El tocón de acero refulgía con un intenso brillo anaranjado en el fondo de la fragua.
El herrero sacó la barra al rojo con unas largas pinzas y la depositó sobre la superficie precalentada del yunque. Un par de golpes rápidos y delicados bastaron para aplanar el metal, que devolvió al interior de la fragua antes de que perdiese demasiado brillo.
Durante horas repitió la operación, golpeando siempre en series muy cortas, arrancando del metal un sonido sordo y apagado a cada martillazo que daba.
Héctor estudió cómo la hoja que estaba forjando adquiría los rasgos característicos de una espada de mano y media, y volvió a meterla en la fragua. Ya quedaba poco trabajo que pudiese mostrar al público que se congregaba frente al puesto.
Lo peor de ser espadero en la feria era que la gente en realidad no quería verle trabajar. No querían verle forjar una espada desde una barra de hierro... Por eso casi siempre solía forjar cuchillos o alguna herramienta más sencilla. Lo bueno de los cuchillos es que con suerte podía vender alguno... Pero hoy había sentido la necesidad de forjar una mano y media...
Y todavía no había vendido nada. Si no conseguía vender algo por la tarde, sería otra feria con la que perdía dinero.
Sacó la espada sin acabar de la fragua y la metió en un tubo largo y ancho de metal, lleno de polvo negro. El carbón pulverizado chisporroteó un poco al contacto con el metal al rojo.
Se enjugó el sudor de la frente en el trapo que llevaba colgado a la cintura, y aprovechó para echar un vistazo al público que se había reunido para verle trabajar.
La mujer seguía allí.
Había llegado a primera hora de la mañana, paseando, sin rumbo aparente, curioseando en los puestos donde se vendía cerveza, tartas caseras o remedios naturales. Pero cuando Héctor eligió una barra para empezar a forjar la espada, se había quedado plantada frente al puesto, y no se había movido de allí en las tres últimas horas.
Era joven, tal vez rondando los cuarenta. Y era muy atractiva. Llevaba un vestido negro, de lana fina, entallado y con una larga falda. Una capa también negra le cubría los hombros, y tenía el pelo recogido bajo un sombrero negro, de grueso fieltro, con la copa picuda y el ala muy ancha.
Una bruja.
Héctor sacó de debajo del mostrador un fardo de cuero fino. Al desenrollarlo quedaron a la vista una docena de cuchillos de cocina de excelente factura. El sol del medio día arrancó destellos de sus filos, realzando el intrincado dibujo en trazo oscuro que las recorría, como si fuesen vetas en un trozo de madera.
—Muy bonitos —sentenció la bruja con una voz de contralto algo ronca, que le arrancó un escalofrío a lo largo de la espalda—, pero no es auténtico Damasco, ¿verdad?
Héctor levantó la mirada antes de responder, y se quedó atrapado por su mirada. Al ver sus ojos, grandes, luminosos, y de un azul brillante y oscuro, sintió como si se abriese un abismo bajo sus pies.
—No, no lo es —respondió titubeante—. Pero poca gente lo distingue. Es patrón soldado. Se consigue alternando capas de acero con distinto contenido en carbón y compactándolas en una sola hoja. Nadie forja auténtico Damasco; la materia prima ya no se encuentra...
—¿Y si te dijese que tengo un pedazo de lingote de acero wootz, de unos tres kilos, y que quiero que forjes una espada con él?
—¿Wootz auténtico? ¿Un lingote de tres kilos?
—Parte de un lingote, pero sí, de casi tres kilos de peso. Tiene el sello de Andrah Pradesh, de principios del Imperio Vijayanagara.
—Eso tengo que verlo para creerlo —masculló—. Si es cierto, debe valer millones...
—Sí, bueno... Es posible... La espada es un regalo de cumpleaños para mi sobrina. Tiene... Debilidad por el acero de Damasco, por así decirlo.
—¿Apta para el combate o decorativa?
—¡Funcional del todo —rió con aquella voz tan sensual—! Y afilada... No estamos hablando de recreaciones históricas...
—Prefiero no preguntar —respondió el herrero mientras rebuscaba en el bolsillo trasero de sus pantalones y extraía una tarjeta de visita—. Necesitaré ver el lingote, comprobar su estructura y tomar medidas a su sobrina para la espada... También necesitaré que me explique que tipo de hoja tiene en mente. Mejor pasen por el taller; de lunes a viernes estoy hasta las ocho.
—¿Quien es ella? —preguntó con voz dolida.
—¿Quien es quién —respondió Héctor cansado—? ¿De que estás hablando?
—La mujer que has conocido hoy... Te atrae, ¿verdad?
