—Somos una mierda —murmuró el hombre, tendido en la angosta cama.
Debía llevar en el lugar un par de horas, pero ya estaba empezando a angustiarse. El espacio reservado para cada uno de los ocupantes estaba delimitado solamente por cortinas. Era como el probador de una tienda de ropa, sensiblemente más espacioso. Al lado de su cama vio una silla, un monitor que mostraba varios gráficos con —supuso— sus constantes vitales y un soporte con el suero que le estaban administrando. No había cabida para nada más.
No tenía ni idea de cómo podía haber llegado hasta allí, aunque en ese momento no le pareció del todo importante. Si estaba en ese lugar es que no se encontraba bien. Sentía una pequeña punzada en la cabeza y estaba aturdido, aunque mucho menos que cuando se despertó. Desde el otro lado de las cortinas le llegaba el ruido de varios monitores como el suyo, las voces de dos mujeres —que estimó que serían enfermeras— y la respiración de varias personas que, como él, eran inquilinas de las "suites” con cortinas. Tres, quizás cuatro más. Justo a su lado notó la presencia de una mujer que respiraba con mucha dificultad y de vez en cuando se lamentaba con apenas un hilillo de voz.
Comprobó que encima de su cabeza tenía una pera como las que había visto en casa de su abuela cuando era pequeño, para encender la luz, con un trozo de esparadrapo en el que habían escrito con rotulador: BOTÓN DE AVISO. Pensó en pulsarlo, pero de momento le pareció más oportuno escrutar lo que le rodeaba por los sonidos que le iban llegando.
—Somos una puta mierda —volvió a susurrar para sí mismo.
En el tiempo que llevaba despierto ya había escuchado cómo la mujer que tenía a su lado pulsaba el botón de aviso y una luz se encendía al otro lado de la cortina. Percibió los pasos de una de las enfermeras al acercarse para comprobar qué le ocurría.
—A ver, ¿qué le pasa ahora? —dijo con un claro tono de desprecio.
—Me duele el pecho, no puedo respirar.
—¡Claro que le duele! ¿No cree que si estuviese bien estaría en su casa?
—Sí, pero ¿no puede darme algo para conciliar el sueño?
—No, no puedo. Su médico ha dicho que no puede tomar nada. Intente tranquilizarse y duerma un rato, mañana le visitará el doctor —y sin escuchar más, se fue por donde había llegado, y el hombre escuchó cómo hablaba con su compañera para decirle que la pobre señora tenía ganas de joderle la noche de guardia.
Fue el tono de absoluto desprecio que detectó en la voz de la enfermera lo que provocó ese pensamiento en el hombre. Estaban allí confinados, probablemente en un estado crítico, en manos de una persona a la que poco o nada le importaba lo que les ocurriera, mientras la dejasen en paz hasta que pudiese irse a su casa. A su mente llegó de forma espontánea una pregunta: "¿Me estaré muriendo?". Seguía sin recordar cómo había llegado, y era evidente que estaba en un hospital, pero, ¿dónde exactamente? No había tenido ningún accidente de tráfico, de eso estaba seguro, porque ya había revisado su cuerpo al darse cuenta del lugar en que se encontraba. Con seguridad se había desmayado.
Descartó el infarto, por el aturdimiento y porque el pecho no le dolía en absoluto. Respiraba sin dificultades y podía mover las extremidades. Supuso que habría sido algo cerebral, aunque por su edad tampoco era probable que hubiese sufrido un derrame. Sin apenas notarlo se quedó dormido mientras intentaba dictaminar su propio diagnóstico.
Un grito le despertó de golpe, sacándole de un sueño profundo en el cual se estaba probando unos vaqueros, en una tienda de ropa, y por error se había metido en el probador de mujeres.
—¡¿ES QUE NO VA A CALLARSE DE UNA PUTA VEZ?! ¡Aquí hay gente que está peor que usted! Justo al lado tiene un hombre que está durmiendo.
"Estaba", pensó él.
—Me duele mucho —dijo la mujer en un mar de lágrimas.
—¿Quiere que avise al médico?, ¿se quedaría mas tranquila si le despierto a estas horas?
—Me parece que sí —el tono se volvió un poco más conforme. “Esperanzado”, pensó el hombre.
—Pues espere un minuto, ahora mismo le llamo —concedió la enfermera.
Sus pasos se alejaron, y la mujer fue cesando en sus quejidos hasta que se convirtieron en leves murmullos mezclados con su respiración sofocada. A cierta distancia le pareció escuchar cómo la enfermera contaba a su compañera que la señora había pedido que avisaran al médico. Pasaron varios minutos sin que nadie apareciese, y del otro lado de la cortina empezó a llegarle un leve ronquido que delató que se había quedado dormida. De momento la táctica de la enfermera había dado resultado y la mujer descansaba con la tranquilidad que suponía el recibir la visita del médico. El hombre escuchó su respiración sin apenas percibir que le estaba induciendo poco a poco a su propio sueño.
Despertó varias horas más tarde. Todo continuaba oscuro, y advirtió que del otro lado de la cortina ya no le llegaba el sonido de los resuellos de la mujer, lo cual le inquietó e impulsó inmediatamente a accionar el botón de aviso. De la misma manera que había sucedido cuando lo usó la mujer, una luz se encendió. Esperó varios minutos, pero la sanitaria no aparecía. El zumbido de su cabeza se incrementó súbitamente, lo que le hizo encogerse y apretar los ojos fuertemente. Escuchó los pasos de la enfermera, que se acercaba sin prisa. Entró en el habitáculo una mujer vestida con uniforme verde de auxiliar, de unos 50 años. Su rostro denotaba cansancio, e incluso le pareció vislumbrar una mirada de ira latente.
