Los infiltrados

Imagen de Jack Culebra

O de cómo sale uno del cine abrumado cuando no esperaba absolutamente nada de una película

Dicen que para los auténticos maestros no hay herramienta mala. Y debe ser verdad.

 

Cuando fui a ver Los infiltrados, la última película de Martin Scorsese, no sabía que era un remake de una película de Siu Fai Mak, pero sí que Leonardo diCaprio, uno de los actores que siempre me ha repelido –y con el que acabaré reconciliándome- era el protagonista. Con estos dos elementos, y viendo el planteamiento de thriller americano que se nos ofrecía, bien hubiera cabido esperar lo peor. Por fortuna, la baza de tener a Scorsese a las riendas del proyecto fue determinante y, cuando salí del cine, estaba totalmente rendido ante la película.

 

La cosa comienza trepidante, presentándonos al numeroso cartel –hay más estrellas en esta película que champiñones en temporada- de un modo efectivo, rápido, conciso. A modo de pequeños cortometrajes, la introducción queda fijada en nuestra retina y, para cuando empieza la trama en sí, ya estamos perfectamente situados. Y eso es muy importante, porque la gracia del asunto está, precisamente, en la trama, que es compleja, implacable y que avanza sin esperar a nadie.

 

Mi chica me comentó a la salida que en la versión de Hong Kong de la película no había quien se aclarara con los actores, y quizás éste sea un motivo para aceptar que se hiciera el remake, porque, a parte del escenario (de Hong Kong a Boston), parece que pocas líneas han cambiado en el guión. Esto, obviamente, no puedo juzgarlo, pero sí el acierto de poner como par de antagonistas a Leonardo diCaprio y Matt Damon.

 

El físico del segundo, con esa nariz porcina y ese cuello taurino, nos permite no perderle de vista en toda la película, lo que es un acierto y una ayuda, pues, como ya hemos dicho, el quien es quien es importante para que el conjunto funcione. La elección del primero, a pesar de la imagen que tenía yo del diCaprio yogurín de los primeros tiempos, es otro grandísimo acierto. Y por muchos motivos.

 

Sí, diCaprio se sale en esta película. No sólo porque dé la talla como irlandés, como tipo duro, como hombre atormentado y un largo etcétera que pone de manifiesto su calidad profesional a la hora de dar profundidad a un personaje, sino porque además no se deja comer terreno por un desbordante Jack Nicholson que, de nuevo, le toca un registro histriónico. Al parecer todos los personajes han perdido cierta sutilidad en la versión americana, que no carece de maniqueísmo, y el personaje de Nicholson no ha sido una excepción.

 

Lo cierto es que ninguno se deja comer terreno. Tenemos también a Martin Sheen y a Alec Baldwin, y aunque con cinco actores tan consagrados como éstos bien hubiera podido resultar todo un circo, hay que reconocer que no, que lo que se ve es profesionalidad por los cuatro costados. Caras famosas, cierto, pero sin duda bien fundidas con el entorno, lo que permite al espectador disfrutar de la película de principio a fin, fundiéndose con la historia, olvidando que los personajes son encarnados por actores y adentrándose en ese siniestro Boston por el que un día estuve paseando.

 

Compartiendo plantel con todos estos tipos, cada uno magnífico en su rol, tenemos a otro actor que me ha dejado deslumbrado: Mark Wahlberg, al que no conocía y el cual ha sido de los pocos que ha conseguido interpretar al poli malo-duro de un modo convincente, estremecedor, poniendo la guinda al reparto. Incluso la chica, Vera Farmiga, que era el personaje a quedar mal por excelencia, consigue bordarlo. Se agradece a este respecto, sin duda, el buen juicio de Scorsese que, si bien podría haberse ahorrado ese vértice exigido en hollywood para crear un triángulo innecesario, ha sabido utilizarlo saliéndose del tópico y de la improbabilidad.

 

Y es que ése es otro de los grandes aciertos de la película: su coherencia. Es una historia de mafiosos y policías, y es una historia de Scorsese –donde los muertos se mueren mundanamente, como en la vida misma-, pero, sobre todo, es una historia negra muy bien hilada. Hay tensión pero sin trucos sucios; hay despliegue de medios, pero huyendo del boato o de la exhibición absurda; hay violencia, pero sin alardes; hay trama y sorpresas, pero no, por suerte, conejos saliendo de las chisteras.

 

¡Demonios! En el fondo ninguno tenemos ni pajolera idea de cómo funciona el F.B.I., ni las mafias, ni los policías corruptos bostonianos, cierto, pero hay aspectos de verosimilitud y coherencia que se captan rápidamente si uno está medianamente despierto. Es por ello que, aunque las películas de Tarantino están muy bien para divertirse con una buena ración de humor negro, de vez en cuando apetece ver una de Scorsese, como Casino o como ésta. Más que nada porque así no nos olvidamos que Jack Bauer y sus helicópteros son ficción, ni de que es posible aunar cierta seriedad con entretenimiento. Como en El Padrino.

 

Por supuesto, no todas las virtudes se quedan a nivel de guión –que se podría achacar a Siu Fai Mak, cuya película veré dentro de poco, espero- ni de actuación –aunque, demonios, me descubro una vez más ante diCaprio; ¡con el mal concepto que tenía yo de él!-, sino que éstas se conjugan con muchas otras: una cámara ágil que no molesta ni marea al espectador, unos planos y unas secuencias muy bien ideadas y una banda sonora que te hace vibrar en los momentos adecuados son algunas de las que me he dejado en el tintero y que, sin lugar a dudas, consiguen transportarte durante las dos horas y media de película.

 

También, por supuesto, hay alguna cosa que se podría haber mejorado, pero, a parte de una cierta impresión de que han querido dejar claro que los buenos y los malos no son de la misma madera –lo que para nuestra mentalidad europea resulta siempre algo pueril-, no recuerdo nada remarcable. Como ya he dicho, salí rendido del cine, totalmente seducido por esta película. Así que, en conciencia, debo recomendarla a los amantes del género.

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