Andrea
Un ejercicio de ambientación mafiosa de la mano de Patapalo
En un principio, la idea de montar una timba, con crupier incluido, entre dos jefes mafiosos rivales podría parecer totalmente peregrina. Concretado el lugar en un vagón de un tren, podría considerarse ya totalmente estúpida, sobre todo si se tiene en cuenta que la intención es firmar una tregua. Es como si coges a un perro rabioso y a un gato con sarna y los metes en una jaula para que se hagan amigos. A mi parecer, si salen con vida es ya todo un milagro.
Sin embargo, al ver deslizarse aquellos elegantes naipes de pasta de marfil sobre el tapete de fieltro color esmeralda, todas aquellas consideraciones ya no tienen cabida en mi mente. Parece que la magia estética del momento, la pulsión básica de la competición que late en todos nuestros pechos, nos haga olvidar el verdadero motivo de nuestra estancia allí y nos convierta en súbditos de la Dama Fortuna. Es curioso como el deseo de ganar en la propia partida, la emoción primitiva al desvelarse las cartas, ha conseguido eclipsar la pila de cadáveres que hemos dejado atrás, los mares de alcohol por los que hemos luchado.
Por supuesto, es mejor que me guarde estos pensamientos para mí mismo. Estos americanos no entienden casi nada y sacan conclusiones demasiado rápido. Se han vuelto tan pragmáticos que a veces no son ni siquiera prácticos. De hecho, este circo cada vez tiene que ver menos con nuestra cosa, la de casa. Me dan ganas de cantarles las cuarenta, de poner todas las cartas sobre la mesa, pero mucho me temo que no serviría más que para darles una excusa para llenarme de plomo. Aquí la consigna es estar callado, y eso es algo que nadie que tenga sangre en las venas puede hacer sin un gran esfuerzo diario.
Los hay que les va de cine, como ese imbécil de Marco. En Siracusa no lo querían ni para cuidar cerdos. Hasta su padre acabó renegando de él porque no era hombre ni para defender a su hermana. Siempre servil como un perro. Si no lo llegan a mandar a las Américas hubiera acabado muerto por los suyos, por borrar la vergüenza. Y sin embargo aquí está ahora, vestido como un figurín y repartiendo cartas a los señores. Cualquiera diría que es un hombre respetado, aunque todos los de casa sepamos qué casta cría.
No, miedo no tiene. Ya sabe que nos pesa a todos esta ley del silencio. No me pone a prueba; ni siquiera me cruza una mirada. Soy la espada de Damocles que le pende sobre la cabeza. Pero también soy el invitado del señor Torrisi. Tal vez al final no difiramos tanto unos de otros. Deudas, lealtades y pagos. Yo también sería abono en algún olivar si no me hubiesen embarcado para Chicago.
—Andrea, caro —la voz de Francesco Torrisi marca para mí la ley desde hace ya tiempo— vai’ cercarmi a mio nipote.
—Subito, don Francesco.
Me aliso la americana para comprobar que mi pistola sigue allí; viejas manías. Luego salgo del compartimento tras un leve asentimiento a don Vincenzo y una mirada hostil a Marco. Hay que ser muy indigno para que tu propio padre te maldiga. Nunca entenderé cómo puede seguir allí, con esa media sonrisa suya y sus ojos negros de cuervo jugando a señor de la suerte, a dador de fortunas. Por mucho que se sonría ahora, no podrá evitar la cara de idiota cuando vea el comodín que mantiene tapado el jefe. Lástima que no vaya a ver el resultado de la mano.
Me temo que va a ser mucho menos divertido rescatar a Joey del vagón restaurante. Parece mentira lo de ese muchacho. Tiene todo lo que se podría desear. Tiene el mundo al alcance de la mano. Y todo lo que parece interesarle es basura. Locales infectos, zorras, alcohol barato, peleas de puerto. Los hay que nacen para vivir en el arroyo. No debería sorprenderme, habiendo oído lo que dicen de su madre.
