Máscara de hierro
Un relato de terror onírico de la mano de Patapalo
¿Sueñas? ¿O buceas en el reino de Morfeo en busca de un tesoro escondido en el fondo de tu alma que, cuando lo alcances, te repugnará con su tacto de pesadilla?
Me visita todas las noches y me dice «Tic tac».
Yo sollozo. Cierro los ojos y lo encuentro. Clic clac. Con movimientos rápidos manipula el cerrojo. Me he vuelto a equivocar: él está al otro lado del espejo.
Te escucha contener la respiración. Te alcanza cuando corres raudo. Se agazapa junto a ti cuando te escondes. Silba a tu lado cuando quieres distraerte.
Te visita por las noches y te dice «Tic tac».
Tú detienes el oído e intentas escuchar el silencio. Pero él está a tu lado, silbando, y, cuando quedan dos minutos para la medianoche, se acerca y te susurra. Tic tac. Y cuando resuenan por toda la casa los lúgubres tañidos del carillón sabes que es demasiado tarde. Ha manipulado el cerrojo y tú te has equivocado de nuevo. Dentro de la dama de hierro sollozas.
Y él la visita esa noche y le dice «Tic tac».
Tras su máscara de fija locura ella sonríe. Ha oído los tres tristes versos y el que más le apasiona es el segundo. Allí es dónde todos se equivocan e intentan atrapar el silencio, pero ya es demasiado tarde. Él vive al otro lado del espejo y silva a través de su plateada superficie. Si pones una vela a su lado y llenas de lágrimas su faz hasta que rebose por el marco, no lo verás; porque te has equivocado de nuevo.
Saliendo de debajo de una sábana blanca se acercará a ti con una sonrisa sardónica y te dirá «Tic tac».
Se ríe porque no entiende este lado del espejo. Él no bucea en el alma humana hasta encontrar ese secreto de consistencia bulbosa y tacto frío y húmedo. Él no sabe de relojes que marcan un tiempo que se consume o que no pasa. Él no conoce el deseo que hace que nos incorporemos en la cama, el rostro perlado en sudor y los dedos engarfiados en las sábanas, cuando alguien se acerca a la cabecera del lecho y te dice: ego te absolvo.
Él es solo una sombra que visita por las noches y murmura «Tic tac».
Sus ojos, que son apenas un destello, son ciegos. Sus oídos profundos como pozos no oyen. Su boca cosida con hebras de muerto apenas puede abrirse para susurrar. Es por ello que sus manos de sarmientos se mueven inquietas y manipulan el cerrojo cuando cierro los párpados por error, equivocándome una vez más. Clic clac.
«Tic tac». Llega la hora. «Tic tac». Dos minutos para medianoche. «Tic tac». Encerrado dentro de la dama de hierro mi cuerpo amortajado en sábanas se pone rígido y, entonces, lo escucho ahogando el alegre silbar de mi visitante nocturno.
El carillón desgrana con su campana de muerto un gong tras otro y en el bosque de espinos el viento aúlla y hace crujir las ramas.
De nada sirve correr; te alcanza. De nada sirve esconderse; se agazapa a tu lado. De nada sirve contener el aliento; él no oye las palabras.
Las paladas de tierra caen mortecinas sobre la madera del ataúd y su lamento queda amortiguado por la sábana. Su nívea superficie es cada vez más pesada y se pega a mi cuerpo como una mortaja, lastrándolo como una cadena.
Sollozo cuando ya no se acerca a mi lado y me murmulla «Tic tac».
Es entonces cuando abro la boca y mi espíritu se escapa suplicante tras la pesadilla que no vuelve.
«Máscara de hierro», anhela, «¿cuánto tiempo hace que me emparedaste al otro lado del espejo?»
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