La odisea del Endurance
“Habíamos sufrido, padecido hambre y triunfado; nos habíamos humillado y, sin embargo, habíamos crecido con la grandeza del todo. Habíamos visto a Dios en Su esplendor, oído el texto que interpreta la naturaleza. Habíamos alcanzado el alma desnuda del hombre”. (Sir Ernest Shackleton)
Otra vez no, otro artículo tedioso sobre historia no, ¿cierto? Pues no, aquí no hay fechas que recordar, ni tampoco batallas, ni reyes. Esto no está en el temario del cole, a pesar de ser un hecho histórico. Os aconsejo emplear unos minutos en conocer esta historia, puede que os sea una inversión muy provechosa. A más de uno le cambiará su visión de la vida. La vida de ahora, que poco se parece a la vida tal y como una vez fue, según descubrió un chico de diecisiete años cuando, cautivado y sorprendido por una imagen, deseó saberlo todo acerca de un viaje emprendido al Polo Sur. Un empresa romántica que antaño los aventureros morían por acometer. ¿El héroe? Sir Ernest Shackleton. ¿La imagen? Un barco apresado en las garras del hielo. ¿El joven? Hoy ya no os lo podría presentar, pero algo queda... Comencemos este viaje al corazón mismo de la soledad. En los confines del mundo, donde sólo frío y oscuridad nos aguardan.
Cuando el explorador Amundsen coronó el Polo en 1911, sólo quedó un reto para los que gustaban de viajar al continente helado: atravesarlo por completo. El protagonista de nuestra aventura es Ernest Shackleton, quien con sus palabras plasmó el modo en que descubrió su vocación: “... Fue un simple sueño. Parecía revelarme que algún día yo iría a la región del hielo y continuaría sin descanso hasta que llegase a uno de los Polos de la Tierra”.
Shackleton, considerado (justamente, como veremos) el explorador con más coraje de todos los tiempos, fue un osado marino. El lema de su familia era “by endurance we conquer” (“con esfuerzo, venceremos”). Como un romántico que era, estaba deseoso de partir desde el mar de Weddell para cruzar la Antártida de cabo a rabo y salir por el mar de Ross en lo que aproximadamente sería una caminata de casi dos mil millas. Para esa expedición contaba con dos barcos: el Endurance, que sería el que les llevaría por el mar de Weddell, y el Aurora, que le recogería a él y a sus hombres desde el mar de Ross. La duración del viaje prevista era de unos cuatro meses.
Teniendo los barcos, lo que le faltaba era una tripulación. En esto nuestro capitán tuvo mucho cuidado pues, además de la cualificación en el trabajo que deberían desarrollar, se fijó en la capacidad que el aspirante tenía para llevarse bien con los demás (en el Polo no es plan de formar tanganas precisamente). Su anuncio ponía:
“Se necesitan hombres valientes para una expedición peligrosa al Polo Antártico. Se les ofrece poco dinero y se les garantiza mucho frío y largos meses en tinieblas. No se asegura volver sanos y salvos. Honor y reconocimiento en caso de éxito”.
Eh... casi era una invitación a no ir. ¿Quiénes iban a querer jugarse la vida por poco dinero y encima pasando meses de frío extremo? Pues por lo que se ve casi cinco mil marineros, de los cuales sólo se aceptaron unos veintiocho.
Con todo listo, fue un martes del agosto de 1914 cuando Shackleton recibió la Unión Jack del Rey para que la llevara en la expedición. Esa misma noche la Primera Guerra Mundial estalló. Entonces Shackleton se dirigió al Almirantazgo británico para poner su barco y sus hombres a disposición de la defensa del país. El Almirantazgo sólo le telegrafió una palabra: “Prosiga”. El 8 de agosto el Endurance partía de los muelles de Plymouth para llegar en septiembre a Georgia del Sur.
