Kate (T).

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Kiwiz
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Kate es como una musa, ella también vive entre la profundidad de los bosques y aparece en la música predilecta que escucha mi corazón. En la ladera, en la falda de la regia montaña que corona Derrigtown se levanta su hogar. Su madre, la señora Crowley, la regaña y grita hasta que desaparece con un portazo detrás. Algunas noches veo como termina los deberes del instituto, parece fastidiada y llena de apatía. Estoy seguro de que me quiere, de que siente tanto esto como yo.

Se levanta muy temprano pero ya estoy allí, junto a ella. Levanta las persianas rápidamente y observa degustando la actitud de la mañana que se presenta. Para entonces su bicicleta, azul y un poco oxidada, aguarda acompañarla hasta las clases en el porche. Algunos chicos se acercan y sonríe, atusa su pelo graciosamente. Entonces dentro de mí despierta una fuerza difícil de apaciguar, la necesidad de contarla que sólo buscan una cosa. Yo la cuidaré, proporcionaré todo lo que necesite.

He alquilado un sótano a las afueras, dije que era para guardar trastos viejos. También tengo bridas de plástico y tiras de esparadrapo. Compré una soga en la ferretería. A veces pienso que lo que voy a hacer no está bien, pero es la única salida. Mañana Kate no irá al instituto.
 

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Sólo debía esperar un día más y Kate por fin caería entre el ardor de mis brazos. Un tiempo desconcertante, áspero y largo que fulmina los nervios hasta desbocarlos. Esos ojos verdes, donde puede verse la firmeza y el aplomo con el que descansa una pradera, me conquistaron hasta ser incapaz de despojarla de una imaginación sobrecargada ante su impasible presencia. Con el paso de aquellos dos años la tensión se había elevado tanto que el momento de saber que sería mía para siempre sólo me producía alivio. Las noches anteriores, donde apenas lograba conciliar el sueño, sirvieron para memorizar y repasar varias veces el plan que tenía minuciosamente preparado.

Llegado el momento coloqué mi coche en la orilla del camino que lleva a Derrigtown. Previamente, con una maza que guardaba para la ocasión, abollé el frontal del vehículo para simular una fatal colisión contra un exuberante árbol cercano. Rompí el radiador y la luna e hice trizas los faros. Con la navaja corté una parte superficial de la piel de mi brazo y después abrí una incisión en la frente. Dejé a la sangre correr y manchar a su gusto. Cada minuto estaba calculado con precisión y cuando sospeché que quedaba poco para que Kate llegase a rescatarme me eché contra el volante y cerré los ojos.

Noté como unos finos y delicados miembros ayudaban a mi cuerpo a abandonar la escena del accidente. Entonces desperté de mi breve letargo agarrando fuertemente su cabeza. Comenzó a gritar pavorosamente, no entendía que sólo la estaba ayudando. La cinta adhesiva se encontraba en mi bolsillo, con lo que sosteniéndola logré sacarla y tapar su boquita. Expliqué, con toda la tranquilidad de la que disponía, que era por su bien y que no tenía que preocuparse por nada. Como no la entendió tuve que atarla de pies y manos, meterla en el maletero y arrancar en dirección al sótano. Allí una cama acompañada por velas, unas cuantas rosas y una fragancia a campo libre permanecían listas para nosotros.

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Está atada. Descansa con los ojos cerrados sobre el camastro. Tan linda, preciosa. La he tenido que amordazar para que no intente escapar. Para cuando despierte la he preparado un poco de leche con galletas. Seguramente lo necesite. Creo que es posible que la golpease demasiado fuerte, tiene el pelo manchado de sangre y está bastante sucia. Cojo una tijera, de esas que son grandes y largas, y rasgo su camiseta por completo. Después acaricio sus pezones con lentitud haciendo pequeños círculos, los introduzco en mi boca y los mordisqueo. La doy la vuelta, con cariño y ternura, y me deshago de sus zapatillas. Tras esto llega la hora de los vaqueros, que tiro por el suelo. He adornado el sótano con velas y muñecos de peluche, para que nuestra primera vez sea especial.

Aguardo sentado en la silla, junto a ella. Me muerdo las uñas frenéticamente. Parece que despierta; intenta decir algo pero el esparadrapo lo impide. Tampoco puede levantarse y apenas puede serpentear por el suelo, la soga hace su tarea. Meto mi mano debajo de sus bragas y acaricio sus labios, lo tiene seco. Intenta revolverse con energía y, por alguna razón, eso me excita más. Me quito los pantalones. Todo está bien, ahora está a salvo junto a mí.

 

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jane eyre
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