el funeral

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julio
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Al final de la cuesta, en dirección a la montaña, por la antigua carretera que lleva a la capital, entre cipreses y buganvilias está el cementerio. ¿Cuánta gente ha venido a su entierro? —murmuró una de las señoras con un abrigo de piel al oído de su marido—. Cuando Roberto Cienfuegos entró en aquella sala, tras un cristal, una pequeña urna recogía las cenizas de la tía (la hermana mayor de su padre), con quien desde que nació no había tenido relación. Evitó algún abrazo y entre el murmullo llegó frente a ella; se quedó en silencio y cerró sus ojos; rezó, aunque ya había perdido la costumbre y a pesar de que en lo profundo de su corazón no le brotaba ya ningún sentimiento hacia ella, por misericordia.  

¿Cuánta gente llorará en mi funeral?,  ¿quiénes tendrán el día que me muera un bonito recuerdo de mí? —pensó Roberto—. Aquello no parecía un velorio; obligados por la apariencia social, por un deseo de husmear en la vejez de los demás, todos hablaban y reían en grupos, se abrazaban cínicamente con miradas de envidia y desprecio bien disimuladas, alimentando el sedimento de los rencores largos años custodiados y muchos de ellos incluso heredados. Solo una de las sobrinas de la difunta  lloraba desconsolada en una esquina, con unas gafas de sol obscuras, solo una persona entre todo aquel griterío eufórico; cuando la sobrina vio a Roberto se levantó y le dio un fuerte abrazo. Lo siento Ana —le dijo al tiempo que salían de la sala—, están aquí por compromiso  no les interesa la tía, solo piensan en presumir entre ellos, todos dicen que no ha dejado nada de herencia, que no tiene dinero —le comentó su prima al final del pasillo en voz muy baja—.

Junto a ellos, dos chicos jóvenes intercambiaban sus teléfonos, otro hablaba de lo mucho que había ganado el último año con su negocio, la mayoría se dejaba ver con sus mejores trajes y una sonrisa ensayada, cuando alguien aparecía, un grupo de mujeres volteaba discretamente su cabeza a la entrada y con sus ojos escudriñaba su ropa, lleva unos zapatos de marca ¿los has visto? —escuchó decir Roberto en voz baja a una de aquellas señoras sentadas junto al cristal—, a saber en qué asuntos andará ahora metido su marido, vieja zorra que asco siempre me ha dado —dijo una de ellas que iba vestida de negro—.  

La vida se nos va entre las manos, como el rocío que se evapora al primer rayo de sol, al morirnos no dejamos más que una pequeña estela que alimenta la tierra y hace crecer las plantas; hay a quienes este rastro es tóxico, asfixia, y no deja a su alrededor hierba que pueda sobrevivir —comentó el sacerdote en su sermón—.

Roberto llevaba a su padre del brazo, el hombre ya estaba anciano, desde hacía casi diez años su cabeza había empezado a perder el rumbo, su cuerpo estaba fuerte y su mente cada vez más débil; en su mirada, aunque aún no estaba perdida, se recogía el cansancio que los años habían acumulado.  A pesar de su avanzado Alzheimer, por su mente aún desfilaban recuerdos deslavazados y fugaces que sin orden reaparecían para hacerse presentes. Tenía anestesiados los sentimientos, no vertió ni una sola lágrima —papá, ¿sabes quién se ha muerto? —él respondió: ¿quién?—, tu hermana papá, tu hermana mayor —le dijo Roberto—. Los ojos de aquel anciano perdieron su débil brillo; unos segundos después parecía haberlo olvidado todo.  

Al terminar el funeral, todos se arremolinaron fuera de la iglesia, algunos hablaban de ir a tomar unos vinos, otros miraban su teléfono buscando algún mensaje, unos pocos reían ruidosamente al final del grupo (al salir la urna se callaron), solo unos pocos esperaban con un respetuoso silencio. Un desfile de coches recién lavados y encerados desfiló frente al tanatorio. Roberto cogió a su padre y discretamente se fueron caminando. Duró muy poco este evento —escucho decir a un señor con sombrero al pie de la escalera— es una lástima, con lo que a mí me gustan las reuniones familiares —dijo otro que le acompañaba—, bueno no de este tipo —matizó con una risa nerviosa—.

Para qué asistir a una mentira; qué sentido tiene despedir a alguien que nunca has querido; es un acto de generosidad, se repetía Roberto Cienfuegos; es un acto de estupidez se reprochaba. Para qué perpetuar una farsa, para qué ser partícipe de un cinismo colectivo. Lo hago por mi padre —se dijo a sí mismo— no hubiera podido venir solo. 

Todos soñamos con una bonita historia: acabar nuestros días arropados por quienes nos quieren; anhelamos que quienes estén a nuestro alrededor, el día de nuestra despedida, nos recuerden con aprecio y respeto por lo mucho que les hemos dado, por las cosas buenas que para ellos hemos significado. Esos sentimientos no se pueden improvisar, es la ley de la cosecha; recibimos lo que después de muchos años hemos sembrado, con humildad, con verdadero amor, sin haber esperado nada a cambio. Entregas odio, recibes odio; cultivas soberbia, recoges desprecio; acumulas heces y al final el hedor te acaba intoxicando. Anhelo que mi mundo sea un espacio donde primen ese día final  los recuerdos positivos —pensó Roberto—.   

Bajaron caminando la cuesta por la vieja carretera que va desde el cementerio en dirección al pueblo. En el trayecto Roberto Cienfuegos se cruzó con  algún vecino, durante un buen rato anduvieron junto a unas mujeres vestidas con un chal negro, ¿viste al hermano de la difunta lo mucho que había envejecido? —escuchó decir a la más alta—, el entierro estaba muy concurrido—respondió su amiga—,  y se veía tan unida a la familia. 

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jane eyre
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Hola, necesito que edites el post para que aparezca, junto al título, la inicial que corresponda a la categoría en la que quieres que participe tu relato. Gracias.

 

 

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