El sueño de la momia
Un melancólico relato de bibliotecarios y momias.
Los muros de los archivos emplazados en edificios antiguos susurran. También lo hacen las estanterías, y los volúmenes apilados en ellas. Con una suerte de crepitar les responden las lámparas, los rincones oscuros y los peldaños de las escaleras. Es algo que descubrí durante mi estancia en Turín, trabajando en el museo egipcio; y aunque al comienzo resultase algo inquietante, pronto me di cuenta de que aquellos murmullos nacían del silencio circundante y, por ello, pude aceptarlos.
Fue probablemente ese afán de contradicción que tiene todo ratón de biblioteca, el cual busca la soledad para comunicarse con el mundo, el que me permitió captar el mensaje dentro de la botella. Y seguramente por ese mismo afán, ahora lo desempolvo antes de archivarlo de nuevo. Sería una lástima que, por darlo a conocer, se perdiera.
El relato contenido en esa metafórica botella consignado hace ya más de un siglo es, como todas las historias, singular. Al igual que su origen. Y como corresponde, empezaremos por él, por el principio.
La historia que en estas líneas se puede leer la encontré en la biblioteca del museo, manuscrita en un pergamino por aquel que soñó que se la contaban. La letra era elegante, apretada, y se inclinaba hacia delante como si el que la había dibujado hubiese sido presa de una inspiración febril. Se podría decir que dicha caligrafía delataba que, como ocurre con todas las historias, su misma existencia implicaba otras distintas, y que su propio soporte, el pergamino labrado con cicatrices ennegrecidas, era otro relato nuevo.
Es así cómo en los archivos anidan los susurros, pues las historias de cada uno de los anaqueles invaden a sus vecinas, y se mezclan, y rezuman por las paredes. Es así cómo entre sus muros encontramos peculiares muñecas rusas de papel y tinta, de manchas y ecos.
Y fue así cómo, cuando Alessandro Renza cayó rendido entre sus propios documentos, la momia aprovechó para entretejer su historia con las hebras de sus sueños.
Sus dedos son como plumas secas que arañan mi conciencia y escriben su dolorosa memoria con mi sangre. Su piel de pergamino cruje en la soledad de la urna donde está expuesta, como a los cuervos abandonada. Sus ojos son dos estrellas en la soledad del desierto Arábigo. Guardan mayestático silencio, como la luna del poema del Leopardi. Son dos brasas consumiendo mis noches en inconsecuentes ensoñaciones. Son mi íncubo particular.
Los documentos del egiptólogo desvelan la historia que se desarrolló tras las bambalinas. El archivo nos susurra entre líneas la vida de aquellos que lo crearon. Los hilos se entrelazan y nos llevan a El Cairo decimonónico.
El olor especiado del bazar se entremezcla con el de los bálsamos y ungüentos despertados por el calor del desierto. Con la dentadura cubierta de oro, el traficante turco sonríe cual lobo frente al joven delegado del museo. Las acreditaciones francesas han mudado los colores para adoptar los de la nueva nación italiana. El metal sigue siendo el mismo. La fascinación por los misterios del Antiguo Egipto apenas ha cambiado de nombre. Egiptología, se denomina en el siglo de la ciencia y el progreso.
El bajel abandona el puerto de Alejandría con su preciada carga. Sobre la costa se recorta la silueta del fantasmagórico faro, devorado tiempo atrás por el mar. Los espectros de la celebérrima biblioteca titilan eternos bajo la mirada del joven historiador, devorados una y otra vez por los fuegos de la guerra. El enemigo del hombre es implacable con los recuerdos, pues necesita ciegos que hagan sonar sus timbales. Una lágrima se desliza por el espíritu de Alessandro, un suspiro en el anochecer de los tiempos.
Esa misma noche, el camarote deviene celda monacal. Arrullados por el mar, los pliegos dan noticia por primera vez en alfabeto romano de unos seres que existían antes de que este naciese. El contenido de la tumba de Gemenefherbakh viene inventariado. Poco a poco los jeroglíficos son descifrados y una historia va tomando forma, como si las piezas de un rompecabezas quebradizo se fuesen acoplando con infinita tristeza. Los sueños comienzan.
Dicen que las arenas del desierto son tan antiguas como el Tiempo, pero yo he visto sus granos deshacerse en cenizas. La clepsidra también ha devenido arena, y esta polvo. Karnak es un sueño convertido en tinieblas. Solo queda la inmensa soledad. ¿De qué sirvió someterse al juicio de Anubis? Solo queda la inmensa soledad.
Génova los recibe desde su abigarrado nido en la costa. Los estibadores, ajenos al drama encerrado en los sarcófagos, a la tragedia que se repite en los sueños de Alessandro, cargan la exótica mercancía en mundanales carretas y estas se dirigen a Turín. Llegan cuando ya ha caído la noche, escoltadas por centellas confinadas en tarros de cristal. Los sarcófagos entran en el museo como salieron de sus tumbas: en la oscuridad, en secreto, con un murmullo supersticioso en los labios de los porteadores y una sonrisa codiciosa en boca del nuevo propietario. El joven egiptólogo, sin embargo, no sonríe.
Entre el polvo y las telarañas se renuevan los susurros. Los ajuares y los sarcófagos son separados y todas estas maravillas se transforman en cifras, en claves, en indicios, en letras estampadas con una caligrafía apretada y apremiante, pues conduce irremediablemente a los sueños de la momia.
Sí, allí están de nuevo sus ojos como tizones.
El chacal aúlla en el desierto, su blasfema hambre insatisfecha. El eterno Nilo rompe una vez más la tenaza de la hambruna y la desesperación, y las bestias agonizantes devienen nuevamente saludable ganado. Sin embargo, no hay alegría bajo mi techo. El joven Petamenofi ha sido llamado a la presencia de Anubis. Su corazón pesará menos que la pluma de la verdad, pero ¿qué estancia será alegre para mi pobre niño si no puedo estar a su lado?
