"ZUMBIDOS"
En cuanto salió a una calle más amplia sintió otra vez un zumbido tras ella. Nada de voces gritando ni de ruidos atronadores, sólo ese zumbido que parecía llegarle de todas partes y, al mismo tiempo, era como si naciera del interior de su cerebro.
Miró alrededor, nada parecía producirlo, la vida de aquella avenida era la de siempre y las personas que caminaban por ella, bajo la puesta de sol, no parecía soportar molestias fuera de las normales: el tráfico, las prisas y el anonimato entre tanta gente que sigue la misma dirección.
Volvió al callejón, a resguardarse en su penumbra y en su tranquilizador silencio. Una risa llamativa captó su atención. Salía de alguna de las ventanas enrejadas que daban a aquellas vistas tan poco espectaculares de la ciudad.
Un breve silencio y de nuevo la risa alegró la soledad de aquella calle.
Llevada por la curiosidad se asomó sin reparar en las posibles consecuencias: en el susto de la persona que viera su intimidad asaltada o en la impresión que daría ella misma si alguien entrara en el callejón y la viera agarrada a aquella reja, de puntillas, asomada para curiosear en un mundo que no le pertenecía.
Sobre una mesita había una caja de música abierta, de esas que tienen una pequeña bailarina con tutú que gira incansablemente.
Con una boa de plumas rosa enrollada al cuello, una pequeña giraba imitando a la muñequita, con los pies enfundados en unos zapatos negros de tacón que se veían enormes en comparación con el cuerpo que los llevaba.
La niña reía y giraba al compás del ritmo marcado por la caja de música, tropezando con la punta de aquellos zapatos que ayudaban a arrancar su hilaridad.
Fue entonces cuando pensó en la palabra madre. Era justo lo que faltaba en aquella escena enternecedora, una madre, la dueña de aquellas plumas que, descalzada de sus tacones, fuese testigo de los giros y las risas de la pequeña bailarina. Pero allí no había nadie, o al menos no era visible desde aquella ventana.
Un gato saltó desde un contenedor tirando una lata que rebotó entre las sombras del callejón y ella se separó instintivamente de la ventana. Tendría que pensar en regresar a casa, no podía quedarse toda la noche allí.
Al echar un último vistazo, los cristales estaban oscuros. Qué sorpresa. El espectáculo había terminado repentinamente y ella volvía a estar sola en el callejón, bueno, ella y el gato que estaría escondido en alguna parte de aquellas sombras ¿acaso no era eso lo que hacían los gatos?
Alcanzó pronto el portal de su edificio, sólo estaba a una manzana y sus oídos habían hecho el trayecto sin escuchar zumbidos que los alteraran.
Era la segunda vez que le pasaba. Una semana antes le habían asaltado en la Biblioteca Municipal.
Estaba hablando con la bibliotecaria, una mujer cincuentona algo rolliza que la embelesaba con su tono de voz acariciador, amable como los libros.
Sus recomendaciones se vieron tapadas por aquel zumbido molesto que no dejaba que las palabras llegaran a su cerebro. Asintió, sonrió amablemente y trató de perderse entre las estanterías pero el zumbido no desapareció hasta que abandonó aquel recinto.
La señora de la voz dulce se extrañó al verla salir sin ningún libro. Le dijo que había olvidado algo y abandonó aquella sala impregnada del olor que tanto le gustaba.
En las escaleras de la entrada el zumbido había desaparecido pero ella no se detuvo hasta que llegó al parque infantil. Allí algo llamó su atención.
Eran dos niños sentados en un banco al abrigo de un poco de sombra.
Otros niños jugaban bulliciosos en los columpios o se perseguían en sus juegos, pero aquellos parecían tristes, como ajenos a todo lo que les rodeaba.
No hablaban entre ellos, quizás, ni siquiera se miraban. Parecía como si no se conocieran o como si estuvieran tan acostumbrados el uno al otro que ya no repararan en su presencia.
Ambos se afanaban en morderse las uñas, como si no existiera otro entretenimiento posible, como si todo su mundo se resumiera en aquellos dedos.
Al otro lado del seto que separa el parque de la acera se detuvo un autobús decorado con un gigantesco punto rojo, un logotipo de algo que ahora no recordaba.
Cuando volvió la vista hacia el banco sus ocupantes lo habían abandonado. Los vio de espaldas a ella, atravesando el parque, pasando junto a la papelera de la entrada.
Después todo había vuelto a la normalidad.
Ahora estaba en casa, con un libro abierto en el que refugiarse, sin niños que llamaran su atención y sobre todo rodeada de un silencio que sólo se interrumpía con sonidos familiares, de esos que revelan su procedencia con solo escucharlos.
Lee hasta quedarse dormida. Ya es toda una costumbre: el intento de que esos personajes literarios pueblen su sueño, pero no siempre lo consigue.
Esta noche menos que nunca. Son esos tres chiquillos los que se apoderan de la oscuridad de sus horas nocturnas.
Sólo la miran. Con unos ojos vacíos de expresión y unas bocas que no emiten sonido alguno. Sólo la miran. No le hablan, no la escuchan. Sólo la miran.
