La espada salvaje de Conan: La traición del Lobo Gris
Reseña del trigésimo octavo tomo de la reedición de Planeta DeAgostini
En este nuevo volumen de la reedición de Planeta DeAgostini tenemos un cambio de guión a partir de la segunda historia, lo que repercute en el enfoque de la narrativa. Pero empecemos por el principio...
Michael Fleisher se encarga del guión de La traición del Lobo Gris, la primera historia y la que da nombre al tomo, la cual cuenta con Val Mayerik a los lápices y Ernie Chan en el entintado. Con este equipo no es de extrañar que el resultado vaya muy en consonancia con todo lo que hemos ido leyendo en los últimos tomos, tanto desde el punto de vista narrativo como en el aspecto gráfico.
A esta sensación se añade que Michael Fleisher recurre a varios elementos que ha utilizado en historias precedentes, como la secta de asesinos de la Hermandad del Halcón (a los que Joe Jusko da un aspecto sadomaso en la portada más propio de los Cupra de G.I.Joe) o el rey Konar, de una dimensión paralela tan similar a la Era Hiboria que tan solo parecen haber bailado algunas letras en los nombres de los países y que Conan ya había visitado en El mundo más allá de las tinieblas.
Más allá de que tipo de viajes entre dimensiones o planos de existencia correspondería más a la visión de Michael Moorcock y su saga del Campeón Eterno que a la obra de Robert E. Howard, tenemos una buena historia de intrigas palaciegas donde Conan cumple con su rol de mercenario al servicio del rey Konar y que se salpimenta con unas cuantas escenas bélicas y un interesante y bien desarrollado combate entre Conan y el famoso Lobo Gris. Único bemol, el papel de los conspiradores palaciegos, cuyo modus operandi resulta difícil de entender vista la cantidad de asesinos que tenían dispuestos y bien a mano...
De aquí pasamos a El molino, que cuenta con un duro (incluso truculento) guión de Don Kraar y con el arte de Gary Kwapisz a los lápices y Bob Camp en el entintado. Es una historia que se desmarca de todo lo precedente en dos vertientes: por un lado, la estética nos remite al primer Conan de Barry Windsor Smith, aunque con un toque más aéreo y, al mismo tiempo, más siniestro; por otro, la historia es una reflexión sobre la brutalidad de la guerra mucho más adulta de lo que era habitual en la colección.
Conan, que capitanea un grupo de mercenarios en alguna tierra difusa del norte, se ve obligado a retirarse con sus hombres en mitad de un rudo invierno, acosados por los campesinos alzados en armas y con nada que llevarse a la boca. De esta manera, llegarán al molino del título, donde Conan intenta obtener la hospitalidad (forzada) del molinero y su familia mientras intenta controlar los bajos instintos de sus hombres. La cosa acabará, cómo no, en carnicería.
Es meritorio el desarrollo de un Conan más comedido y cerebral de lo que es habitual en los cómics y la historia, aunque previsible, fluye bien. El punto más negativo es lo poco familiarizado que parece Don Kraar con la Era Hiboria. Su historia hace que nos planteemos qué pinta Conan con semejante variopinta banda liderando una incursión en el norte contra ¿campesinos?
Como cierre, La cripta, un relato de Jim Neal ilustrado magistralmente a varias páginas completas por William Johnson y Geof Isherwood, que es una auténtica delicia en la que se mezcla el ardor guerrero de Conan, los horrores de ultratumba y una lírica muy particular pero bastante conseguida (a pesar de lo arduo de traducir poemas de corte clásico).
En conjunto, La espada salvaje de Conan: La traición del Lobo Gris es un tomo muy original que da la impresión de servirnos de transición hacia otros horizontes.
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