Cada mañana, con los ojos ensortijados de alas de cuervo, el joven Alessandro llenaba su diario con las más extravagantes anotaciones. Si sus compañeros lo hubieran leído, hubieran creído que emulaba a Gautier.
Tras los cristales, la lluvia entristecía el alma. En su despacho los muros arropaban su soledad insomne y el polvo de los rincones traía efluvios de El Cairo. El hombre de la sonrisa áurea se aparecía una y otra vez en sus duermevelas. Cada vez que los búhos cubrían con sus alas la lámpara de gas, el abandono del sueño lo torturaba con la súplica muda de Gemenefherbakh. Sus ojos como estrellas congeladas sobre la orilla del Po lo contemplaban con la infinita paciencia del que ya ha consumido su tiempo.
Me he convertido en el guardián del que me hace prisionero. Soy el celador de las llaves de mi propia celda. El miedo a que me acusen de demencia detiene mi mano y por ese mismo miedo me precipito irremisiblemente a la más abyecta de las locuras. Sus ojos me contemplan como anticipo de las llamas del Averno. Sus ojos que no descansan día ni noche. Sus ojos que me aguardan tras mis propios párpados para recordarme una injusticia de la que, sin desearlo, me he convertido en cómplice.
Sus ojos sin pupilas, sus ojos que son de fuego, de pesadilla cruel, de manto encarnado de sombras negras.
Mi mano desfallece escribiendo línea tras línea como un endemoniado. Ya no quedan hojas con las que aliviar mi dolor y temo que trascienda a mis informes. Me preguntan: “¿Quién es esta momia?” y ardo en deseos de gritarles: “Es el condenado, el que sufre día y noche y aúlla de dolor en las gargantas de los murciélagos y los perros vagabundos. Es el sueño de los poetas románticos, el estupor del científico y el horror del hombre cabal. Es el espíritu que yerra por los pasillos sombríos del museo.”
Cuando mi estancia en el museo Egipcio finalizaba, pedí permiso para microfilmar aquel diario que el chismoso pergamino había devuelto a la luz después de tanto tiempo. El director del archivo, lejos de cuestionar tan extravagante petición, ya que mi tesis no justificaba en modo alguno tal necesidad, me dedicó una cálida sonrisa tras su escribanía de polvo y sueños.
Con la paciencia del arqueólogo, con la delicadeza del artista que descubre en la roca las vetas primigenias de una escultura, pasé página tras página de quebradizo papel. Y así, pieza tras pieza, el rompecabezas de informes, anotaciones y cartas se completaba gracias a aquel hilo de Teseo soñado y consignado en una libreta con la caligrafía apretada y enfebrecida del joven egiptólogo. Al final, como un último verso, aparecieron, ya con trazo desfallecido, las palabras al cierre de aquel drama.
No puedo continuar viviendo en el sueño de la momia. He enviado una misiva al traficante turco. En pocos días llegará un segundo cargamento procedente de El Cairo. Que el señor se apiade de mi atormentada alma y le dé descanso.
En el museo Egipcio de Turín hay una sala en la que están expuestos varios sarcófagos. En uno de sus extremos se ve la enternecedora momia de un niño. Junto a ella, vigilante, se encuentra otro cuerpo embalsamado de la misma época. Los textos al pie de las mismas cuentan su historia, o al menos una de ellas. Al igual que los muros cubiertos por los jeroglíficos del libro de los muertos, esos carteles susurran mucho más de lo que está escrito en ellos.
Es una vieja costumbre de los archivos dedicarse a estos conciliábulos, y después de mi estancia en Turín sé que se contagian a las demás estancias de los museos, pues sus historias rezuman de las estanterías y se posan, al igual que el polvo, en todos los rincones. Es por ello que, cuando llegó mi último día en la ciudad del Po, no pude evitar acercarme a la sala de las momias.
Tenía mi microfilm con las instantáneas de cada documento relacionado con Alessandro Renza y su visitante nocturno, incluido su diario, y aunque hubiera debido aceptar que todas las piezas estaban allí para componer el relato, yo sabía que la última todavía no me había sido revelada.
La momia había reencontrado a su niño perdido. El joven egiptólogo había conseguido traer su cuerpo, junto con el resto del ajuar; aunque la proveniencia del envío no era El Cairo, su identidad había sido autentificada. Los textos habían sido traducidos, la historia de aquellos egipcios de la duodécima dinastía, detallada hasta donde había permitido el estudio de sus ajuares funerarios. Pero ¿qué había sido del joven Alessandro, arrastrado también por la corriente del tiempo?
A veces las sombras me persiguen por las estancias del museo y se empeñan en velar mi sueño cuando caigo rendido sobre mis estudios. Nadie queda conmigo por las noches, puesto que incluso el guardián recela y se niega a recorrer los solitarios pasillos. Sé que murmuran a mis espaldas, pero no me pena. Aquellos ojos como tizones devinieron la más hermosa de las lunas.
Justo antes de emprender mi viaje de regreso, el director del museo me enseñó un documento que jamás hubiera pensado que pudieran conservar en aquella institución. Era una copia del acta de defunción de Alessandro Renza en la cual, entre otros detalles, se indicaba el lugar dónde deseaba ser enterrado.
Aquella misma tarde visité el cementerio. Aunque el tiempo y el musgo habían hecho desaparecer el nombre de la lápida, pude reconocerla al instante. En el fragmento todavía legible quedaban grabados los versos del Leopardi:
Che fai tu, luna, in ciel?
Dimmi, che fai, silenziosa luna?
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