Bernard Wright (CF)

 —Schiphol acaba de cerrar. Espera... Heathrow también anuncia el cierre. Según esto tienen casi quince aparatos esperando en rodadura hacia la pista 27L.

—Esto no puede estar pasando. Es el fin.

—Madrid. Dublín. Gatwick. Esperemos lo peor, Osterman.

—¿Crees que Bernard Wright saldrá de esta?

—Ya han sido muchas. Me temo que esta es la definitiva. Amigo mío, esto se acabó. Por lo que más quieras, llama al hospital.

Bernard Wright amaba la aviación. Era la aviación. Su obsesión era tan grande como la de las enfermedades con su cuerpo. 

Nació diferente.

 —¿Qué te han dicho, Osterman?

—Lo que nos temíamos, Ed. Fase terminal. No responde a nada. Su actividad cerebral cae por momentos.

—Cae, ¿dices? Paradójico, ¿eh?

—Con todos mis respetos, Ed, no es el momento...

—¿Y qué vamos a hacer? ¿Cuántos putos años hemos estado mintiendo a la gente?

—Ya, lo del teorema de Bernoulli y el efecto Venturi...

—Y el hijo de puta no pudo dejar descendencia.

En febrero de 1977 le fue diagnosticado un tumor cerebral. Aunque estuvo en coma casi un mes, Bernard Wright lograba mantenerlos en el aire. Miles de operaciones aéreas al día. Los científicos y los neurocirujanos de la base no dieron crédito. Tampoco le dieron mucho tiempo más.

Se equivocaron.

—Recuerdo aquel primer bajón de actividad.

—Bueno, Ed, no fue más que un pico anómalo.

—¡¿Un pico anómalo?! ¿Quinientos ochenta y tres muertos? ¡Allí empezó todo! ¿O ya no te acuerdas?

—Perfectamente. 27 de marzo del 77. Los Rodeos.

—He vivido con el corazón en un puño desde entonces. Me siento muy, muy cansado. Ya ni siquiera me alivia que los jodidos militares hayan tomado cartas.

En los buenos tiempos, y haciendo gala de su legendaria inmodestia, Bernard Wright bromeaba en el centro europeo de control aéreo. Se mofaba de frases como “aún están buscando la caja negra”, “se baraja el error humano”. En realidad se burlaba de sí mismo. Era su macabra forma de sobrellevar la culpa por “posar otro pájaro en tierra”, como decía siempre, irónico, parapetado en una sonrisa socarrona. Aunque él no eligió tener ese poder. Ni tampoco esa fragilidad. “¿Dios no está en el cielo?” gritaba desde la camilla. “¡Pues que se ocupe él! A mí ya me ha jodido bastante” añadía con el dedo corazón de la mano izquierda apuntando hacia arriba.

—¿Y sabes qué, Osterman?

—Dispara.

—Si yo hubiese sido condenado a tener ese don sobrenatural, me habría pegado un tiro en la puta boca.

—Ya. No es tan fácil postrado en una cama.

 —¡A la mierda! Esto se va a acabar igual. Tantos recursos desviados para mantener al marica de Wright con vida...

—Ed, creo que te estás pas...

—¡Al carajo! Teníamos que haber pensado en una alternativa creíble. ¡Me cago en aquella payasada de reunión en Ginebra! ¿Y sabes otra cosa?

—Me temo que me la vas a contar...

—¿Era necesaria esa burrada de cargas en el subsuelo para provocar el jodido volcán en Islandia? ¿El puto Eyjafjallanosequé? Estos hijos de puta se quedaron calvos pensando.

—Pero la opinión pública se lo tragó. Todos los aviones en tierra y ningún percance.

—Ya. Muy inteligente. ¿Y luego qué? ¿Invasiones de cucarachas en todos los aeropuertos cuando Wright estire la pata?

—Joder, Ed.

—Eso digo yo, Osterman. Estamos jodidos...

Bernard Wright murió a las 7:47 del 30 de septiembre.

 —Osterman, lo dejo...

—Pero Ed... ¿Tú? Has dado casi toda tu vida. ¿Qué harás ahora?

—Volvemos al helio. El futuro.