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Bien, os contaré lo ocurrido.

Las campanas de la catedral indicaban que pasaba una hora de la medianoche. Yo caminaba por el vetusto casco viejo de Santiago junto a dos viejos camaradas de hazañas nocturnas cuando, comentando cualquier trivialidad leída en algún rincón de internet o sacada de algún periódico, ahora abandonado al servicio de algún vagabundo que lo emplearía para resguardarse del frío, una recua de jóvenes embriagadas y caracterizadas para las fiestas de Halloween se dirigió con gran estrépito hacia mí, mi belleza y mis acompañantes. No era otra su intención que encaromarnos unas entradas de un local con las que patrocinar su viaje de paso de ecuador. Cuando finalizaba mi rápida y concisa mirada con la que desechar a todas las presentes y clasificarlas como non gratas meae penis, una de las jóvenes me asalta con berridos de los que pude interpretar a duras penas su mensaje:

- ¡Novo! ¡NOVO! ¡Tienes que comprarme una entrada!

Todavía desconcertado, comprendí que tras aquel simbionte disfraz de niña de Buscando y Nemo y zombie se encontraba Aziliz.

- Hostia, hola, ¿qué tal? - Sólo pude responder así antes de que se apresurara a añadir una nueva histriónica súplica de la compra de su producto.

- ¡Cómprame una entrada, por favor! ¡Ya has visto mis tetas, no sé qué más ofrecerte para que me la compres!

Una avalancha de imágenes e ideas, tanto sexuales como no, recorrieron mi cerebro. Pensé que tan inocente damisela  (¡Engañado de mí, como se verá más adelante!) no debería ser objeto de mis obscenas perversiones y chantajes, de modo que mi galantería me condujo a actuar con mi cordial cortesía y adquirir sin más la tarjeta ofertada.

Finalmente, según tengo entendido, la joven acabó siendo emboscada por el portero del mencionado local, quien la emborrachó a conciencia gratuitamente para que su compañero, el camarero, la fornicara en los insalubre baños.

En cuanto a mí, sencillamente os trovo la historia de una noche cualquiera.