ALIMAÑAS
RCPM property.
7:55-8:15 /12-20-20..
Cam record Highway 99, near Fountain Slide.
About 15 Km. North of Lillooet, looking northeast.
Ford Falcon mod. 1969, license plate Washington 031-BNJ.
Un mapa militar de la región de Lillooet-Fraser Canyon, un archivo de vídeo, y un café bien cargado. Eso era todo lo que el comisario regional tenía frente a sí. Eso, y apenas tiempo para poner sus ideas en orden. Dave Lester enarcó las cejas, se ajustó el puente de las gafas, y se pellizcó el mentón con gesto preocupado. No era un hombre que se dejara impresionar, pero tras aquella larga sesión frente al monitor podía decir que ya no era la misma persona que entró a su despacho por la mañana.
Con absoluta frialdad, las criminales entornaban la vista hacia la cámara de control de tráfico justo después de que la víctima cayera de bruces envueltas en llamas. Ellas querían algo más que dejar constancia de su crimen: querían exhibirlo. El comisario insistió sobre el plano congelado acercándolo con sucesivas ampliaciones. Pero al igual que las ocasiones anteriores, aquello sólo sirvió para que la escena en blanco y negro perdiese resolución y que sus rasgos quedasen reducidos a difusas sombras fantasmales, ojos sin alma, capaces de helarle la sangre a cualquiera.
Dave Lester se sentía tan intrigado que necesitaba profundizar en esas imágenes una y otra vez, prestando más interés por las ejecutoras —no sin cierto sentimiento de culpa—, que hacia la propia víctima. Tal vez, porque no lograba asimilar que siendo tan jóvenes, pudiesen alcanzar tal extremo de maldad… era de locos pretender ponerse en su piel y tratar de entender qué las impulsaba a hacer algo así. ¿Qué podía pasarles por la cabeza justo en ese momento? Tomó otro sorbo de café, y de nuevo repasó el sumario que él mismo se vio obligado a redactar.
«Está amaneciendo. La atmósfera se ha estabilizado, no nieva, y hay suficiente visibilidad. La grabación recoge a un automóvil que se detiene en el arcén. Del interior salen dos chicas (de aspecto peculiar) que caminan hacia la parte trasera sin que, en apariencia, se percaten de que hay una cámara que vigila. Ambas trabajan para sacar del maletero un bulto grande. Se trata de una persona adulta, un varón. Este aparece encapuchado, y con las manos atadas en la espalda. El rehén permanece consciente, pero no forcejea o realiza intentos por escapar (podría estar bajo los efectos de algún sedante). Momentos después, una chica le lleva a arrodillarse sobre la nieve, entretanto la otra extrae del asiento trasero lo que ha de ser un bidón de gasolina. Tras rociarlo de combustible, ambas deciden permanecer unos instantes enfrentadas a él, con la cabeza inclinada y los brazos relajados en los costados. Tras ese minuto de extraña reflexión, dan unos pasos atrás colocándose a cierta distancia, y a continuación, una de ellas le arroja un fósforo encendido.»
Después de haber sido enfocadas mirando directamente, el dispositivo empezó a mostrar bandas de interferencia y nieve electrónica. Algo se estropeó el tiempo preciso que impedía ver la dirección que tomaba el automóvil. Apenas dos minutos después, el aparato revivió de repente y prosiguió grabando con normalidad. Sin embargo, para entonces ya no quedaba rastro de las sospechosas, y nada había excepto una parcela de solitaria carretera en el lugar donde con toda seguridad debería hallarse un cuerpo carbonizado; o al menos, un cerco oscuro sobre la nieve derretida.
Dave Lester se asomó un momento a la ventana para tomar aire fresco. Cordones de nieve sucia se amontonaban en las orillas de la carretera. El cielo, encapotado y pavonado de colores cenicientos, era una promesa de lo que estaba por venir: nevadas duras y carreteras completamente heladas.
Ahora buscaban a dos chicas jóvenes, de entre dieciocho y veinticinco años; estatura media y complexión delgada. Dada la distancia, el gran angular, y la escasa calidad de la grabación, Lester apenas podía aventurarse a dar más detalles, pero creyó más que suficiente la descripción que aportó de las sospechosas. No había lugar a equívocos: vestían de oscuro, como si perteneciesen a una de esas siniestras tribus urbanas. De hecho, Lester se las figuró meneando la cabeza como locas en conciertos de metal extremo, luciendo en su cuerpo tatuajes y agresivos piercings, fumando droga a todas horas, y poco menos que brindando con sangre y visitando cementerios a media noche. Una de ellas tenía un pelo muy largo y caído hacia adelante, abrigo con el cuello subido, y una falda que le llegaba hasta los pies. La otra llevaba el peinado rapado por las sienes, anorak, pantalones ajustados, y borceguíes militares.
