La reconquista del trono de Thule
El Príncipe Valiente ayuda a su padre a saldar su gran cuenta pendiente
Harold Foster hacía arrancar su gran saga con la pérdida del trono de Thule. Esta premisa argumental le permitía dotar de un origen noble a su protagonista —un detalle en absoluto banal en una historia artúrica— y, al mismo tiempo, limitar sus recursos. No obstante, se trataba de una situación que no se podía prolongar demasiado en el tiempo. Con Val nombrado caballero de la Tabla Redonda y navíos a su disposición, ¿qué podría justificar una demora en abordar este proyecto ineludible sin minar el carácter que se había perfilado en anteriores entregas?
Así, 1939 sería el año para desarrollar el arco argumental de la reconquista del trono de Thule. Es una historia llena de simbolismo. En primer lugar, la emprenden solo los veteranos que acompañaron al rey Aguar a las marismas de Britania, hombres maduros que van a encarar su destino. Solo el príncipe Valiente, que ya ha tenido su bautizo de fuego en la guerra, les acompaña como refuerzo, como sangre nueva; por lo demás, son los mismos que huyeron en su día. El apoyo de Camelot se reduce a dejarles llevar lo que ellos mismos han conseguido como botín de guerra contra los sajones, pertrechos para su propia invasión.
Al llegar a las costas de Thule, el rey destronado quema su navío —como hicieran los conquistadores españoles—, un gesto épico que significa que no hay vuelta atrás. La resistencia del rey Sligon es más bien pasiva y es el propio pueblo el que se une a la sublevación, hastiados de su mala gestión. De hecho, el usurpador termina abdicando sin que haya una batalla propiamente dicha. El mensaje que Foster es claro: el gobierno puede ser una maldición y no es algo a tomar a la ligera, nada parecido a un cuento de hadas. En vez de presentarnos una historia caballeresca, se nos presenta la carga que supone llevar un reino y hace que la victoria tenga un lado opresivo.
Está claro que el autor no pretende mostrar un trono idealizado y que ve demasiado prematuro encerrar a su joven héroe en él. Así, tras un enredo de faldas, una de esas comedias de situación que tan bien se le dan, en la que implica a la hija del tirano —la artera dama Claris— y el apuesto e inocentón joven cortesano Alfred de Gerin, nuestro protagonista termina por hacerse caballero errante, ávido de experiencias.
Como cierre, en la línea simbólica de todo este arco argumental, Val vive uno de los raros episodios sobrenaturales con los que Foster decidió en última instancia vestir la serie: un encuentro con una misteriosa bruja nórdica en la cueva del Tiempo. Es el broche a un interludio que permite al autor reubicar el estado anímico de su protagonista y tomar fuerzas antes de una de sus más renombradas aventuras bélicas.
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