El que tortura a la memoria
Dicen que cada maestrillo tiene su librillo. Seguramente todo escritor tiene también sus manías inconfesables. Aquí va una de las mías
El otro día leí un artículo muy inspirado de Julián Díez en la revista Tierras de Acero MGZN. Se titulaba Algunas pautas para escribir un cuento, para luego saltárselas, y a pesar de lo manido del tema, de mi cansada vista y de mi habitual soberbia en estos temas, me enganchó de tal manera que lo devoré sin remedio. Como guinda, hizo como hacen los textos de los buenos autores: suscitar ideas en los que los leen.
Por supuesto la idea suscitada en sí no es nada del otro jueves, pero, dado que no es la primera vez que me enfrento a ella, he decidido dejarla por escrito por aquello de exorcizarla. Va en relación al famoso esquema previo a abordar una obra literaria.
Las bondades de tal técnica o preparación saltan a la vista: permite ordenar las ideas, reflexionar sobre ellas, no pasar por alto detalles importantes, guiar al autor cuando se cansa o pierde el rumbo… Son tantos los beneficios, especialmente en las obras de gran envergadura, que no dejo de preguntarme por qué demonios soy incapaz de utilizar dicho esquema previo –o incluso de, simplemente, redactarlo-.
Me hubiera gustado decir que se debe a que intento escapar de esa "obligación prescrita" de la que se hablaba en el artículo arriba mencionado, pero creo que hay todavía algo más siniestro detrás de mi aparente vagancia. Lo sospecho, más que nada, porque últimamente evito incluso tomar notas para no olvidarme de determinados aspectos de los personajes o los escenarios. Y no es que mi memoria esté deviniendo prodigiosa –como prueba que en el último relato que escribí, de apenas cuatro páginas, di dos nombres distintos a uno de los personajes-. No, como digo, debe ser otra cosa.
¿Me gustará ir torturando a mi memoria? Es posible. Tengo la impresión, especialmente con los textos largos, de que debo conocer a los personajes antes de ponerme a escribir sobre ellos. Esto no consiste, como alguno podría pensar, en poder enumerar toda serie de detalles irrelevantes sobre los mismos tal y como hacen algunos escritores desconsiderados. Podríamos tomar como analogía a un estudiante que se ha aprendido los nombres y características de las ciudades francesas de memoria con otro que se ha ido de Erasmus al país galo. ¿Quién conocerá mejor Francia? ¿Quién podrá transmitirnos más sobre ella?
Puede que sea precisamente esta necesidad de percibir a los personajes y los escenarios en los que los sitúo como si realmente los conociera la que me hace huir del esquema cual gato escaldado. ¿Y de dónde sale este tocino veloz?, se preguntará más de uno. Sencillo: para mí escribir las ideas en papel es un modo de sacarlas de mi mente. Como comentaba al principio del artículo, es como una suerte de exorcismo.
Cuando hago un esquema, por somero que éste sea, mis neuronas se relajan y dejan escapar a esas ideas que, hasta el momento, orbitaban alrededor de mi psique. Es una técnica maravillosamente efectiva, por ejemplo, para ir acumulando conceptos para más tarde, para mucho más tarde. Es algo que me evita tener cincuenta y pico historias entremezclándose caóticamente en mi cerebro a todas horas –y cuando digo a todas horas, lo digo de verdad: el último capítulo de mi primera novela nació en clase de termodinámica, y no fue el más extravagante-. De hecho es algo tan efectivo que, si escribo el concepto de una historia en papel, sé que no podré escribirla en un plazo de tiempo cercano.
Supongo que este mecanismo, que podríamos llamar de sustitución, tiene algo de lógica intrínseca. Cuando tengo muchas ideas en la cabeza, y por lo tanto necesito escribirlas o diseccionarlas en un papel, quiere decir que mi cerebro funciona a todo trapo. Es normal que, en dichos momentos, el espacio dejado por una historia sea ocupado de inmediato por otra. El esquema, o resumen, por lo tanto, no me sirve para prepararme para escribir algo, sino para aparcar lo que sea hasta la siguiente oportunidad que se presente. Por fortuna, últimamente estoy descubriendo cómo retomar esas ideas sepultadas en líneas de bolígrafo.
La primera vez que me tomé en serio escribir una novela tomando notas, el proceso fue catastrófico. El cuaderno que destiné en tiempos a tal efecto sigue llenándose de apuntes año tras año y cada vez tengo el convencimiento más firme de que nunca servirán para nada. El problema es que ya conozco su historia y sus detalles, y cuando releo las notas en esas hojas cuadriculadas tengo la misma sensación que si lo hubiera puesto a modo de prosa legible: es una historia pasada, ya no me ronda por la cabeza.
Francamente, admiro a aquéllos capaces de servirse de un esquema para fijar su atención y ordenar las ideas, al igual que admiro a aquellos capaces de escribir un nuevo libro mientras trabajan en la adaptación de algún trabajo previo sin que ello les cause interferencia de ningún tipo. Por experiencia sé, positivamente, que si algo puede distraerme de una historia es otra, y que el medio más seguro de atraer una nueva a mi mente es haciendo que la que me llena en ese momento tome asiento en un papel, sea como obra terminada o como esquema. Comprendo aquello que decía Amenábar –aunque supongo que su problema, al igual que su genio, dista mucho del mío- de que era incapaz de empezar con un nuevo proyecto si no había cerrado el precedente.
Así que supongo que deberé seguir torturando mi memoria, saturándola de personajes y escenarios, aprendiendo a compaginar esto con algún tipo de nota o apunte y, sobre todo, resignándome a las correcciones y revisiones que exige esta manía mía. Como cabía esperar, forzar la memoria me ha conducido a meteduras de pata tan flagrantes como la resurrección intempestiva de personajes despeñados, la dotación de una suerte de omnipresencia selectiva a determinadas espadas o la descripción de hecho peregrinos totalmente coherentes con la trama que sólo está en mi cabeza porque me he olvidado de incluirla en alguno de los capítulos.
Por supuesto, porque aunque parezca lo contrario soy capaz de aprender, negaré en público que sigo sin hacer esquemas razonables de mis novelas antes de escribirlas. No en vano todavía recuerdo la expresión estupefacta, y hasta cierto punto indignada, de mi hermana cuando se enteró de que había terminado mi primera “obra maestra” sin tomar un solo apunte. Por fortuna fue mi hermano el que descubrió al hombre que había vuelto de la ultratumba antes de que el texto cayera en manos de otros terceros.
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