Al principio el viaje fue tranquilo. Cuando salieron las conversaciones sobre la nueva guerra, la mayoría de los tripulantes creía que no duraría más de medio año, por lo que se preocupaban más en qué les depararía el mar de Weddell. Tras calcular el mejor momento para entrar en los hielos, decidieron cargar cantidades extra de carbón. Entonces empezaron los problemas: debido al mal tiempo tuvieron que detenerse por un mes.
Al poco de levar anclas se encontraron con una gran cantidad de trozos de hielo que les producían un avance muy lento. A los nueve días, Shackleton anotó en su diario “nos encontramos completamente rodeados de hielo, sin un sólo rastro de agua libre en el horizonte”. Por la mañana el Endurance luchaba para llegar a un claro. Cinco horas más tarde lo lograba.
Para primeros de enero sólo se habían movido unas cuantas millas. Conseguir avanzar entre los témpanos era desesperante, y en las placas los hombres intentaban afanosamente abrir un cauce a golpe de pico y pala. Pero los témpanos cambiaban continuamente: ahora crecían con las nevadas, ahora se partían, luego se comprimían, se soldaban a otros... Para el 5 de enero la tripulación olvidaba su desánimo jugando pachanguitas de fútbol sobre grandes placas.
Y pasó lo que se veía venir: el 19 de enero de 1915 el Endurance quedó atrapado en el hielo y a la deriva. Al poco tiempo el timón quedó bloqueado para a los pocos días escucharse un crujido cerca de la nave. Se trataba de una grieta en los hielos. ¿Era al fin la salida? Durante tres horas, forzando las calderas y desplegando todas las velas, Shackleton trató de hacer entrar la embarcación por la grieta,. El resultado fue el desprendimiento de los hielos que bloqueaban el timón.
Los siguientes días fueron más tranquilos. El día 27 de ese mismo mes se decidió apagar las calderas pues ya habían quemado demasiado carbón (a ritmo de media tonelada diaria) y sólo les quedaba para más o menos un mes. Para cuando llegó el día 31 de enero la nave había flotado en las garras del hielo unas ocho millas al oeste. El Sol, que había estado sobre el horizonte por dos meses, se ocultó por primera vez. Se fue el verano.
A las dos de la mañana del 22 de febrero Shackleton escribió “ahora no podía dudar de que el Endurance quedaría confinado durante el invierno”. Ese mismo día la tripulación alcanzaría el punto situado más al sur de toda su aventura. Sólo les quedaba una posibilidad: prepararse para el invierno a bordo del barco, ahora llamado cariñosamente “el Ritz”.
Con la llegada de la primavera la nave empezó a rugir por la presión de los bloques helados que amenazaban con aplastarla. El domingo 23 de octubre de 1915 fue el principio del fin. Aproximadamente a las seis y media de la tarde el Endurance gimió mientras que el costado de estribor empezaba a doblarse peligrosamente. El entablado crujió, las cuadernas de popa se partieron. Inmediatamente se formó una vía de agua y las bombas de achique no se hicieron esperar.
En su lucha el navío aguantó hasta el 27 de octubre. Ese día quedó peligrosamente escorado y debía ser desalojado. Diario de Shackleton: “Después de largos meses de ansiedad y tensión, después de momentos en los que la esperanza afloraba y momentos en los que el futuro se nos presentaba negro, nos vemos obligados a abandonar el barco, que se encuentra destrozado y sin posibilidad de reparación. Estamos vivos, y tenemos víveres y equipamiento para alcanzar tierra con todos los miembros de la expedición. Es duro escribir lo que siento”. El comandante Worsley escribió “Shackleton me dijo: es el fin de nuestro pobre barco... hay que abandonarlo. Yo no respondí, pero miré los entablados entreabiertos por donde entraba el agua que se precipitaba como una catarata en el interior”.