Dave Lester se dio un plazo de cuarenta y ocho horas para encontrar ese automóvil. Y lo haría, aunque fuera necesario solicitar el helicóptero. Estableció un control de carretera permanente en la Autopista 12, a la altura de Fountainwiev Academy. Y ordenó que la carretera 99 de Duffey Lake fuese vigilada por una patrulla itinerante que circularía desde la reserva india hasta el Lago Lillooet. Mientras tanto, otro coche quedaría encargado de recorrer alternativamente las carreteras ribereñas de los lagos Seton y Anderson. En principio nada hacía pensar que tardasen en capturar a las dos sospechosas. No obstante, disponer un cerco policial sobre un área de 500 kilómetros cuadrados no era tarea fácil. Pero aquel era un territorio abrupto, casi salvaje, donde unas forasteras se desorientarían con facilidad y muy difícilmente podrían hallar una vía alternativa para continuar la huida.
El Departamento de Policía de Washington hubo de facilitarle los datos ligados la matrícula del coche. Sobre el auto pesaba una denuncia por robo, allá en Seattle. El Ford Falcon de color negro había estado durmiendo muchos años en el garaje del anciano señor Harper, y su buen estado de conservación lo convertía en una pequeña joya rodante. Un vehículo muy poco apropiado si lo que se pretendía era pasar desapercibido. Por supuesto, no era el caso.
Dave se entretuvo hasta más de las seis y media. El sonido del teléfono le sacó del trance, y sólo entonces cayó en cuenta de lo tarde que se había hecho. Era su mujer. «…Podías haber avisado. ¿Tanto te costaba hacer una llamada a casa para decir que te retrasarías? …No, por favor, ahora no me apetece oír otra excusa del trabajo… creí que ya lo habíamos discutido. Te he dejado la cena en el horno… Sí, nos iremos a acostar enseguida. Al menos procura no hacer ruido cuando llegues y no despertar a Sarah. Ella ha querido que grabara para ti la función de fin de curso. Sarah puso mucho empeño en hacer bien su papel, aunque fuera en tu ausencia...»
Pensó un momento en su decepcionada, y casi siempre malhumorada Evelyn. Aunque esta vez, las circunstancias le daban la razón. Había olvidado por completo la promesa que hizo a su familia por la mañana. Y ahora, le iba a costar mucho trabajo que su hija Sarah volviese a confiar en su palabra.
«Lo siento de veras. Adiós…» Lester dejó todo el trabajo como estaba, apagó las luces de su despacho, y tomó la salida no sin antes dirigir un saludo al vigilante.
—…Igualmente, señor. Por cierto, tenga mucho ojo al volante. La carretera se va a poner difícil. El hombre del tiempo ha dicho que esta noche bajarían aún más las temperaturas, y presiento que vamos a tener más nieve enseguida.
—Gracias, Ben. Iré con cuidado. Buena guardia.
Pronto hubo de darle la razón. El camino de vuelta a casa se hizo angustioso. Su campo de visión se redujo a dos semicírculos en el parabrisas. Los cristales tendían a empañarse constantemente; la calefacción lo asfixiaba. Estaba realmente cansado y le costaba mucho concentrarse en la conducción. La carretera 99 a esas horas, y con tan mal tiempo, se hallaba desierta. Gracias a que se conocía ese trayecto de memoria logró no salirse de los márgenes y acabar en la cuneta o chocando contra un árbol. Quince años realizando el mismo recorrido dos veces por día, quince inviernos, daban para muchas anécdotas, varios sustos grandes, pinchazos, averías, y unas cuantas alimañas atropelladas.
Lester conectó la radio buscando distraer sus pensamientos, pero ni siquiera eso bastó; más aún, cuando a escasos dos kilómetros debía pasar por ese mismo tramo de carretera donde habían dado comienzo sus quebraderos de cabeza.
No pudo evitar detenerse a la orilla. A base de repasar la grabación una y otra vez, pese a la oscuridad, reconoció el terreno sin dificultad. Antes de ese día, pensaba que conocía muy bien aquel tramo. Ahora, cada árbol desnudo le parecía familiar.
Sólo le llevaría un minuto. Necesitaba sentir aquello. Tomó la linterna del coche para alumbrar el espacio desde donde la cámara de control de tráfico vigilaba, en lo alto del panel de señalizado. Y entonces, se vio sorprendido por las grandes letras, toscamente trazadas con pintura roja, bajo la indicación LILLOOET-15 Km.