Lo siento por el señor Torrisi. No se merece tener a esta escoria a su lado. Me encantaría poder hablarle con franqueza, aunque sé que no es posible. No puedo faltarle al respeto. No puedo mostrar ninguna ingratitud. Y eso incluye al estúpido de Joey.
En el vagón restaurante ya no está, y tampoco en el precedente. Vigilan algunos gorilas de don Vincenzo, pero ni rastro del chico. Continúo caminando hacia la cola del tren. No hemos hecho ninguna parada todavía y no ha podido evaporarse. No debo ponerme nervioso. Un cigarrillo me calmará los nervios.
Escasamente me he llevado el fósforo al pitillo, un fuerte bandazo amenaza con tirarme por el suelo.
—Porca troia —las palabras escapan de mis labios, tan incontrolables como la expresión de mi cara. Nunca serví para el póquer, aunque ¿a quién le interesan los juegos de estos estúpidos yanquis?
—Tenga cuidado —una voz profunda truena a mis espaldas. Una mano robusta acompaña la advertencia, me ayuda a estabilizarme.
—Grazie —intento que no me tiemble la voz. Intento que no me tiemble el cigarrillo ni el fósforo, que se resiste a apagarse.
Me giro lentamente al tiempo que me guardo las cerillas en el bolsillo interno de la chaqueta. Tal vez el contacto de mi arma consiga tranquilizarme. Diría que me he cruzado al mismísimo Diablo. Me pregunto cómo demonios se ha puesto a mi espalda sin que me diese cuenta, cómo consigue ser tan silencioso. Ese Páter resulta espeluznante; no se puede evitar, por muy grotesco que sea ir vestido de sacerdote sin serlo.
Solo en América podía pasar una cosa así. Todavía no entiendo cómo no ha habido nadie que se haya encargado de ese irreverente. Demonios. ¿Dónde iremos a parar? En casa le hubieran acribillado sus propios compinches. Hay cosas sagradas. Pero, ¿qué se puede esperar de un país de herejes y protestantes? El Santo Padre debería excomulgarlos a todos.
Beso la cadena de la Madonna y le doy un par de profundas caladas al cigarrillo sin quitar ojo de la puerta del vagón restaurante. Espero cinco minutos y Páter no vuelve sobre mis pasos. Es un alivio. He oído que tiene una puntería endiablada y que es rápido como una centella.
Tiro el cigarrillo por la ventana y continúo buscando a Joey. Solo espero que no haya tenido un encontronazo con ese asesino. No creo que el muchacho fuera rival para él, especialmente estando de resaca.
Unos minutos después estoy llegando a la cola del tren. Solo queda el vagón de equipajes. Un terrible presentimiento se adueña de mí junto con la certeza de la muerte del sobrino de don Francesco. Venganza. Es lo único que queda.
Desenfundo la pistola. Ya no merece la pena conservar las apariencias. En cuanto lleve la noticia al jefe esto va a ser una carnicería. El gato sarnoso y el perro con rabia.
Abro la puerta del compartimento de equipajes. No tiene ventanas y el aire permanece quieto, callado. Tiene un gran secreto que guardar. Lo sé por los regueros de sangre que escapan por los bajos de una de las cajas de madera. No es un ataúd. Al menos no debería serlo. Me da vueltas la cabeza tan solo de pensar en abrirlo. Ver la cara de Joey ensangrentada, su cuerpo retorcido en esa caja para contrabando, será como confirmar las sentencias de muerte de la mitad de los pasajeros.
—Santa Madonna —rezo besando la cadena de oro que mi madrina me regaló en mi bautizo.
Sin embargo, por mucho que invoco su protección, por mucho que intento anticipar la macabra escena que se oculta bajo esa tapa, no vienen a mi mente imágenes de la Virgen ni de los difuntos. No. Solo se me aparece Marco desvelando las últimas cartas, revelando que el comodín de don Francesco no le salvará la partida. ¿Una mala jugada?
La puerta corrediza del exterior se abre violentamente y un viento huracanado hace añicos la quietud del vagón. Ya no es una cripta. Ahora es un Infierno.
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