El espectro de Corocotta

Imagen de Patapalo

Una ficción histórica de la mano de Patapalo

 

El ungido Augusto se debatía entre pesadillas desde que Juno escapara por la puerta abierta de su templo. La guerra liberta se le aparecía con cada crepúsculo en el rostro pintarrajeado de azul de los pictos, en las armaduras brillantes de los catafractos, en los broncíneos yelmos helenos, en los ululatos de las tribus norafricanas, en el resonar de los cuernos de las florestas germanas, en el triste lamento de los fantasmas convertidos en lares... Aquel pandemonio le robaba el sueño y le drenaba las fuerzas.

Así, una noche más, salió a pasear por las inmediaciones del campamento. Como una guardia espectral, sus fieles guardaespaldas lo siguieron en silencio.

Eran hombres duros, curtidos en el campo de batalla. Lo habían seguido hasta allí sin rechistar, sin poner una sola objeción. Su dedicación y lealtad le producía escalofríos. Nada tenían que ver con los legionarios de línea, que servían entre la obligación y el deseo de ganarse un terruño en el imperio, ni tampoco con los irreductibles cántabros que los vigilaban desde las sombras, siempre prontos a una incursión rápida que minase la moral de sus tropas. No, había algo más en aquellos soldados silenciosos que vivían en el anonimato. ¿Amor por Roma? ¿Amor por su inmortal espíritu? ¿Amor por la civilización que extendían entre los pueblos bárbaros?

Era difícil saberlo, pero algo le quedaba claro en su mar de dudas: él los había llevado a aquella dura campaña en la que no obtendrían gloria alguna, pero en la que sí se enfrentarían a duras pruebas. ¿Y quién era él para decidir así en sus vidas?

Augusto.

Sin mediar palabra, se sentó en una roca cubierta de musgo, bajo la todavía más impresionante sombra de algunos árboles. Aquí la luna no conseguía penetrar entre el follaje. En aquel lugar de la floresta, el campamento romano ya no era más que un mero recuerdo. En cierto modo, ya no existía. Había devenido un fantasma.

Oyó el tintineo de las armaduras de sus hombres.

Estaban nerviosos, y, como buenos romanos, eran supersticiosos; no habían abandonado a sus dioses, ni a los espíritus de sus antepasados, y aunque sabían que los suyos se impondrían, no desdeñaban a las deidades de los bárbaros. ¿No entró Mitra en el panteón latino? Otros misterios podían hallar en aquellas tierras, que algunos poetas relacionaban con el jardín de las Hespérides, cerca de las columnas de Hércules.

El tintineo se repitió, pero esta vez Augusto percibió también el movimiento que lo había provocado. Algo grande, no un búho ni una zorra; quizás un lobo. Abundaban en aquellas tierras... Sería un buen presagio, pensó distraído, todavía perdido en sus ensoñaciones, ver a un pariente de la madre adoptiva de Rómulo y Remo. De todos los lobos del orbe, no era aquel a quien pensaba encontrar tan cerca de su campamento.

Corocotta.

La piel gris servía de capucha a ese rostro indómito que lo diferenciaba, a pesar de sus hábitos bárbaros, de sus iguales. El fuego de sus ojos, la ironía de su expresión, la fuerza que delataba su mentón... tenía los atributos de un gran líder, eso era algo que no escapaba a la mirada de Augusto. Los motivos por los que se presentaba ante él, sí.

—¿Qué te trae a las puertas de mi campamento? —inquirió Augusto sin levantar la voz, pero con firmeza.

El aparecido sonrió con fiereza antes de contestar en latín.

—Soy señor de estas tierras; es a mí a quien corresponde hacer preguntas. ¿Es cierto que los romanos pagáis a quien os traiga a Corocotta?

—Doscientos mil sestercios —asintió gravemente.

—Me presento yo mismo ante vosotros porque, graba bien estas palabras en tu mente, ningún otro cántabro os rendirá tal servicio.

Augusto escudriñó en los ojos de su rival, pero no halló ninguna muestra de debilidad. El miedo no tenía cabida en esos ojos abrasados de orgullo. Guardó silencio unos instantes y, luego, se puso en pie y volvió hacia el campamento con paso mayestático. Al pasar junto a su guardia, que observaba dubitativa al intruso cántabro, les dijo:

—Entregad a este hombre la recompensa de doscientos mil sestercios.

Algo confundido, el decurión le preguntó:

—¿Quién es, divino Augusto? ¿Un informador? —Seguramente le extrañaba que hubiera podido revelar algo de tanto valor para su señor en tan poco tiempo.

Sin darse la vuelta, el ungido de los dioses replicó:

—No, es una sombra, un eco de otro tiempo que ha de extinguirse como la llama de una lámpara que largo tiempo iluminó en la oscuridad.

En su voz se percibía una melancolía insondable.

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