—¿Esa mujer? No es más que un encargo... Trabajo remunerado, para variar...
—¡No me mientas —gritó arrojando una botella de perfume que se hizo añicos contra la esquina de la habitación—! ¿Es que ya no tienes bastante conmigo?
Héctor se agachó y recogió las astillas de cristal entre lágrimas de impotencia, enjugando el perfume derramado con una camiseta vieja.
Hector estaba abriendo la puerta del taller cuando el coche se detuvo enfrente.
Del Porsche Cayenne sa bajaron dos personas. La conductora vestía un traje cruzado con pantalón negro, entallado, y seguramente de un diseñador caro, con unos atrevidos zapatos rojos con un alto tacón de aguja. Llevaba el cabello de color miel suelto, largo y ondulado, y le sonrió al tiempo que le saludaba alzando la mano.
—¡Buenos días, Héctor —saludó—! ¿Me recuerdas? Soy Erica, de la feria medieval... Esta es Bea, mi sobrina.
Su acompañante era mucho más joven, delgada y desgarbada como solo una adolescente podía serlo. Tenía el cabello corto y de un tono más rojizo que su tía, pero no se podía negar el parentesco, que se reflejaba en la curva de la barbilla, en el perfil de los labios y en el color de los ojos.
Ambas tenían los ojos del mismo azul oscuro y extrañamente luminosos.
—Tanto gusto —respondió él estrechando las manos que ambas le tendieron—. Así que quieres una espada funcional, ¿no? —le preguntó a la joven.
—Prefieren que tenga una propia en lugar de coger las de la colección de la Yaya —le respondió mohína.
—Necesito saber que tipo de hoja quieres, la longitud, el punto de equilibrio...
—¿Sabe lo que es un yataghan?
—Un sable de caballería turco, con la hoja curvada hacia abajo y la punta caída...
—Pues eso... Con la punta más pesada que el pomo y...
—No te recomiendo ese estilo de espada. Ese tipo de hoja está pensado para cortar de arriba a abajo, contando con la alzada de la montura como ventaja.
—No sé... Usted es el experto...
Héctor le sonrió y les hizo un gesto para que le siguieran. Al atravesar el patio lanzó una mirada furtiva hacia la ventana del dormitorio. ¿Se había imaginado un leve temblor en la cortina, como si una mano acabase de soltarla?
De un espadero que había contra la pared extrajo dos barras de metal, cada una de una longitud diferente, rematadas por una guarda plana, una empuñadura de cuero y un pomo esférico. Le alargó una a Bea tomándola por la punta.
—¿Que tal las dimensiones y el peso?
La joven dio un par de golpes al aire, hizo un par de giros y molinetes y se le quedó mirando incómoda.
—No está mal... Un poco pesada de empuñadura, pero no está mal.
Héctor le entregó otro simulacro, y ella repitió la serie.
—Mejor... Al ser más larga esperaba que fuese más pesada, pero apenas se nota... El punto de equilibrio también está más centrado...
El herrero recogió lo simulacros y los dejó en el espadero. A continuación entró en la fragua y salió con una espada acabada, de hoja ancha, de más un metro de longitud, con una guarda muy elaborada.
—Esta —le dijo— es una ropera de lazo. El tipo de hoja y el equilibrio se corresponde con el simulacro que más te ha gustado. La guarda protege la mano sin comprometer la libertad de movimientos... Tendremos que ajustar dimensiones, pero quedará algo por el estilo.
—Me parece bien... ¿Sería este mismo diseño?
—No, tranquila —le respondió tras anotar algo en el teléfono móvil—... Déjame tu e-mail y luego te paso varios diferentes a ver cual te gusta más. Y ahora... ¿No había por ahí un pedazo de wootz para que lo viese?
Erica le sonrió y se alejó en dirección al coche. Regresó con un bulto envuelto en tela oscura que depositó con reverencia sobre el banco de trabajo. Héctor se acercó y desenvolvió con cuidado el objeto. Se trataba de un bloque más o menos oblongo de metal negro. Uno de los extremos estaba partido, lo que permitía distinguir la textura algo esponjosa del material. Lo levantó y estudió los punzones estampados en su superficie. Parecía muy antiguo, la superficie pulida por el contacto de las manos de quienes habían acariciado aquella reliquia. Pero no había rastro alguno de corrosión. Ni en el fondo de los sellos, ni en la estructura interna revelada por la rotura.
—Nunca hubiese imaginado que tendría este aspecto —murmuró sobrecogido—. Sería imperdonable destruirlo para nada... No estoy seguro de si podré forjar una espada a partir de este... Tesoro. No se si mi técnica será lo suficientemente buena para obtener el Damasco...
