Coleccionistas y tahúres

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Llegó un concepto nuevo de juego, y ahora ya nadie duda de que lo hizo para quedarse. Al mismo tiempo, el viejo concepto dio un giro. Al final, ¿tendremos cartas para todos los gustos?

Hace ya bastantes años –aunque no tantos- un nuevo concepto revolucionó el mercado de los juegos: el de las cartas coleccionables. Aunando principios tan clásicos como los que encierran los juegos de naipes y el coleccionismo de cromos, varias empresas acometieron que este nuevo producto que, contra todo pronóstico, se ha ganado un lugar de honor entre las alternativas de ocio.

 

Los motivos por los que ha conseguido una posición tan privilegiada son numerosos: la mayoría de estos juegos desarrollan la inteligencia –sobre todo en aspectos tácticos, lógicos y memorísticos-, satisfacen ese instinto ancestral del ser humano de recolectar cosas que a veces deviene síndrome de Diógenes, fomentan los encuentros sociales, dan salida a la competitividad sin exigir demasiadas dotes naturales y vienen acompañados, generalmente, de pequeñas obras gráficas que buscan su lugar ahora que han sido apartadas del arte oficial contemporáneo.

 

Obviamente, estas cosas no satisfacen a todo el mundo, pues hay quien, sencillamente, no se divierte jugando ni viendo “estampitas”. Sin embargo, es indiscutible su importante aporte al mundo del ocio.

 

A pesar de todo, y a mi parecer por culpa de ese mercado de gallina de los huevos de oro que se instauró con su llegada, creo que a este tipo de juegos se les ha ido un poco la mano en algunos aspectos. Su faceta “coleccionismo” se ha disparado de tal manera que, en muchas ocasiones, ensombrece al juego, ahuyentado a posibles nuevos jugadores.

 

Así, las denominaciones “colección limitada”, “edición no-sé-qué”, “reborde hortera ultrabrillante” y similares parecen convertirse, a fin de cuentas, en el auténtico conocimiento de lo que debería ser, como al principio, un juego de estrategia. Los códigos de rarezas y el trueque experto devienen así, sin comerlo ni beberlo, en las auténticas disciplinas del aficionado. Y pasa lo que se veía venir: que un sector de los jugadores abandona el barco.

 

Sí, los que nos sentimos más tahúres que coleccionistas –o al menos una parte- hemos terminado por alejarnos de estos juegos, que parecen más interesados en captarte en un círculo cerrado –y ansiosamente consumista- antes que en dejarte jugar. Y creo que, en parte, ha sido gracias a los juegos de cartas no coleccionables, que han brindado una alternativa anhelada y fresca.

 

Éstos han aprovechado el tirón de sus primos hermanos pero, al mismo tiempo, han mantenido su flexibilidad. Con ellos te sientes cómodo desde la primera partida, pues sabes que con la inversión estándar no vas a tener ni más ni menos oportunidades que con cualquier otra. Además, por el precio de un mazo te sacas un juego completo en el que todos los participantes jugaran en igualdad de condiciones.

 

Quizá sea éste el punto de fricción: que resulta duro aceptar que el que más invierta económicamente es el que resulta favorecido por esos diosecillos que son los diseñadores del concepto.

 

Habrá quien piense que es de cajón, que no puede ser de otra forma. “¡Demonios!” se dirán, “si te pueden obligar a comprar quinientas cartas para ganar un torneo en vez de cien, ¿por qué se iban a cortar?” Sin embargo, a pesar de la lógica que parece tener esto, creo que es un argumento sesgado.

 

Me apoyo en lo que ocurre con los juegos de cartas no coleccionables que tienen expansiones. Uno no se compra más mazos para estos juegos porque le den más posibilidades de victoria, sino porque le dan mayores posibilidades de disfrute.

 

Los juegos de cartas coleccionables tienen muchas bazas para jugar en este sentido. Por ejemplo, por las magníficas ilustraciones que incluyen muchas cartas, uno podría comprarlas sólo por tenerlas. Del mismo modo, es una pena que se pierda variedad de juego en aras de la efectividad, además de una paradoja –pues cuantas más cartas te compras, más cartas “poco interesantes” que se quedan de lado-. A veces uno se ríe más en una partida gracias a las malas cartas y las estrategias frustradas que gracias a los triunfos apabullantes.

 

Al final se trata un poco de eso. Dicen, por ejemplo, que Magic: The Gathering es deporte intelectual en China, como el Ajedrez, y es cierto que ambos juegos, con su enfoque actual, tienen en común con los deportes una cosa: el objetivo es la victoria por encima del divertimento. El problema es que en los deportes uno no puede doparse a base de inversiones económicas –como mucho te compras unas zapatillas mejores, que es el equivalente a tener un buen tapete de juego-, y que en éstos el factor azar no tiene interés más que como contratiempo.

 

Sin embargo, los tahúres lo sabemos bien, en los juegos –cuya finalidad, no lo olvidemos, es la diversión- el azar es importante, porque no son sólo competición. Jugar tiene algo de romance, de aventura épica, y los reveses del destino son tan apasionantes, a veces, como los guiños de la fortuna. Y es por ello que, en ocasiones, uno renuncia a disfrutar de todas las grandes ventajas de los juegos de cartas coleccionables, no porque vaya a hacer el ridículo perdiendo una partida detrás de otra, sino porque, en el fondo, tiene miedo de no estar en su ambiente, de no poder disfrutar de una partida en buena lid.

 

Personalmente, espero que estas dos ramas del ocio vayan convergiendo con el tiempo. Los juegos de cartas no coleccionables ya han tomado nota de muchos aspectos interesantes de sus primos hermanos. Los de cartas coleccionables, a mi parecer, todavía pueden pulir algunos aspectos. Por ejemplo, podrían acordarse de esas colecciones de cromos que se podían completar mandando una carta a la editorial con el importe de los cromos que te faltaban. Después de todo, viendo la cantidad de nuevas ediciones que sacan de cada juego periódicamente, no creo que sea una gran tragedia permitir que los aficionados completen una colección.

 

A no ser, claro, que el objetivo sea que esa insatisfacción implícita se mantenga ad eternum.

 

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