El 21 de noviembre el barco se fue a descansar al fondo del mar. Había resistido entre los hielos 281 días. Tras desembarcar los botes, vestimentas, provisiones, trineos y todo lo aprovechable, a media milla de donde naufragó el Endurance abrieron cinco tiendas formando el “Campamento Océano”, pero tuvieron que levantarlo rápidamente porque el hielo comenzó a resquebrajarse bajo sus pies. Por si alguien no lo ha dado por sentado, quisiera mencionar que en sus posesiones los hombres no llevaban nada personal (salvo un banjo que con su música subiría la moral del grupo). Shackleton les dio orden de que se quedasen sólo con lo imprescindible, pues toda carga adicional dificultaría la marcha. Para dar ejemplo, el capitán arrojó al agua su biblia (aunque creo que se quedó con una página) y su reloj de oro. Como medio de comunicación llevaban un receptor de radio, pues la expedición no alcanzó los recursos financieros para el transmisor que les hubiera venido de perlas.
El 20 de diciembre empezaron a dirigirse a la isla de Paulet. El arrastrar los tres botes del Endurance (que bautizaron como Stancomb Wills, Dudley Docker y James Caird, que aún se conserva) hizo la travesía muy lenta y dura. Para reservar energías Shackleton decidió que se debían situar sobre una gran masa de hielo y dejar que las corrientes les llevasen. El lugarteniente Frank Wild organizó la vida sobre el témpano: los botes se pusieron invertidos para que sirviesen de chozas, la comida principal serían focas y pingüinos y para mantener la moral se harían cantos en grupo, se celebrarían cumpleaños y se leería la enciclopedia. También se contaban chistes, claro.
El 29 de diciembre, con el hielo demasiado débil para continuar instalaron el campamento en una placa que parecía sólida... pero por la noche crujió. Los meses iban pasando con los hombres sobre un témpano al antojo de los vientos y corrientes. El 9 de abril de 1916 (nada menos que cuatro meses después) el hielo que les sostenía se desintegró hasta tal punto que se vieron forzados a echar los botes al agua y embarcar en ellos. El fotógrafo de la expedición, Frank Hurley, anotó “era extremadamente peligroso, pero acampar sobre el enorme témpano entrañaba también grandes riesgos”.
A los tres días alcanzaron la isla Elefante, en el norte de la península antártica. De repente un ventarrón se hizo presente y separó al Dudley Docker de los otros botes, terminando en una playa plagada de piedras. Por suerte sus ocupantes pronto se reunieron con los otros y juntos alcanzaron el lugar. Cuando todos estaban en tierra, empezaron a correr por la playa llenos de felicidad: sus pies tocaban tierra firme por primera vez en un año y cuatro meses.
A pesar de la alegría, aquello no era la salvación. Seguían aislados, y se encontraban en un lugar poco idóneo para sentarse a esperar ayuda. Después de un largo forcejeo por mar, el 17 de abril instalaron el nuevo campamento en el lugar que llamaron “Cabo Wild” (por el lugarteniente de la expedición Frank Wild, supongo).
Nuevamente Shackleton sabía que no podrían resistir mucho allí. La única solución era ir a Georgia del Sur, a 800 millas de distancia. Allí estaban las estaciones balleneras noruegas. El plan era atravesar el mar con el James Caird, el bote a vela de unos 7 metros de eslora y 2 metros de manga. Era una locura, debían navegar por el Cabo de Hornos, que entre los marineros es conocida como la zona más tormentosa del planeta, por lo que existían grandes posibilidades de perder la vida en el intento. Pero no quedaba otra alternativa. Aunque Wild deseaba ir, Shackleton se negó pues prefería que se quedase al mando del grupo que permanecería en isla Elefante hasta que regresasen a rescatarlos. Eso en el caso bueno, si por primavera no habían vuelto, Wild tendría que tomar los dos botes que quedaban e intentar llegar a isla Decepción, una isla abrigada con posibilidades de que algún día un barco ballenero recalase cerca.