Despierta sin sobresaltos, en una transición perfecta del sueño a la realidad de su cama. No está asustada, ni siquiera se siente incómoda, simplemente piensa que pronto cumplirá los 45 y que tal vez está soñando con los hijos que nunca tendrá. Quizás aquellos ojos le reprochan el no haberles dado la oportunidad de ser o tal vez está predestinada a convertirse en una vieja loca que sueña con niños ajenos.
Se acomoda la almohada y vuelve a cerrar los ojos. No es raro que se desvele pero el sueño no tardará en llegar. Siempre lo hace.
La mañana la despierta y el zumbido se ha alojado de nuevo en sus oídos.
Nunca conseguirá acostumbrarse a él. Necesita salir de aquellas cuatro paredes que ahora le resultan desconocidas.
No encuentra sus zapatos. No están debajo de la cama, ni se han guardado solos en el armario como aquellas botas de agua que no recuerda haber comprado.
El zumbido la obliga a bajar las escaleras con las zapatillas de andar por casa. No se ha parado a mirar en el cuarto que nunca abre, esa habitación que lleva años sin ordenar y que incluso ha olvidado que está ahí.
Recorre calles sin un rumbo fijo, intentando huir de la incomodidad de sus oídos, de ese zumbido inexplicable que taladra sus ideas y no la deja pensar.
El zumbido tiene las riendas de sus pasos y la dirige hacia algún lugar que su consciencia desconoce pero que sus piernas parecen tener la certeza de dónde está.
Se para frente a un escaparate y el zumbido desaparece ante la visión de su reflejo. Lleva el pelo alborotado, no se acordó de peinarse antes de salir, la gabardina está demasiado arrugada y por debajo asoma la tela estampada del camisón de dormir. Sus zapatillas de cuadros acaban de completar una imagen que no reconoce como suya. ¿Quién es esa mujer que la mira a través del cristal rojo?
Parpadea y es como si despertara en algún lugar extraño, sin saber cómo ha llegado ni porqué está allí.
Su entorno está repleto de colores chillones que no agradan a su vista y entre ellos predominan unos molestos puntos rojos diseminados por todo el lugar.
Ahora recuerda el autobús del parque. El enorme circulo rojo pertenece a una cadena de jugueterías. En realidad es una cara de payaso dibujada con trazos simples pero es en la nariz, roja y vistosa, donde se dibuja el nombre de la tienda. En el interior, esas narices soportan los números de los precios.
Todo está lleno de niños pero no hay ninguno que parezca ajeno a todo lo que le rodea, sumergido en un mundo propio, especialmente solo.
Unos ríen con cajas entre los brazos, otros señalan las estanterías más altas con la mirada iluminada, algunos tiran impacientes de las ropas de sus padres y otros intentan la estrategia del pataleo para conseguir el juguete que anuncian los carteles.
De pronto siente que aquel no es su sitio pero teme volver a casa y que el zumbido la esté esperando escondido junto a sus zapatos. ¿Cerró la puerta al salir?
Sale por unas puertas que se abren solas y un niño con un globo en la mano, naturalmente rojo, se le queda mirando.
Oye voces a su espalda, pero no le importan, vuelve a su casa, a su sitio.
Las voces la alcanzan en el portal pero ya se han mezclado con el zumbido de sus oídos y con un llanto que está agarrado a su mano y que intenta zafarse sin soltar una nariz roja de payaso que flota sobre su cabeza.
Lo suelta al entrar en el portal porque ha visto a los niños del parque, allí, juntos como siempre. No se muerden las uñas, van cogidos de la mano y llevan la misma ropa de entonces pero demasiado sucia y demasiado arrugada.
Salen del portal. Lloran. Corren. Hacia dos señores que hay detrás de ella.
No los conoce. Van vestidos iguales y llevan unas gorras poco favorecedoras.
Los niños del parque se unen al del globo rojo que ya no llora.
Ella sube las escaleras perseguida por el zumbido que no deja de martillearle las sienes y la puerta de su casa la recibe abierta de par en par.
No cerró la puerta al salir, ahora estaba segura. Quizás hayan entrado ladrones porque hay una puerta abierta en una habitación en la que ella no recuerda haber entrado nunca.
Los dos señores entran por esa puerta y otro, vestido exactamente igual, le agarra y le habla. Ella no puede oírle. Solo escucha el zumbido que parece moverse por el zarandeo que el hombre le está dando a sus hombros.
A ella la sientan en una silla y pronto el piso se llena de gente extraña que entra y sale, moviendo la cabeza o levantando las manos.
Alguien se acerca a ella y le apunta a los ojos con una linterna que le recuerda a un bolígrafo que tenía de pequeña. El único recuerdo que conserva de sus padres, la imagen de un bolígrafo que se encendía al escribir.
El zumbido sigue envolviéndola.
De la habitación que no recuerda haber abierto sale una camilla envuelta en sábanas blancas. Sus ruedas van dejando una estela de plumas rosas y descubre que sus zapatos se han escondido debajo de esas sábanas.
El zumbido sigue envolviéndola.
Bienvenido/a, Jane Eyre
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...(...) "y porque era el alma mía, alma de las mariposas" R.D.