VERMIN LAND
¿La tierra de las alimañas? ¿Qué sentido tendría aquel mensaje puesto del revés? ¿Y por qué nadie le había avisado de aquello, siendo una pista tan evidente? Tal vez, porque fue escrito a posteriori. Dave Lester lo relacionó automáticamente con las sospechosas. Y pensó que aún debían rondar por allí, regresando a la escena del crimen como cabría esperar de dos jodidas psicópatas. Ramos y Colbert, encargados de patrullar la 99, no habían informado por radio de haber visto nada anormal en todo el día, así que supuso que la pintada era reciente. ¿Qué debería hacer ahora? Nadie había denunciado una desaparición. Sin cuerpo no había víctima. Y este podría ser cualquiera. Un vagabundo… o quizá alguien extranjero. Aún no tenían nada, excepto una grabación, una denuncia por robo, y ahora, aquella pintada. ¿De qué trataba aquello? ¿Una venganza? ¿Un escarmiento? ¿Un castigo hecho público? Desde el comienzo había querido llevar el asunto con mucha discreción, sin levantar las suspicacias de la prensa y crear una alarma innecesaria. Y así debía seguir siendo. Por tanto, lo mejor era aguardar al día siguiente para cerrar el lazo entorno a ellas.
Ahora nevaba con insistencia. La prudencia le empujó a volver sus pasos al coche. Mañana habría de ser un día muy duro, y esa noche no esperaba dormir mucho.
Su coche esperaba en marcha con un agradable ronroneo, invitándole a guarecerse dentro y entrar en calor. Una capa de nieve de algunos centímetros había crecido sobre el techo y ahora se extendía por toda la parte de atrás. A punto de abrir la puerta, Dave Lester fijó su vista en algo que se movía al límite del sector que iluminaban los faros. Algo que, por inesperado, le costó un buen susto. «¡Una liebre! ¡Esa maldita casi me provoca un infarto…!» Pero la risa nerviosa le duró bastante poco. Apuntaba al animal con la linterna como empujándole a huir a la seguridad de su bosque, cuando se dio cuenta de que realizaba evoluciones de lo más extrañas; no movimientos erráticos, como si estuviese cegada por la luz, o enferma, sino completamente anormales. ¿De verdad era que esa estúpida pretendía saltar hacia atrás? Tropezaba con sus enormes patas traseras, perdía el equilibrio, se volvía a incorporar, y de nuevo ensayaba un ejercicio imposible a su anatomía. Cuando el animal resbaló a la profunda cuneta y se perdió de vista, el comisario al momento se sintió aliviado. Detestaba esos bichos. Y para un mismo día ya había sido suficiente; su ánimo soliviantado no precisaba de más sorpresas.
Dave Lester se equivocaba. Al otro lado de la carretera le observaba un corzo. El brillo de sus ojos lo delató. Agachó la cabeza un par de veces como si estuviese olisqueando el suelo. Luego caminó hasta el centro de la vía y se detuvo ahí. Lester tocó el claxon pretendiendo asustarle, pero el terco animal se negó a moverse del sitio. Luego acercó el vehículo todo lo que pudo, hasta que tuvo al animal justo delante. A continuación quiso hostigarlo dando fuertes acelerones en vacío. «¡Quítate de en medio, condenado…!» En vista que no conseguía nada, estuvo tentado a sacar su arma y hacer un par de disparos al aire. Si no daba resultado, haría puntería con él. No sentiría ningún remordimiento por ello. El animal pareció adivinar sus intenciones, giró el cuello y apuntó la testuz fuera de la carretera. Pero… ¿era sangre eso que manchaba su hocico? El corzo bajó la cabeza de nuevo. Recogió con la boca un pájaro negro medio devorado, y se perdió en la oscuridad de un salto.
Todo aquello resultaba absurdo. Surrealista. Lester no podía entender nada. Pero aunque solo fuese un destello dentro de su cabeza, la idea de que habían querido entretenerle tomó cuerpo enseguida. El comportamiento de los animales podría explicarse si estos hubieran podido ingerir algún tipo de sustancia. Que la radio ahora sólo emitiese voces distorsionadas y ruido de estática, pudiera deberse a los efectos del temporal. Si en el reloj del salpicadero los dígitos ahora corrían a la contra como en una cuenta atrás, quiso creer que se debió a una avería fortuita. Pero eso no fue lo que impulsó a Dave a echar mano a su pistola. El retrovisor interior le hizo darse cuenta de que alguien había dejado algo escrito valiéndose la película de nieve que cubría la luna trasera. Un intenso haz de luz atravesó las letras haciendo refulgir el mensaje. Como en el cartel que tenía detrás, dos palabras habían sido escritas del revés, por lo que ahora podían leerse a derechas sobre el espejo.
