). No diré desde el título, pero sí desde la frase que hace de maldición, toda la parte central del relato resulta intrascendente. No da tiempo a empatizar con el protagonista, que el relato ha llegado a su fin. El principio del relato, curiosamente, me recordó a la película Monster House, y el resto, a Arrástrame al Infierno. Siento que en este trabajo falta un pelín de ambición. Construir un principio más sólido, resaltar los miedos del protagonista y buscarle una motivación para tratar de dominarlos, p.ej. haciendo frente a la bruja de alguna manera, y no limitarse a esperar sin más que se cumpla su sentencia, por otro lado, un pelín absurda. Por lo demás, animar al autor a que insista en este trabajo. Seguro que sabe sacarle más partido.
Mi nota: 2´5