Adrenalina

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Un relato breve del señor Patapalo

 

Aquel tipo anodino nos bloqueó los arneses a los cuatro sin mudar su expresión. Comprobó que los cierres no podían ser forzados y, dándonos la espalda, se alejó hacia una palanca. Las chicas de mi derecha estaban pálidas y murmuraban nerviosas; no podían ocultar su miedo. El chico de mi izquierda, un chaval de unos dieciséis años, mostraba la indiferencia que cabía esperar viendo su atuendo: uno no pasa tanto rato arreglándose el peinado, el maquillaje y las tachuelas para luego perder la compostura. Y, a pesar de todo, no podía evitar mirar de reojo al encargado. Después de todo, era —o eso decían— la atracción definitiva.

Con esa mezcla de escepticismo y nervios inevitable en una situación así, eché un vistazo hacia arriba: una columna con raíles se elevaba justo detrás de nosotros, conectada a nuestro asiento, una altura de unos treinta metros. O, más bien, lo que a mí me sugería “treinta metros”, es decir, mucho. Hasta ahí nos van a subir, pensé, pero eso no puede ser todo.

Las caídas libres y los tirachinas gigantes tampoco tenían tanto misterio. Velocidad, sensación de caer, vértigo… ¿qué haría tan especial a esta? ¿Por qué nos habían hecho firmar aquellos papeles y presentar un certificado médico? Esperaba que no fuera solo para subirnos “treinta metros” y dejarnos caer. Al mismo tiempo, con esa contradicción tan propia de las atracciones, deseaba que tampoco fuera algo mucho peor. Lo justo para pasar un mal rato, desatar un poco de adrenalina e irme de vuelta al chiringuito con las piernas algo flojas.

Interrumpiendo mis pensamientos, la cadena que recorría la columna como una espina dorsal se puso en marcha provocando una sacudida en nuestros asientos. Empezamos a subir con cierta brusquedad, mirándonos los unos a los otros con nerviosismo. Aquello hacía un ruido poco tranquilizador… Entonces, de improviso, el ruido se convirtió en un auténtico estruendo, como el que deben hacer las puertas del Infierno, y, al mismo tiempo, el suelo se abrió a nuestros pies.

Todo fue muy rápido: vi al tipo de la atracción corriendo con cara de susto hacia las palancas, nuestro asiento se desencajó de la cadena que lo hacía ascender, las chicas empezaron a chillar como posesas y me sentí caer a lo más profundo de las entrañas de la tierra.

Había ensayado mil veces lo de this is the express elevator to hell, going down, pero no tenía una brizna de aire en los pulmones. Una opresión salvaje pugnaba por hundirme las costillas mientras mis vísceras se comprimían contra mi diafragma. Mis ojos apenas adivinaban la superficie oscura de esa especie de túnel de mantenimiento por el que estábamos cayendo a la velocidad del sonido y mis oídos estaban saturados por el pánico de mis compañeras. Incluso el macarra de mi izquierda se aferraba con las manos crispadas a las abrazaderas del arnés.

Al final, antes de que nuestros cerebros procesasen que aquello no era un fallo mecánico, la atracción se paró en el sótano con un frenazo brusco. Recuerdo que me golpeé levemente la cabeza con la inercia de la parada, y también que no me importó. Solo pensaba una cosa: estoy vivo. Bueno, eso y “vaya pedazo de hijos de puta”.

Joder, no me lo podía creer. Nos habían engañado como a unos críos. Un bonito juego de manos, sin duda: miras hacia arriba y te tiran hacia abajo. La cosa era simple, hay que reconocerlo, pero había funcionado a las mil maravillas. Yo me movía como un tentetieso, balanceándome a diestro y siniestro como si me hubiera bebido un barril de vodka. Las niñas tampoco estaban mejor, pero el macarra se llevaba la palma, vomitando al lado del carro.

Entonces, antes de poder decidir si denunciábamos a los del parque de atracciones o nos descojonábamos de la risa, la megafonía de aquel sótano nos soltó, con una estereotípica voz de azafata, el anuncio más inverosímil que cupiera esperar: Tienen diez segundos para salir corriendo.

Habiendo hecho el primo una vez, al principio dudamos. Pero cuando vimos el trozo de pasillo que teníamos por delante —claramente indicado con flechas fluorescentes— y el poco trozo del otro lado —esclarecido con sugerentes luces rojas— empezamos a caminar deprisa hacia la salida. Gracias a eso no nos fue difícil echar a correr cuando la azafata declaró con suavidad un “perros liberados”, y gracias a eso también llevábamos una cierta ventaja a aquellos sabuesos de los Baskerville.

En mi vida había visto unos bichos tan grandes ni tan negros. Parecían brillar bajo las flechas fluorescentes, como los dobermann de las películas de nazis. Y corrían como auténticos demonios. Nosotros, por el contrario, parecíamos más una tropa de babuinos, chillando, sollozando, cayendo y rodando, mientras los perros acortaban más y más la distancia.

Juro que no tuve tiempo siquiera de pensar que estaban locos, que no podían dejar a gente tan cerca de unos perros tan grandes, que tendrían que haber previsto algún sistema de emergencia. De hecho, no había pensamientos; solo adrenalina e instinto básico.

Me dejé las suelas de las zapatillas y hasta el último aliento en esa carrera. Me dio igual que una de las chicas se cayera —y a su amiga también— y me dio igual haber rebasado a unos tipos con trajes acolchados que avanzaban con paso firme en dirección contraria. Me dio igual todo durante aquella sobredosis de energía primaria.

Solo deseaba escapar de esa ratonera, de esa atracción del demonio. Solo deseaba que acabase, que terminase ese peligro absurdo e innecesario.

Y, ahora, solo deseo volver a montarme. Sí, a pesar de haber visto lo que puede hacer una fugaz dentellada.

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Arriezu
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Buen relato. Me encanta el final. 

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Patapalo
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Gracias. Fue un pequeño ejercicio para un concurso.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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