El primer refugio de los caballeros de fortuna
Porque toda tripulación pirata necesita un lugar de descanso
1991 fue un año parco en novedades, pero las dos que trajo fueron de calado. Si ya vimos que los antagonistas de los piratas incorporaban a su colección la implacable goleta, hoy toca repasar la otra novedad: la isla pirata.
No la isla del tesoro, sino la pirata, el lugar donde los caballeros de fortuna podían reunirse a repartir el botín, recuperar fuerzas, calafatear sus barcos y todas estas cosas tan mundanas como necesarias. Aunque se suele incidir en las islas del tesoro y a los piratas “de permiso” solemos imaginarlos en ciudades portuarias —y pecadoras— como Port Royal o Tortuga, lo cierto es que existieron muchos otros campamentos, por lo general más modestos, que servían de refugio a estos fuera de la ley. Decir que valían también para ocultar botines es muy optimista: por lo general, se bebían estos a una velocidad considerable.
Sobre todo en las primeras décadas de la piratería, algunos caladeros secretos, en los que se improvisaban viviendas de madera como hacía cualquier otro colono, servían de guaridas a los piratas o a los bucaneros que les facilitaban provisiones. Con el tiempo, algunos de estos enclaves crecieron, se fortificaron, incluso se dotaron con algunos cañones y terminaron convirtiéndose en auténticos pueblos. El que nos presenta Playmobil en su caja 3799, no obstante, todavía es un lugar modesto, en ciernes. Y, a todas luces, en él encontramos ecos de novelas como Robinson Crusoe.
La isla —Isla Tortuga en la denominación popular— era más grande de lo que se adivina en la fotografía de la caja, seguramente por su forma alargada. Lo que era el campamento en sí no pasaba de ser un bungalow encima de una colina... en apariencia. El meollo estaba bajo la misma, donde una caverna, con puerta secreta incluida, permitía esconder los tesoros saqueados durante las aventuras.
El escenario, además de presentar la flora típica de la zona, inclusive algunas flores exóticas, y las mencionadas tortugas —que históricamente fueron un plato predilecto, pobres ellas, de piratas y marinos por su torpeza fuera del agua—, traía una cabra y a un náufrago al estilo del propio Robinson Crusoe o más bien de Ben Gunn, simpático e inquietante personaje de La isla del tesoro. Y, por supuesto, toda la parafernalia pirata: utensilios de cocina, barriles de groj, un loro en su percha, armamento, bolsas de dinero, faroles, cestos con objetos preciosos y un cofre reforzado con cerradura —un gran avance para no ir perdiendo las monedas de oro por todos los rincones—.
El pirata al cargo de la guarida se ve bien alimentado, elegante con su mostacho y cómodo descalzo por la suave arena de la playa. Un personaje sugerente con su original sombrero de tres picos —pluma a juego—, sus aros dorados y su camisa abierta para mostrar el pelo en pecho. Un buen tipo, además, a juzgar por cómo ha acogido en el refugio al náufrago a la espera de nuevas aventuras.
En definitiva, la guarida pirata 3799 era una caja de excepción, con material muy interesante para llevar las aventuras de los piratas a tierra firme. Una nueva posibilidad que nos presentaba Playmobil para cerrar el año que se revelaba todo un acierto.
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