—Estoy segura de que harás un trabajo magnífico, Héctor —le respondió Erica en ese tono de voz que le volvió a arrancar un estremecimiento general—. Ahora tenemos que marcharnos. ¿Te importa si vuelvo más tarde y hablamos de los detalles menos técnicos, como el precio y esas cosas?
El herrero, embelesado con el bloque de acero colado que tenía delante, solo acertó a asentir con gesto distraído, tomando blandamente las manos que le ofrecieron las dos mujeres al despedirse.
—Te desea.
—Ahora no, por favor —respondió Héctor con voz cansada.
—Esa bruja quiere acostarse contigo y apartarte de mi lado...
—Aunque así fuera, sabes que no servirá de nada... Nunca sirve de nada...
—Tú ya no me quieres...
—Ojala fuese así —susurró entre suspiros—. Ojala nunca te hubiese amado...
El timbre sonó con dos llamadas breves y rápidas.
Cuando abrió la puerta Erica estaba allí, con una sonrisa algo tímida y unas botellas en la mano.
—Espero que te guste la cerveza —le saludó mientras se colaba por su lado sin pedirle permiso—; en el fondo soy una chica sencilla y la prefiero al vino...
Se había cambiado de ropa, y en lugar del severo traje de negocios que llevaba por la mañana, vestía un ligero vestido de lino crudo que la hacía parecer más joven todavía. Los pies calzaban unas livianas sandalias de seda rojas. Al llegar al centro del comedor se giró hacia él y volvió a mostrarle las botellas.
—¿Tienes un par de copas para que las vayamos abriendo?
Héctor entró en la cocina y salió al poco con dos copas y un abrebotellas. Erica se las arrebató de las manos y se apresuró a abrir las cervezas y servirlas. La bebida era oscura y densa, con una espuma compacta y de aspecto sedoso. Una fragancia suave y herbal inundó la sala, ligeramente dulce y especiada.
Erica le señaló un retrato enmarcado en un extremo de la estantería. Era la foto del día de su boda. Por primera vez en años, al verla, no sintió ira ni remordimiento. Solo tristeza.
—Es muy guapa... ¿Quién es?
—Ariadna —respondió con pesar—. Mi mujer. Se la llevó un cáncer hace cinco años. Sus últimos días fueron muy duros... Se aferraba a la vida... No quería dejarme... Y en cierto modo...
—Debía quererte mucho, pero ya no está. Cinco años es mucho tiempo para soportarlo tú solo...
Se tomó unos segundos para disfrutar del aroma que emanaba de su copa, y se la ofreció a Héctor para brindar. Tras tomar unos sorbos se sentó en el sofá, descalzándose y subiendo los pies al asiento.
—Bea me ha dicho que le encantan tus diseños. ¿Cuanto me va a costar esa espada?
—No tengo ni idea —confesó Héctor—. Nunca había hecho nada por el estilo... Normalmente suelo cobrar entre mil quinientos y dos mil por una ropera de lazos hecha a medida, dependiendo del acabado... Pero nunca he forjado una espada viva para combate real... Desde luego nunca me habían dado las materias primas por adelantado, y esa es otra cuestión... No se si seré capaz de hacerlo, Erica... No se si estaré a la altura.
La mujer le observó con detenimiento. Héctor no era joven. Rondaría los cincuenta, pero era ancho de hombros y estaba bien proporcionado. Un mosaico de arrugas finas le surcaba un rostro que mostraba las huellas de un dolor profundo y muy arraigado. Decidió sincerarse con él.
—Verás, Héctor, necesitamos esa espada porque somos brujas. Mi familia. Las mujeres de mi familia, quiero decir. Todas brujas. Cada una desarrollamos una forma única de canalizar nuestro poder. Cada una distinta de las demás. Y una vez descubres como hacerlo, no puedes cambiar... En el caso de mi madre es el cristal de roca... Cualquier mineral cristalizado le sirve. Bea es más específica. La primera vez utilizó un yataghan de acero de Damasco del siglo XVII. Pensamos que podría utilizar cualquier espada de acero, pero no... Solo el acero de Damasco le permite enfocar su poder. Por eso necesitamos una espada hecha a medida, funcional, para que pueda utilizarla para luchar contra... Las cosas con las que luchamos si no hay más remedio...
—Tiene sentido —reflexionó el herrero—. El acero de Damasco es una amalgama de compuestos férricos y cerámicos. Su estructura microcristalina es única. Pero no me has dicho como canalizas tú tu poder...
—No pareces sorprendido.
—No lo estoy.
Erica se levantó de su rincón del sofá y se sentó sobre él a horcajadas.
