La mancha y la luna

Imagen de jspawn

Aquella noche él estaba solo. En el centro del mar había una mancha, producida por la luz lunar, que rutilaba como un sol oscurecido. Desde lo alto observaba tal escena, que iba in crescendo, apoderándose de su alma. Una fuerza oculta lo movió a bajar a la playa, también azotada por alguna que otra ola.

Arturo, entonces, recorría lentamente la pasarela, mirando cada tablón, como intentando establecer comunicación con aquella madera. La arena todavía estaba húmeda. Si no fuera porque es humano, la engulliría para recobrar la fuerza antes perdida. Y es que Arturo se levantaba cada día con menos fuerza. No conocía a nadie por aquellas tierras. Se alimentaba de pescado que cogía durante medio año y que luego congelaba. Era dueño y señor de aquella “villa de la soledad” como él mismo meditaba, noche tras noche, bajo la luz del candil.

 

A menudo oía voces que no eran sino los vientos furiosos jugueteando con los recovecos de la casa. El faro se le hacía extraño: no estaba acostumbrado a tanta soledad. Se miró las manos, arrugadas; se miró las piernas, cansadas; y se miró, también, la cara en el único espejo que allí había. No se conocía. Una barba descuidada y unas ropas andrajosas eran su estilo habitual. Una lágrima cayó sobre su palma. En qué se estaba convirtiendo, musitaba. Le sobrevinieron recuerdos de sus padres y de sus hermanos, a los que tanto quería, y no sabía por qué no estaban con él. Añoraba las caricias de la madre, la voz del padre y los consejos de sus hermanos, todos mayores que él.

 

Como no se tranquilizó aquella noche, bajó. Bajó por la escalera de caracol, con un trozo de mármol blanco que le dio su abuelo. Y él era ahora el abuelo. Pero sin nietos porque no hubo hijos. Porque no hubo amor en su vida. Porque no hubo oportunidad de conocer a nadie. Porque no hubo, al fin, ninguna mujer en aquel cabo perdido entre las sombras y entre los sueños.

 

Y tampoco hubo navío que avistar. Porque por allí no pasaba ninguno, y si pasaba era espectral. No sabía Arturo cuántos años estaba así. Sin nada que hacer. Sin nada que esperar.

 

Se sentía viejo y estúpido, zozobraba cual negra nao corsaria. Las únicas obras literarias que conservaba eran un Quijote, que releía cada equis tiempo, y un Ulises, del que no pasaba de la primera página, pero que releía una y otra vez, hasta cansársele los ojos y la mente.

 

Arturo, como decía, sostenía en su mano la piedra cuando se sentó en la pequeña playa y habló:

 

—Te voy a entregar lo que te pertenece, no sufras. ¿Ves la piedra que sostengo en mi mano? Era de Asensio, mi abuelo. Te juro por todos los dioses que no puedo más. Me tienes sin vida, sin aliento, en este putrefacto faro y en este cabo indómito. No sonrías porque no me conoces. No sabes lo que soy capaz de hacer…

 

Y Arturo cogió la piedra y la tiró a la mancha. Oyó cómo cayó y se tiró al mar. Nadó hasta intentar cogerla. Se quedó mirando dónde estaba y comprendió, por fin, por qué seguía solo. Las estrellas rodaron solas.

 

Él y la mancha desaparecieron.

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