En la arriesgadísima empresa a bordo del James Caird a Shackleton le acompañarían Worsley, el segundo oficial Crean, el carpintero McNish, y los experimentados marineros McCarthy y Vincent. Fue así como el 24 de abril lanzaron el bote al agua cargado con provisiones, vestimentas y dos toneladas de piedra como lastre. Una vez en la mar, el bote hacía 3 millas a la hora (y su objetivo estaba a 800) en medio de icebergs que mordían la embarcación. Diario de Shackleton: “Entumecidos en tan reducido espacio, empapados por la olas, el frío nos hizo sufrir cruelmente a lo largo de toda la travesía”.
Entretanto, en isla Elefante, Wild y sus hombres construyeron una cabaña apoyando los botes boca abajo. Para las paredes usaron velas y retales de lona, y en el interior montaron la estufa a la que acoplaron una chimenea. Para principios de agosto la comida empezó a ser racionada. Con la llegada del invierno no pudieron salir y empezaron a tener problemas de congelación. Los doctores Mecilroy y Macklin no tuvieron más remedio que amputarle a Blackborrow (el más joven de todos) los dedos de los pies por la gangrena. Dicen en sus diarios que el ruido de los dedos congelados y cortados cayendo en la lata era espeluznante. Yo me lo creo.
Por su parte, en el James Caird los seis tripulantes conseguían recorrer cada día unas 60 millas, una distancia bastante buena, aunque el viaje se hizo insufrible con los empapados sacos de dormir.
Al alba del séptimo día el viento había menguado. El Sol salió y los hombres colgaron del mástil calcetines y sacos de dormir. El hielo comenzaba a fundirse a lo lejos y las ballenas soplaban en las cercanías. Worsley tomó una situación al Sol y calculó que les quedaba casi la mitad del viaje para llegar a su destino (cosa que resultó más o menos cierta). En las condiciones en que hizo sus cálculos y con las herramientas y datos de que disponía, demostró de sobra su talento como navegante. Ya no quedan marineros así.
El 5 de mayo Shackleton al timón divisó una línea clara en el cielo. En sus notas así lo plasmó: “Les dije a los hombres que el cielo parecía despejarse, y un minuto después me di cuenta de que lo que yo había visto no había sido un claro entre las nubes sino la blanca cresta de una enorme ola. A lo largo de 26 años de experiencia en el océano, y habiendo conocido todo tipo de adversidades, jamás había visto una ola tan gigantesca. Experimentamos una terrible sacudida... la espuma surgía blanca del mar abierto que nos rodeaba, sentimos como nuestro bote era elevado y quedaba suspendido como un corcho en medio del oleaje... de alguna manera el bote consiguió aguantar lleno de agua hasta la mitad... Luchamos con la energía de los hombres que luchan por salvar sus vidas, achicando el agua con cualquier recipiente que caía en nuestras manos y después de diez minutos de incertidumbre, sentimos como el bote revivía igual que nosotros”.
Al alba del quinto día desde aquella angustiosa experiencia vieron una zona de tierra. Unos cinco días después, tras varios intentos frustrados a causa del viento, las olas y los peligrosos arrecifes, al fin consiguieron desembarcar en una playa de Georgia del Sur. El paisaje frente a sus ojos era espectacular: innumerables picos helados y glaciares. Al otro lado debería estar la bahía de Stromness y la estación ballenera. La salvación estaba a escasos 30 kilómetros.
Pero para llegar a la salvación antes debían hacer un penoso viaje por las montañas y glaciares, y no tenían equipos de escalada, ni tampoco todos podían continuar el trayecto: McNish y Vincent estaban demasiado débiles. Shackleton decidió dejarlos al cuidado de McCarthy. El 15 de mayo el capitán partía con Worsley y Crean rumbo a la bahía de Stromness.
