Fargo

Imagen de Jack Culebra

El otro día vi por segunda vez esta sorprendente película de los hermanos Coen, y no he podido evitar escribir este comentario

 

 

La primera vez que caí sobre Fargo, no tenía ni idea de qué se trataba. Aunque no retuve ni el título ni ningún dato reseñable sobre la misma, muchas imágenes quedaron grabadas en mi retina. Hace unos días tuve la oportunidad de verla de nuevo, esta vez en versión original, y además de asentarse en mi cabeza, la película tuvo la oportunidad de mostrarme por qué había dejado ese rastro en mi subconsciente.

 

Fargo no tiene nada que ver con el transporte de correo, como mi bromista lado automático tenía a bien hacerme creer –supongo que por relacionarlo con las películas de vaqueros y diligencias, la Wells, Fargo & co-. No, Fargo es una película negra que gira en torno a un secuestro. Pero no en torno a un secuestro cualquiera, sino en torno a un secuestro real.

 

Quizá sea éste el elemento más espeluznante e impactante de todo el film: su carácter real. Ver una película negra siempre tiene algo de fuerte, especialmente si el director es hábil y consigue hacerte creer en la historia. Sin embargo, cuando desde el principio sabes que los hechos sucedieron realmente y el rodaje consigue escapar de ese tufillo a basado en hechos reales de las tres de la tarde, o al no menos nocivo, aunque sí más digno, tono reportaje que, paradójicamente, vuelve todo más irreal, entonces sí que resulta perturbador lo que ves.

 

Los hermanos Coen, como buenos profesionales que son, seguramente no tuvieron ninguna duda al respecto, y rodaron la historia en clave film. Es por ello, además, que la película no escatima en escenarios populares, casi folklóricos, de la región donde tuvieron lugar los hechos. En esta línea son particularmente chocantes los diálogos entre los lugareños de la zona más deshabitada, con el marco de esas desolaciones de nieve interminables, y la recreación del modo de hablar –magnífico trabajo interpretativo de Frances McDormand, que nos transmite toda la sencilla magia de la jefa de la policía rural encargada del caso- y, sobre todo, de los temas de conversación.

 

Destacando en este mar de nieve en el que transcurre la acción, aparecen dos manchas oscuras: son los personajes protagonizados por Steve Buscemi y Peter Stormare, los matones en torno a los cuales se articularán los hechos. Hasta qué punto son fidedignos sus roles, lo desconozco –y hasta cierto punto me es indiferente-. Lo que sí tengo claro es que conforman una pareja de lo más efectiva a nivel narrativo.

 

Cuando se encuentran los dos en marcha, todo parece de lo más casual, de lo más convincente. El tipo raro que intenta mostrarse mucho más hampón de lo que realmente es –y que a lo largo de la película parece llegar a creérselo- y el no menos raro compañero silencioso de expresión bovina con el que nadie sabe a qué carta quedarse. Forman un cuadro sorprendente de por sí, y de su mano todo parece real, creíble. Y eso es lo más terrible. Hay escenas durante la película que tienen un algo totalmente tragicómico, pues en el fondo sabemos que, si nos viéramos envueltos en una historia digna de una novela negra –como es ésta- seguramente montaríamos algún ridículo del estilo.

 

Con el personaje que es más difícil sentir este lado cómico, a pesar de no estar exento, como todos los elementos de la película, de una buena capa de humor negro, es con el interpretado por William H. Macy. El papel realizado por este actor es sencillamente magnífico, pues a pesar de conseguir perder todas las simpatías del público rápidamente –pues no se introduce ningún elemento medianamente razonable para compartir sus decisiones-, llega a transmitir, no obstante, toda la fuerza de su patetismo, de ese horror y esa desesperación del perdedor que se ve rebasado por su propia estupidez. Son en particular reseñables las conversaciones con sus “superiores” jerárquicos dentro de la estructura familiar (el suegro y el abogado de éste) que ponen aún más de manifiesto ese juego del querer y no poder.

 

Al final, toda la película va de esto, de la tragedia humana, del cómo nos complicamos la vida los unos a los otros con la leve ayuda del azar hasta extremos insospechados. Así, todo el film reposa sobre las actuaciones del reparto, irreprochables de la primera a la última, secundarios incluidos, y a la fluidez narrativa que marca el director.

 

Por supuesto, la magnífica fotografía y el “exótico” ambiente de las estepas nevadas norteamericanas son un aliciente más, pero tengo la impresión de que este es la clase de historia que se podría haber adaptado a muchos otros escenarios sin detrimento de su calidad –aunque, paradójicamente, sea una historia precisamente de ahí; supongo que le ser humano se repite haya donde va-. Después de todo, incluye todos los elementos de las viejas tragedias: codicia, celos, ira, estupidez… Quizá lo único que faltase serían las pistolas, aunque es el tipo de cosa a la que no es difícil encontrarle sustituto.

 

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