Un relato de Eddy Sega para Supersticiones
Día 1
La casa estaba terminada, pero aún olía a construcción. Pol distinguía claramente el olor de la silicona que sellaba los enormes ventanales, que componían casi toda la fachada, el de la madera del suelo y, mucho más tenue, el de la pintura de días atrás.
Salió a la terraza de la planta superior y fue abordado por el agradable olor a vegetación, pues la casa estaba construida en una lujosa urbanización en la ladera sur de la montaña de Collserola, suspendida como por arte de magia en un empinado barranco, colgando sobre Barcelona, que se extendía desde la falda de la montaña hasta orillas del mar. Le gustaba pensar que la ciudad entera estaba rendida a sus pies; le hacía sentir superior.
Oteó por encima de los tejados de la urbe buscando las grúas de los edificios que había ideado y que le habían permitido pagar el terreno donde se erigía su nueva vivienda.
Su empresa, otrora una modesta inmobiliaria, había crecido como la espuma, en gran parte gracias a él, y se había convertido en una importante constructora y promotora. Pol los había convencido para hacerse con dos solares y construir sendos edificios de sesenta y cuatro viviendas cada uno.
Descubrió las grúas hacia el suroeste, despuntando por detrás de los dos bloques de pisos a medio construir: sólo se veían gruesas columnas intercaladas entre las ocho plantas de cada edificio, formando grandes agujeros negros. Parecían dos gigantescas colmenas. De vez en cuando, los operarios aparecían a la luz del sol y desaparecían entre las sombras, pasando entre las columnas; pequeñas motas oscuras moviéndose por el panal, como si de abejas fabricando miel se tratara.
El sonido del timbre le rescató de su ensoñación.
Tras la puerta principal aguardaban tres hombres fornidos, todos con la misma indumentaria.
—Le traemos el acuario —dijo el único que parecía español.
—Adelante.
Al poco regresaron del camión con una gran caja rectangular de madera, montada sobre dos transpaletas, de tres metros de largo por setenta y cinco centímetros tanto de alto como de ancho, fuertemente protegida por sus doce aristas.
—¿Dónde lo dejamos?
—En el piso de arriba —señaló por el hueco que quedaba en medio de la escalera curva, un gran círculo de diez metros de diámetro, igual que la claraboya de cristal que había sobre él en el techo de la casa.
Los transportistas miraron las escaleras: cuarenta y cinco peldaños ininterrumpidos. Después, se miraron los unos a los otros.
—Por aquí está el ascensor —continuó. Parecía que se estuviera divirtiendo.
Arrastraron la caja por el enorme recibidor hasta llegar al ascensor. Intentaron meterla dentro pero fue inútil, era demasiado grande.
—Pues al final os va a tocar subirlo por la escalera.
—¿No pudría quidarse aquí? —propuso otro, seguramente marroquí.
—No.
—¿Pur qué?
—Porque su sitio es arriba.
Se miraron hastiados y tras un ademán del español empujaron la caja hasta las escaleras. La separaron de las transpaletas y la alzaron entre los tres. El marroquí, al que le había tocado colocarse solo en uno de los extremos, miró a Pol casi suplicándole que le echara una mano. Su respuesta fue sacar la pitillera del bolsillo y encenderse un cigarro.
«Esto es un moro, un sudaca y un español… Parece un chiste malo» pensó al tiempo que soltaba una bocanada de humo hacia ellos.
—¡Ánimo! —instó el ecuatoriano a los demás.
Llegaron arriba, a un amplio vestíbulo distribuidor, agotados y sudorosos. Desembalaron el acuario y Pol les indicó donde debían colocarlo: encima de una estructura integrada con el suelo al borde de un balcón que daba al hueco de la escalera, de tal forma que pudiera verse desde la entrada.
—Bueno, pues ya hemos acabado —dijo el español sin terminar de retirarse, esperando su propina.
