El cómic que quería leer
Disquisición peregrina sobre ese encuentro fortuito, tal vez imposible, con el cómic de nuestra vida
Había un cómic que quería leer. Y digo había porque, en realidad, ni siquiera sé si existía.
En el tema éste de leer tebeos, o cómics, o comoquiera que les queráis llamar, hay dos cosas muy claras: cada uno es de su padre y de su madre, y todos, en realidad, tenemos las mismas manías pero con distintos enfoques.
Así, todos tenemos un cómic maligno, uno que no nos va a gustar nada de nada y sobre el que caeremos irremediablemente. Puede regalárnoslo nuestra madre confundiéndolo con otro de otra serie, dejárnoslo ese compañero de clase que cree que compartimos aficiones o, simplemente, acabar en nuestras manos por culpa de una cubierta engañosa. En mi caso sería cualquiera de la soporífera serie de Mortimer y Blake, la cual, todavía no entiendo por qué, disfruta de muchos seguidores.
También creo que todos, o al menos muchos lectores, nos hemos encontrado con la joya inesperada, con ese cómic que devuelve un brillo inusitado a la afición, que nos hace creer de nuevo, que nos demuestra que las fronteras están ahí para ser rebasadas, que pone de manifiesto que el ingenio no es patrimonio exclusivo de los científicos, sino algo muy presente en algunas viñetas. En esta categoría mi gurú sería el gran Alan Moore y, sin duda, la obra con la que me engatusó V de Vendetta. Y debo reconocer que, ignorante de mí, me resistí a leerla.
Entre estos dos extremos están otros eternos indispensables: el cómic que nunca creíste que leerías (Yoko Tsuno), el que te enganchó contra todo pronóstico (Excalibur), el que hubieras querido que durara para siempre (El Señor de los Chupetes), el que no creías que existiera realmente (El inspector Dan) y tantos otros que, de un modo de otro, van configurando nuestros gustos, formando nuestro criterio, encauzándonos o alejándonos de algunas lecturas. Existen, cada uno con sus caras distintas, porque el ser humano, además de tener los gustos completamente personales, es siempre el mismo.
Y más allá de estos cómics, como supongo que le habrá pasado a más de uno también, está el que siempre quise leer. Un cómic que, como digo, no sé ni siquiera si existe.
A pesar de esta intangibilidad, hay algunos elementos que sé que tiene que tener, por lo que siempre me encuentro siguiendo su pista como un cazador de fantasmas. Y, de hecho, por ahí van los tiros. Voy a intentar explicarme.
Como la mayor parte de la gente de nuestra cultura, tengo un vínculo subconsciente que une los cómics y la infancia. Fue en aquella época cuando empecé a leerlos –mi padre decía que ya en la cuna solía estar con uno abierto aunque, obviamente, todavía no sabía leer- y, aunque no fue la época en la que encontré ninguno de los que más me han impactado, sin duda dejaron un poso muy intenso en mi imaginario.
Del mismo modo, en aquella época fue cuando forjé mi gusto por las historias. Aunque algunos conciben el cómic como algo distinto a una narración al uso, sobre todo porque creen, con más o menos razón, que la tira cómica es el origen de todo esto, para mí es algo indispensable. Me gustan los cómics narrativos, desde siempre. Para mí un Astérix, o un Superlópez, daba mil vueltas a un Zipi Zape o un Mortadelo (bueno, a un Mortadelo en menor medida porque tenían más historia).
¿Y qué narraciones me llamaban en aquella época? Bueno, básicamente las que me siguen llamando ahora: las oscuras. Sí, para mí Superman siempre parecerá un cutrecillo al lado de Batman ya sólo por las pintas. Y sí, siempre me seducirá más un héroe atormentado, como Constantine, que uno brillante, como Superman –se percibe que no me gusta el personaje, ¿verdad?-.
Lo que pasa es que cuando uno es niño, se encuentra con que no es fácil acceder a ese material siniestro que tanto te atrae. A una madre no le puedes decir que el monstruo de debajo de la cama te encandila con sus cánticos porque se inquieta. Y, de este modo, es muy complicado encontrar buenos cómics del género cuando eres pequeño: ni lo tienes fácil para buscarlos, ni para entenderlos.
Cuando te agenciabas, por ejemplo, el sugerente cómic del Inspector Dan sobre las catacumbas de Orly, te dabas cuenta de que, más que miedo, lo que daba era una gran desazón porque no había quien entendiera nada. Y ahora, cuando intentas encontrar cómics que retomen ése espíritu de terror aventura del que te viste privado en tiempos, y que no sean demasiado adultos, te das cuenta de que están escritos para gente mayor que se quiere sonreír con los miedos de infancia ahora que no los tiene, como ocurre con el genial Lenore. De este modo, tampoco te quedas satisfecho.
¿Qué pasa con los cómics de terror que entreveía de pequeño? ¿Descubriré ahora que eran una entelequia, un espejismo en el desierto lector?
Por el momento no los he encontrado. Sí que he leído fabulosos tebeos de terror, entre los cuales destaco una antología –de la que no recuerdo, lamentablemente, el nombre- y que entre otros presentaba “El gato negro” de Poe. Ésta, a pesar de ser fabulosa, tenía precisamente ese problema: era una adaptación, y eso siempre se percibe. Incluso el sublime libro Los mitos de Cthulhu de Breccia adolecía algunos de estos problemas típicos y algo vagos.
Supongo que el equilibrio entre infantil y adulto es complicado, al igual que entre sombrío y horrible, o entre los miles de otros polos entre los que colgaría mi fantasmagórico cómic ideal. Sigue quedando lugar para la esperanza, qué duda cabe, pues ya he calado por ahí algunos que podrían esconder el famoso tesoro: Sea of red: ninguna tumba excepto el mar, El ladrón de días...
El tiempo dirá. Lo que es seguro, de momento, es que su denominación ha cambiado: ya no es el cómic que me gustaría leer; cada vez es más el cómic que me gustaría escribir. Y, supongo, esto no es malo. Sólo que tendré que aprender a dibujar.
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