Los tres subieron pesadamente heladas cuestas hasta alcanzar una altitud de 4.500 pies. Como no disponían de sacos de dormir, debían bajar antes de que cayese la noche. Por suerte hallaron una pendiente nevada y, como niños en una resbaladera, se lanzaron. En dos ó tres minutos descendieron 900 pies. Como no se detuvieron en toda la noche, a las 5 de la mañana estaban tan exhaustos que se sentaron al abrigo de una roca y se abrazaron para guardar el calor. En un minuto Worsley y Crean estaban dormidos. Shackleton se dio cuenta de que si se dormían se quedarían congelados, por lo que tras cinco minutos de descanso los despertó y les dijo que habían dormido varias horas para obligarles a continuar (¡eso es un líder!). A pocos cientos de metros, cuando ya ninguno podía doblar sus rodillas, vieron una cadena montañosa... Y entonces escucharon la sirena de una factoría. Sin duda les debió parecer el sonido más bello del universo. ¡Sí, al otro lado se encontraba la bahía de Stromness!
No obstante, a pesar de estar tan cerca aún no habían acabado sus penalidades: precipicios, pendientes imposibles y planicies nevadas se interponían en la recta final. A la una y media de la tarde, con desesperación salvaron la última cima. Pero aún tuvieron que descolgarse con sogas por una cascada de 30 pies para evitar tener que dar un rodeo.
Hambrientos y estremecidos por el frío, marcharon casi arrastrándose para cubrir la milla y media que les quedaba. Cuando finalmente llegaron, la imagen que presentaban era penosa: sus barbas y cabellos estaban largos y sucios, y las ropas estaban andrajosas. No es de extrañar que los niños que les vieron salieran corriendo asustados ante semejantes “cavernícolas”. Al llegar al muelle, el encargado les llevó a la casa del gerente, no sin antes pedir explicaciones, ya que el aspecto que tenían no infundía ninguna confianza. Ya ante el gerente, éste les preguntó quiénes eran, a lo que el líder respondió casi en un susurro: “¿No me conoce?... Mi nombre es Shackleton”.
En esa conversación, nuestro capitán le preguntó: “Dígame, ¿cuándo acabó la guerra?”. El gerente le dijo: “La guerra no ha acabado. Hay millones de muertos. Europa está loca. El mundo está loco”.
Después de comer, lavarse y afeitarse, Worsley marchó a bordo de un ballenero a recoger a los tres compañeros que se habían quedado al otro lado de las montañas. Mientras, Shackleton preparaba el proyecto de rescate de los hombres de isla Elefante.
Y sin más dilación, a la mañana siguiente partieron en el ballenero noruego Southern Sky... pero a 60 millas de la isla Elefante el hielo les forzó a retirarse hasta las islas Falkland. Desde allí el gobierno uruguayo les prestó el barco Instituto de Pesca... pero de nuevo el hielo impidió la entrada, y van dos. Marcharon entonces a Punta Arenas, donde residentes británicos les donaron la goleta Emma... y a 100 millas del objetivo la caldera auxiliar se averió. Y fueron a llamar a otro elefante... Esta vez el gobierno de Chile les prestó el vapor Yelcho.
El 30 de agosto de 1916 uno de los supervivientes en isla Elefante divisó el Yelcho y empezó a gritar. Los demás pensaron que anunciaba el almuerzo, pero cuando vieron el barco arrancaron inmediatamente la lona que les cubría y empaparon ropas con el último combustible que les quedaba para con fuego hacer señales. El barco enseguida se dirigió al lugar. El Yelcho se acercó con Shackleton en la proa gritando “¿Estáis todos bien?”, a lo que Wild respondió “Todos estamos bien”. Entonces Shackleton, satisfecho y feliz como nunca en su vida, exclamó “Gracias a Dios”. Su tripulación había estado en la isla nada menos que 105 días.
Como se puede ver, el competente liderazgo de Shackleton junto a la fortuna (como siempre) evitaron la tragedia. Este capitán de idea fija (salvar a sus hombres), molesto por la poca ayuda recibida de sus compatraiotas, escribió un mensaje a su esposa nada más rescatar al grupo: “Lo logré. Maldito Almirantazgo... Ni una vida perdida y hemos estado dos años en el Infierno”. Y desde luego que sí, un Infierno de frío y hielo.
