«En general –escribió Kafka en 1904 a su amigo Oskar Pollak–, creo que sólo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a las junglas más remotas, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo.»
Pero el aislamiento y la reacción humana ante esos golpes podría llevarle a ser feliz porque se puede serlo incluso recreándose uno en el dolor propio. En ese sentido el exceso de lo propuesto por Kafka nos obligaría a volver a los libros vacíos para crear un vacío existencial que nos transformase de nuevo (como cuando has sufrido mucho y al volver a un círculo de personas felices te conviertes en un incomprendido y tu sufrimiento es mayor).
En resumen: Para que los libros que muerden y arañan cumplan su cometido deberíamos intercalarlos con los otros porque los mayores golpes morales e intelectuales se sufren cuando vienen sin avisar y la caída se produce desde el estado contrario como en un precipicio vertiginosamente alto.
No obstante comprendo perfectamente lo que realmente quería decir Kafka haciendo un paralelismo con la música. Puedes oír durante toda tu vida una banda sonora variada y puedes escuchar gran parte de ésta con atención, pero si no te conmueve (ya sea sumiéndote en una desconocida tristeza, creciendo en fe o como ser que quiere salir de sí mismo, sintiendo una paz comparable a la de flotar en un gigantesco lago en medio de la noche, una incertidumbre y tensión cercanas al terror...), ni lo más mínimo, es como si hubieras hablado sin decir nunca nada.
El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