—He confesado ser una bruja...
—Soy viejo, Erica; sé cosas, he visto cosas —susurró con voz ronca, sintiendo como su cuerpo reaccionaba al contacto de la hermosa mujer—. Pero aun no me has dicho como luchas tú... Como canalizas tu poder...
La bruja le pasó la mano por la nuca, provocándole una sacudida eléctrica por todo el cuerpo. Acercó la boca a su oreja y le sopló en el lóbulo antes de susurrarle.
—Yo utilizo armas de fuego para debilitarlos—ronroneó seductora—. Munición especial, preparada para hacerles daño y dejarlos indefensos, hasta poder tocarlos... Porque yo canalizo mi poder por contacto directo, piel con piel...
Sus labios estaban calientes. El aliento era dulce y olía a canela, especias y alcohol. La lengua se movía ansiosa buscando la suya. Sus manos apasionadas, cálidas y suaves, le abrieron con destreza la camisa.
Solo dejó de besarle para quitarse el vestido por encima de la cabeza.
Presa de una pasión que creía extinguida, Héctor la cogió en brazos y la llevó escaleras arriba, hasta el dormitorio principal.
—Puta —susurró—. No lo alejarás de mi...
—Hacía mucho que nadie me llamaba así —respondió Erica en silencio—... Y por lo de alejarlo de ti, tú ya no puedes ofrecerle nada, mas que dolor y sufrimiento... Deberías dejarlo marchar antes de que sea demasiado tarde.
—Pero es que lo quiero tanto...
—Demuéstralo. Déjale vivir la vida que merece.
—¿Cuidarás de él?
—No necesita que nadie le cuide...
—¿Por qué lo has hecho?
—Porque él lo necesitaba. Porque yo lo necesito a él. Un quid pro quo bastante simple.
—¿Le amas, al menos?
—He amado a todos los hombres que han pasado por mi vida con más intensidad de lo que jamás pudieras haber imaginado cuando vivías. Y los sigo amando. A todos ellos. ¿Como podría Héctor ser diferente?
—¿Permanecerás a su lado mientras te necesite?
—Hasta que decida por sí mismo buscar refugio en otros brazos...
—¿Y le seguirás amando?
—Hasta el mismo instante de mi muerte.
—Hasta ese día entonces, bruja... Te estaré esperando, y tendrás que rendirme cuentas...
—Ni que fueses la única que espera para eso —bufó malhumorada mientras se acurrucaba contra el costado de Héctor.
Al despertar notó algo distinto. Estaba solo en la cama, el hueco que Erica había dejado en las sábanas a su lado todavía tibio. Y se sentía lleno de energía. Curioso, pensó divertido, tras la maratón amatoria de la noche anterior cualquier hubiese esperado despertar agotado.
Pero no era así.
Se sentía pleno. Se sentía libre. Se sentía vivo por primera vez en años...
Y sabía exactamente cómo trabajar aquel pedazo de wootz para forjar la espada de acero de Damasco de Bea.
Entonces escuchó ruido en la planta baja.
Se levantó con un suspiro de contrariedad. Salió al pasillo desnudo y descalzo, y bajó la escalera temiendo el desastre que se encontraría.
Erica estaba preparando el desayuno.
Desnuda.
—No estaba segura si querrías ducharte antes o después de desayunar, así que decidí esperar para que lo hiciésemos juntos...
Héctor abrazó a la bella bruja, dejándose embriagar por su olor, sintiendo como la pasión volvía a apoderarse de él.
Tres días más tarde Bea recibió su regalo de cumpleaños.
La espada, enfundada en una vaina cuero forrada con satén azul oscuro, era ligera como una pluma, con el peso ligeramente atrasado para darle agilidad a la punta. Los enrevesados gavilanes de la guarda protegían la mano, sin restarle libertad de movimientos, y podían usarse para golpear como si fuese una llave de nudillos.
Pero lo mejor era la hoja.
Al desenvainarla, el juego de luces y sombras del Damasco empezó a bailar cuando la luz del sol brilló sobre ella. Las zonas más oscuras, nódulos y líneas irregulares y de aspecto perturbadoramente orgánico, parecían corretear y agitarse por la superficie del metal, como si justo debajo hubiese algo vivo, inquieto y juguetón, que quisiese salir a la superficie.
Cuando Bea se concentró, una chispa de fuego de color zafiro recorrió toda la longitud de la espada, desde el puño hasta la punta. Sonrió satisfecha al mirar al nuevo novio de su tía.
—Gracias, Héctor... Es sencillamente perfecta.
Y además, había una daga a juego...
Relato admitido a concurso.