Acabada la odisea, el destino de los hombres del Endurance fue muy variado. Algunos murieron olvidados y otros se alistaron en la Gran Guerra para recoger honor y medallas en las trincheras. Algunos no pudieron volver a una vida normal, como fue el caso de Worsley, que quiso repetir la hazaña del Endurance porque ya no podía vivir sin aventuras. El más longevo de todos llegó a ver a Amstrong pisando la Luna, aunque esta aventura y la llegada del hombre a nuestro satélite parezcan dos hechos separados por milenios.
Respecto a nuestro capitán, en Inglaterra fue recibido con modestos honores ya que en plena Guerra Mundial no parecía adecuado homenajear a alguien que no había combatido. Sólo la historia le hizo justicia, aunque décadas después. Shackleton fue nombrado Sir, y en 1920, no pudiendo con la nostalgia, volvió a Georgia del Sur. Allí recorrió en barco los lugares donde había vivido su fantástica aventura. Pero la emoción fue demasiada para su cansado corazón, y murió. Su mujer, informada por radio, pidió que lo enterrasen allí, donde siempre quiso estar y al día de hoy en ese lugar descansa en paz.
Shackleton se hizo con un sitio inesperado en la imaginación colectiva. Su relato de una misteriosa presencia guiándole junto a Worsley y Crean por las montañas en la etapa final del fatigoso viaje obsesionó al poeta T. S. Eliot, que lo evocó en su poema La Tierra Yerma:
¿Quién es el tercero que anda siempre a tu lado?
Cuando cuento, sólo estamos tú y yo, juntos,
pero cuando miro hacia adelante en el camino blanco
siempre hay otro que anda a tu lado.
También como legado nos dejó el libro South, que a pesar de venderse muy bien no le dejó ninguna ganancia. Si alguien está interesado en saber más (claramente me he saltado muchos detalles como que iba con ellos la gata Chippy o que Blackborow se coló de polizón) sólo tiene que recordar unas palabras: Atrapados en el Hielo. Se trata de un libro escrito por Caroline Alexander que recoge de forma magistral todo lo que allí pasó (yo hasta sentí frío leyéndolo). Pero también Atrapados en el Hielo es el nombre del documental que plasma este hecho histórico, basado en el libro de Alexander, que además hace de guionista. Y cómo no, la vida de Sir Ernest Shackleton fue llevada al cine en Shackleton, siendo el actor Kenneth Branagh quien interpretaba a nuestro héroe. Pero si se quiere más información, está disponible el libro Endurance: Shackleton's Incredible Voyage, de Alfred Lansing. En definitiva, que hay para tirar del hilo. Hasta La Caixa montó una exposición hace un par de años.
La gratitud por las fotos que registraron la hazaña se la deberíamos de dar a Frank Hurley. Este fotógrafo australiano era tan entregado a su labor que, cuando se hundía el barco, se arrojó a aguas heladas para salvar una caja de negativos. Luego, cuando debieron deshacerse del equipo prescindible, Shackleton le hizo una excepción autorizándole a llevar unos 100 negativos (al ser de vidrio pesaban bastante), dejando más de 400 fuera. Para evitar que el apasionado fotógrafo se tirara una vez más al agua a salvarlos, el capitán los rompió antes de tirarlos. Con esto queda claro que Shackleton siempre se preocupó mucho de que las fotos se conservasen así como los diarios de los tripulantes. Eso era la expedición, y eso es lo que nos queda de ella.
Y por mi parte poco más que añadir a la que posiblemente sea la aventura más importante de cuantas se han vivido en los Polos, que aunque no aportó ningún beneficio material ni ningún avance científico, supone en sí misma un triunfo, una victoria del hombre frente a los elementos basándose en dos principios: la camaradería y el coraje. Sin duda, al menos para mí, se trata de una historia inolvidable. Una historia que, como decía al principio, en su día conmovió eternamente el corazón aventurero de un joven...
- Inicie sesión para enviar comentarios