La última función del señor Jack
El señor Jack era titiritero. Para los que no habéis tenido la suerte de ver un espectáculo de esta clase de artistas, conviene explicar en qué consisten: el titiritero se sitúa tras un pequeño escenario, normalmente de madera, aunque igual puede servir de cartón, y unas marionetas que él solo maneja se encargan de representar la función. Estas marionetas son muy particulares, porque no son como guantes que se enfundan en las manos o en los dedos, sino muñecas de madera, a veces de cerámica, que cuelgan de unos hilos muy finos atados a sus extremidades. Tirando de ellos suavemente, el titiritero consigue que se muevan por el escenario como actores de carne y hueso, y son tan finos que el público termina olvidándose de que existen -si es que ha llegado a verlos-. Estas marionetas tan particulares se llaman títeres.
De todos los titiriteros de la ciudad, el señor Jack era el más reputado y el más querido. Sus obras encerraban tal magia que los niños -y los padres que les acompañaban- se olvidaban de que los actores eran meros muñecos, y se deshacían en risas y en lágrimas. De hecho, alguno de ellos decía que hasta los propios títeres lloraban de verdad en alguna ocasión.
Pero el señor Jack no era querido únicamente por la magia de su arte, sino porque su corazón era grande y generoso. Desde que llegara a la ciudad, hacía ya más de medio siglo, había hecho todas las semanas un espectáculo gratuito, para que los más pobres también pudieran, por un momento, olvidarse de sus problemas y asistir a sus mágicas funciones, aunque no tuvieran dinero para pagar su entrada. Este espectáculo especial tenía lugar todos los jueves por la noche, justo a la puesta de sol, y demostraba que no es necesario ser rico -pues el titiritero nunca había hecho fortuna- para ser generoso. Y esta generosidad se veía recompensada largamente, porque, aunque no tuvieran dinero para pagar la entrada, los niños pasaban bajo su ventana a la mañana siguiente para darle las gracias, sin osar siquiera llamar a su puerta, lanzando gritos de júbilo desde la calle.
Conociendo cuán genial era su arte, y cuán grande su corazón, no os extrañará saber que cuando el señor Jack anunció aquella semana de invierno que daría su última función ese mismo jueves, se creara una gran expectación en la ciudad. Sí, todas las cosas tienen su fin, y aunque con las buenas siempre nos cueste aceptarlo, es ley de vida. El señor Jack era consciente de la tristeza que causaría el cierre de su pequeño teatro de marionetas, y por ello había postergado la decisión tanto tiempo... quizás demasiado.
Efectivamente, el señor Jack era un hombre muy anciano, más de lo que sus vecinos pudieran imaginar -pues había viajado mucho antes de establecerse en la ciudad-, y su salud ya no era la de otros tiempos. Por ello, el esfuerzo de seguir presentando cada noche su espectáculo, de no dejar morir la ilusión en los corazones de los niños que venían a ver sus títeres, acabó pasándole factura, y su corazón se debilitó hasta tal punto que, llegado aquel jueves de despedida, no se sintió con fuerzas para levantarse de la cama.
Pobre señor Jack, postrado en su habitación, dejando escapar impotente lágrimas amargas al pensar en todos aquellos niños que acudirían a su teatrillo y tendrían que volver a sus casas con la desilusión grabada en el rostro. Pero ¿qué podía hacer él, que carecía ya de fuerzas siquiera para levantarse de su lecho? Todo lo había dado por su público, y ahora no podía ni tan sólo despedirse cómo a él le hubiera gustado. Abandonándose a la tristeza, cerró los ojos y se echó a llorar.
Fue por ello que no vio cómo sus títeres lloraban también, emocionados por la devoción que tenía el anciano por su público y por su espectáculo. Sí, las pobres marionetas vertían lágrimas por su titiritero, por aquel hombre que siempre les había cuidado con extremado cariño, con infinita paciencia, y que les daba las gracias después de cada función, discretamente, por haber sido cómplices de sus historias, aunque fueran simples muñecos. Lloraban sin hacer ruido, en silencio, como siempre habían estado a su lado, sin poderle confirmar siquiera que, realmente, tenían un corazoncito latiendo bajo la madera.
Aquella noche, sin embargo, les animaba una fuerza nueva: todo el cariño acumulado se agolpaba en sus cuerpecitos de muñeca, y hacía vibrar los hilos que deberían haber sujetado esas manos sarmentosas una última noche más. Y, poco a poco, se desató un leve movimiento en las estanterías que el pobre anciano no llegó a percibir.
Horas más tarde, cuando la oscuridad de la noche mordía implacable la solitaria habitación del titiritero, el señor Jack se quedó sin lágrimas que verter y volvió a abrir los ojos. Apenas se veía nada en su cuarto, sólo los bultos indistintos de sus viejos muñecos, de sus fieles amigos. "Ah, cuánto me hubiera gustado poder darles un último espectáculo", suspiró melancólico. "Cuánto me hubiera gustado despedirme de los niños".
Entonces, la luz del alba asomó a su ventana y acarició con delicadeza los rostros de sus títeres. Al verlos, el señor Jack tuvo la extraña impresión de que se les veía fatigados, pero alegres. "Demonios, definitivamente me he vuelto un viejo chiflado", pensó. Pero antes de que pudiera darle más vueltas a aquel pensamiento, una vocecilla alegre llegó hasta su ventana:
—¡Magnífico espectáculo, señor Jack!
"¿Qué me ha parecido oír?", pensó el anciano. De inmediato, otra voz despejó sus dudas.
—¡Muchas gracias, señor Jack! ¡Una función extraordinaria!
—¡Bravo, señor Jack! —añadió una niña—. ¡Lloré de pura alegría!
—¡Fue genial, señor! ¡La mejor obra de todas!
—¡Muchas gracias, señor Jack!
Poco a poco, unas voces se sumaban a otras, y en pocos minutos un auténtico torrente desbordaba por su ventana. ¿Era aquello posible? El viejo titiritero intentó incorporarse y asomarse a la ventana para agradecer a los niños que hubieran venido ¿a pesar de todo? Sus voces eran tan alegres como sinceras: de algún modo, el espectáculo había continuado.
Unas lágrimas de pura felicidad, dulces como los aplausos y los vítores de su público, acariciaron su rostro, y tras dedicar una última mirada de agradecimiento a sus títeres, se recostó de nuevo en la cama y cerró los ojos. Ahora, por fin, podía descansar en paz.
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...(...) "y porque era el alma mía, alma de las mariposas" R.D.