Saqueadores de tumbas

Imagen de Brutal Ball

También conocida como la historia de Darg-hai-Khan, es una de las más populares en la Ciudadela, tal vez porque fue protagonizada por un grupo de cinco aventureros de muy distintas procedencias.

Darg-hai-Khan era un saqueador de tumbas del siglo I de la nueva era, lo que viene muy al pelo a la hora de refrendar la historia. Cascalosas, raspa-tumbas, soplahuesos... no se puede decir que fuera una profesión bien considerada, pero tampoco inusual. Cientos de habitantes de la Ciudadela buscaban (y buscan) su fortuna en las tumbas olvidadas de sus ancestros... o de los ancestros de sus vecinos. Algunos de estos grupos se basaban en el secretismo y la solidaridad de los suyos —escurridizos goblins, brutales orcos, insondables enanos—, pero el de Darg-hai-Khan era uno de especialistas.

Aîdärk Nöwe' era tan adicto al loto como al conocimiento, y sus sortilegios y conocimientos de runas arcanas se encargaban de franquear el paso ante los hechizos de sellado y de dar cuenta de los guardianes sobrenaturales. Como solían decir sus compañeros, nadie quiere a un elfo sombrío en el equipo hasta que aparece un demonio hambriento. Grwak el Tuerto era un veterano de las Guerras Limítrofes que lo mismo descorchaba una cabeza que destrozaba una salsa, aunque, por lo general, terminaba haciendo de mula de carga. Tzim VIII era su contrapartida: el escurridizo nezumi rara vez llevaba nada más pesado que su capa e iba siempre de avanzadilla, huroneando por los corredores sin fin sobre los que se alza la Ciudadela. Darg-hai-Khan, el medio ogro que lideraba el grupo, no tenía inconveniente en consultar a aquella vieja rata como segundo de a bordo: si se crecía demasiado, siempre podría descuajeringarla como descuajeringaba los portones remachados que cerraban las criptas. Por fin, el miembro más humilde del grupo: Tac. Este goblin no había tenido fortuna ni como pescarratas en la Cloaca Mayor, pero Darg-hai-Khan disfrutaba empleándolo de cebo. Nadie hubiera dado dos piezas de cobre por su sucio pellejo grisáceo, mucho menos esperado que su nombre fuera sinónimo de gloria, inmortalizado en las lápidas de las Siete Colinas. Pero fue él quien hizo el Hallazgo.

Apenas cabía por el miserable agujero entre sillares, pero no era algo que fuera a detener a sus compañeros. Con la ayuda de una lanza y un burujo de trapos viejos, Grwak lo desatascó y lo hizo caer al otro lado del muro. El espectáculo era tal que ni siquiera el dolor cular nubló su vista: había ido a parar a una sala que, por sus dimensiones, bien tenía que ser el salón de un rey, un templo o un estadio.

Poco a poco, esta hipótesis fue imponiéndose al resto. Había palcos, graderíos en torno a una arena central enlosada en una extraña piedra blancuzca, accesos enrejados a lo que debían de ser los cubiles de las bestias... Tac maldijo su suerte. En un lugar semejante no encontrarían joyas ni oro, ni siquiera armaduras o grimorios por los que regatear unas monedas a algún trapero. Desanimado, se sentó en la arena y dejó vagar su mirada por los frisos que decoraban los muros.

Había algo hipnótico en aquellos personajes vestidos con extravagantes armaduras cubiertas de púas. Saltaban como en los espectáculos taurinos, pero no a un toro, sino a otros oficiantes. Estos no parecían menos feroces que una bestia: sus belfos espumeaban igualmente —sobre todo en el caso de los minotauros— y sus miradas maniacas resultaban tan aterradoras como las de cual-quier animal. También corrían, y se golpeaban, aunque no utilizaban arma alguna. Y hacían volar extraños artefactos de forma oval —¿melones?— del mismo modo que volaba la imaginación del desgraciado goblin.

Un chasquido lo sacó de los sueños que lo tenían absorto: Aîdärk se había teleportado a su lado.

«¿Y bien?», le dijo el elfo sombrío.

Tac meneó la cabeza.

«De aquí no vamos a sacar nada. A menos que cobremos una entrada», divagó señalando los bajorrelieves con un gesto de la mano.

«¿Y quién demonios iba a pagar ni un par de monedas de cobre por ver algo así?», se burló Nöwe', pero antes de que naciera la carcajada, algo en la respuesta del miserable goblin puso en marcha los engranajes de su cabeza.

«Yo lo pagaría», dijo la triste criatura. «Pero porque soy un pobre diablo.»

Aîdärk se sonrió. Si algo había en la Ciudadela eran pobres diablos. Había toneladas de ellos. Si de verdad iban a pagar por ver... ¿qué? Era posible que hubieran tocado el premio gordo, pero aún tenían que darle forma.

El elfo sombrío lanzó un hechizo de claridad espectral y, al mismo tiempo que docenas de fuegos fatuos iluminaban el esta-dio, Darg-hai-Khan irrumpió en la arena alzando una de las rejas de las mazmorras. Aîdärk y Tac se quedaron sin aliento. Estaban empezando a visualizarlo. Entonces Grwak lanzó uno de sus espeluznantes bostezos y sus ecos retumbaron en las gradas. Si hubiera sido un grito de guerra... ¿Y por qué no? Sus miradas volaron de un extremo a otro del campo, dibujando en su imaginación contendientes que aparecían, simultáneamente, de los cuatro puntos cardinales. ¿Cuántos? En los frisos aparecía una buena caterva.

Clarines fantasmagóricos pusieron música a sus sueños y creyeron oír el clamor de las gradas. Durante toda la jornada, registraron de arriba a abajo el complejo, encontrando extraños cálices votivos, monedas de oro grandes como platos que pendían de cadenas labradas, inscripciones que desgranaban grandes gestas realizadas a lo largo de extrañas y violentas competiciones.

Cuando se reunieron horas después para disfrutar de una cena a base de cecina de momia, sus cabezas bullían de proyectos sin fin. Darg-hai-Khan tenía ya en mente media docena de personalidades con las que hablar, gentes duchas en el espectáculo y con mano en el negocio de distribución de bebidas. Un par de bolsas de oro en los mostradores adecuados de la satrapía y aquello podía convertirse en el nacimiento de un emporio.

Ninguno se fijó en el bulto cuadrangular que escondía Tzim VIII bajo su capa. Tampoco le hubieran dado mucha importancia. ¿Cómo podría tenerla un libro frente a las posibilidades que se abrían ante sus asombrados ojos?

 

¿Sabías que...

algunos eruditos sostienen que Tzim VIII encontró el reglamento original de Brutal Ball?

Algunas sectas mistéricas han llegado a convocar hasta tres guerras santas por este asunto, aun cuando resulta evidente que no se trata más que de un mito, porque ¡¿cómo podría existir un único reglamento de Brutal Ball!? Los entrenadores no pararían de pelearse durante las consultas...

Comixininos

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