—Hombre, ya se ha despertado —dijo con total indiferencia.
—Me duele mucho la cabeza —contestó el hombre.
—¿Quiere que le de algo para el dolor? —le preguntó sin preocupación.
—Por favor.
La enfermera sacó una ampolla del bolsillo de su uniforme, junto con una jeringuilla, y se la inyectó por la vía que ya tenía abierta para suministrarle el suero.
—¿Qué me ha pasado?
—No lo sabemos. Le trajeron esta tarde, estaba sin conocimiento. Le han hecho varias pruebas, pero los resultados no estarán hasta mañana —explicó la enfermera.
—¿Quién me trajo?
—No lo sé, algún familiar supongo. La verdad es que cuando le bajaron aquí aun estaba inconsciente y no dejaron ningún dato de contacto para poder avisar
—¿Y dónde estoy ahora?
—En la unidad de observación del hospital —mientras contestaba a sus preguntas la enfermera revisó el monitor y comenzó a tomarle la tensión.
—¿Qué pasó con la mujer que estaba al otro lado? —tras hacer esta pregunta la expresión de la mujer cambió radicalmente, como si le hubiese cogido totalmente por sorpresa.
—Se la han llevado —dijo en tono grave.
—¿Adónde se la han llevado?
—Al depósito. Falleció hará un par de horas. Son cosas que pasan a diario, sobre todo en esta parte del hospital. Pero el contarle esto no va a ayudar a que usted descanse. Intente relajarse, pronto le hará efecto el calmante y podrá volver a dormir.
—¿Muerta? —preguntó el hombre, confuso—.Pero si yo la escuché, no parecía tan enferma, sólo... angustiada, quizás.
—Mire, no voy a darle el diagnóstico de una persona solamente porque la haya escuchado quejarse —increpó, perdiendo la paciencia—. Estaba muy mal, por eso la trajeron. De hecho deberían haberla enviado directamente a la UCI.
El hombre comenzó a marearse de nuevo. De pronto todo era blanco, no veía nada en absoluto.
Cuando volvió en sí la enfermera ya se había marchado. "Esa maldita puta me ha drogado", pensó, mientras se incorporaba lentamente. Agudizó su oído para escuchar los sonidos de la sala, pero ya apenas lograba distinguir el murmullo de sus propios movimientos. Nada de monitores, nada de toses o respiraciones fatigadas. Un vacío total. Lo primero que pensó es que se había quedado sordo, pero lo descartó repitiendo en voz alta su frase favorita de aquella noche:
—Somos una puta mierda.
El descubrir que aun podía oír no le reconfortó demasiado. ¿Por qué no escuchaba a nadie más? Se encontraba en el ala de observación de un hospital y parecía estar completamente solo. Una idea empezó a formarse en su cabeza poco a poco. Primero fue la mujer de al lado. Después la enfermera le había inyectado alguna droga que le había dejado inconsciente en pocos segundos, y al despertar ya no había nadie.
Notó cómo un sudor frío comenzaba a perlar su frente. Le costaba otra vez respirar y volvían los mareos. Estaba recluido en un hospital, en manos de una enfermera que seguramente le quitaría de en medio a la mínima oportunidad si le creaba problemas. Lo había comprobado con su "compañera" hacía un rato.
Bajó de su cama con dificultad, intentando ignorar las punzadas de dolor que martilleaban su cabeza. Su ropa estaba extendida en una silla junto a la cama. Con mucho cuidado se vistió, procurando no hacer demasiado ruido para que la auxiliar no se acercase a ver qué estaba haciendo su último paciente de aquella noche. De pronto escuchó pisadas que se dirigían hacia allí. "Se acabó el ser discreto", pensó. Se arrancó la aguja que tenía en el brazo, con el suero, y esperó a que la enfermera corriese las cortinas. En cuanto lo hizo se abalanzó sobre ella.
—¡Muere puta asquerosa! —gritó. Ella no atinó a decir nada a causa de la sorpresa.
Le clavó la aguja directamente en el cuello, con tan buena puntería que acertó en la yugular. Con presteza, dejó que el aire contenido en el tubo entrase en el riego sanguíneo. La enfermera comenzó a convulsionar y él salió apresuradamente del lugar, sin pararse a comprobar el resultado de su ataque.
Cruzó al pasillo y de allí directo a la puerta principal del hospital. Pasó por delante de todo el personal médico sin que nadie reparase en su presencia; en ese mismo momento entraban varias camillas con lo que parecían víctimas de un accidente múltiple.
Corrió durante un buen rato sin saber adonde iba. Al fin y al cabo tampoco sabía de donde venía, cómo había llegado al hospital, ni por qué la actitud de la enfermera le había provocado tanto desasosiego como para, casi seguro, haberla matado. Se paró en seco al pensar en ello. ¿En realidad había hecho algo aquella mujer? Se sintió otra vez aturdido, confuso y mareado. Comenzó a trastabillar, hasta que finalmente se desmayó.
Horas más tarde se despertó, de nuevo, en la camilla de un hospital. A su lado una enfermera comprobaba su estado.
—¿Dónde estoy? –preguntó una vez más, con una fuerte presión atenazándole en el pecho.
—En la unidad de observación del hospital. Le han encontrado inconsciente en la calle —dijo la mujer, con voz neutra.
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