Los faros de ese otro vehículo se habían encendido a escasos diez metros. ¿Cómo no pudo sentirlo llegar? ¿Cómo no darse cuenta de que las tenía tan cerca? Ahora percibía que le estaban acechando. Debía echarle coraje y actuar, y para ello necesitó imaginarlas como dos fulanas enloquecidas, no como una amenaza. Quitó el seguro al arma y salió afuera. Se acercó con decisión manteniendo el arma encañonada directamente la luna delantera del Ford Falcon del 69. Las luces largas lo cegaban y le impedían ver sus caras. No deseaba hacerlo, pero estaba dispuesto a disparar a la más mínima insinuación.
—¡No se os ocurra moveros del coche! —La situación requería mostrarse autoritario. Hostil. Demostrar que contra su Beretta no valían los trucos— ¡Cualquier tontería y os pego un tiro! ¿Me oís bien?
Justo antes de recibir el topetazo, el comisario sintió el rugido de un motor que aceleraba a su espalda. Después de eso, nada más que un intenso pitido en los oídos. Atropellado por su propio coche. Quiso incorporarse con rapidez, pero las piernas ya no estaban en condiciones sostenerlo en pie. La parte trasera de su muslo izquierdo le recordó, con una salvaje punzada de dolor, cómo estaban las cosas por allá abajo. Tanteó a ciegas a su alrededor buscando la pistola. Tenía que estar cerca, por algún lado. Desesperado por encontrarla, sólo hacía coger puñados de nieve. ¿Dónde? ¿Dónde…? Poco antes de perder el sentido de un culatazo, oyó esa misma nieve crujir bajo unas pisadas. La puntera de unas botas militares quedó muy cerca de su ojo bueno, y detrás de ellas, una ondeante bandera negra.
Adormecido por el láudano, no siente el dolor de las articulaciones ni la presión de las ataduras. Ha aguardado encogido dentro del estrecho ataúd a que el silencio y la completa oscuridad se hiciesen solidarios a la muerte. Apenas siente diferencia cuando le liberan de su prisión. Tiembla de frío lo mismo que antes, e igual da que abra los ojos o los mantenga cerrados. Unas manos lo agarran, lo pellizcan, lo arañan, clavan las uñas en sus brazos para hacerlo caer al suelo como un fardo. El golpe podía haber sido peor. Podía haberse roto la nariz. Nada más se parte un labio y se muerde la lengua. Siente la boca encharcada y se fuerza a tragar sangre. Lo llevan, lo empujan, le obligan a postrarse en el suelo. Nota cómo la humedad sube lentamente por sus rodillas, y en distinto grado, desciende por su cabeza. La tela aceitosa se amolda a la cara y le impide respirar. El aire se enciende de olores que buscan despertar sus recuerdos. El dolor va llegando en oleadas por fuera y por dentro. Primero le escuece el labio, después el cuello, el pecho, y todo lo demás.
Amanece. Hace horas que dejó de nevar. La visibilidad es suficiente. La grabación se reanuda a partir de las 8:25 para mostrar lo que parece ser un cuerpo calcinado sobre el arcén. Para entonces, Chica Cuervo y Lady Rata ya se hallaban bastante lejos.
***
Hola, Elena Francis. Me encanta la temática de este relato. Creo que por añadirle una etiqueta (sé que es odioso): lo veo muy weird, como los clásicos pulp. Lástima que fuera tan corto y no se despliegue todo su potencial.
Veo original la trama y el círculo que traza usando las habilidades de esas dos brujas, aunque no veo el motivo que las imopulsa al asesinato. Todo resulta una paradoja, tanto temporal como literaria.
Creo que el ritmo del comienzo, al estilo noir de las novelas de detectives, se acelera demasiado sin cerrar cabos sueltos como: el motivo del asesinato, la relación con la mujer, el nombre de Vermin Land, los perfiles de las asesinas y su condición de brujas…
Se deja mucho material en el aire, pero eso no molesta a la comprensión de la idea general, aunque la deja huérfana de matices complementarios.
Eso sí, creo que debido a la temática del certamen casi hubiera sido obligatorio remarcar que las asesinas son brujas y no viajeras del tiempo o que ese lugar en concreto no es una grieta dimensional.
Me gusta la voz del narrador, traza el perfil del protagonista y lo hace verosímil, lástima que haya esos gazapos en los tiempos verbales que confunden un poco el ritmo y que su estructura (largos párrafos que aglomeran varias escenas o acciones) trabe un poco la fluidez de la obra.
En general lo veo un relato muy entretenido, con un aroma extraño que me gusta y toca la temática propuesta.
Mi voto es para una idea original dentro del contexto clásico de las brujas que te sorprende con un giro sorpresivo y redondo. Buen trabajo de ingenio, pero que simplemente se queda en una buena idea sin profundidad. Te deja con la impresiónde que se tratade parte de una historia mucho más amplia y sin cerrar.
★★☆☆☆