Pol era un cabrón, y disfrutaba sobremanera sintiéndose superior a los demás; así que sacó con parsimonia su cartera, rebosante de billetes, extrajo uno de cien euros y se lo tendió con desgana.
—Muchas gracias señor —dijeron con torpeza los tres.
Día 5
La primera vez que la vio no le pareció gran cosa. Era la dependienta de la tienda de peces, y Pol llegó a un acuerdo con el jefe para que le permitiera ser su asesora, ya que él no tenía tiempo para ir y venir cada vez que llegara un pez, una planta o un coral. Ahora, arreglada para salir, tenía otra impresión de ella.
—No era mi intención venir así —dijo tras una bonita sonrisa de intenso carmín rojo—, pero esta tarde ha llegado el pez león, y quería traértelo.
Abrió la tapa derecha del acuario e introdujo lo que había dentro de la pequeña pecera que traía consigo, un extraño y hermoso pez rayado con decenas de aletas puntiagudas alrededor. Como era venenoso y agresivo, el acuario estaba dividido, gracias a una estructura de rocas y coral, en dos partes: una con los peces grandes, del tamaño del pez león o más grandes, y otra con los peces pequeños, generalmente de bonitos colores vistosos.
En la parte de los grandes, uno de ellos, redondo y de ojos saltones, huyó a refugiarse tras una planta que llegaba hasta la superficie del agua.
—Mira, el puto Alfredo se ha acojonado —se jactó Pol.
—¿Alfredo?
—Sí, el abogado de la empresa, es clavado a éste. Tiene los mismos ojos saltones y la boca hacia abajo… Pero lo mejor es esa cosa rara que tiene en la cabeza. Parece el peluquín del muy cabrón.
—Bueno —dijo ella ignorando el comentario—, con este ya tienes el acuario completo.
—De acuerdo. —Empezó a picar con los dedos el cristal, delante de la mirada de Alfredo—. Encima de esa mesita están los contratos.
Ella se agachó para coger los documentos de la mesa y el jersey cayó levemente, dejando sus senos casi al descubierto. Pol la vio reflejada en el cristal, apenas una imagen difusa, y el instinto le hizo girarse para verla mejor. Empezó a notar una ligera erección mientras sus ojos no se separaban de sus pechos. Ella se notó observada y se sujetó el jersey con la mano con disimulo, como un acto reflejo, intentando no cambiar el semblante.
«Mierda —pensó incómodo mientras se sentaba en el sofá que había tras la mesita—. ¿Cómo se me empina por esta tontería?»
Ella no parecía haberse dado cuenta de ese detalle, se sentó a su lado, para firmar las facturas, y lo rozó con la cadera. Pol se incorporó hacía delante, fingiendo interesarse por los papeles, para tener más contacto con ella. Olía de maravilla. Sus ojos se posaron en las piernas de ella, siguiéndolas en su largo y sinuoso recorrido hasta que desaparecían bajo la falda, imaginado qué se ocultaba bajo la excitante negrura que había entre ellas y el borde de la prenda. Cerró los ojos y se imaginó poniendo la mano sobre su pierna y arrastrándola lentamente hacia arriba, al encuentro de la insondable oscuridad que protegía su sexo…
La bofetada le hizo abrir los ojos de golpe. La chica se había puesto de pie al instante —no pudo saber cuándo—, nerviosa, respirando a gran velocidad.
—¡Ya…, ya…, ya mandarás los contratos por email! —dijo echando a correr, bajando las escaleras precipitadamente y saliendo de la casa.
«Joder, ¿cómo coño la he podido cagar así?»
Alfredo lo miraba acusador. Golpeó el cristal, espantándolo.
—Sal de detrás de esa puta planta, mamón.
Un rato después la erección aún no había remitido. Llamó a unas cuantas amigas pero ninguna estaba disponible. No le apetecía salir de casa, pero el deseo pudo más: cogió una bolsa con unos gramos de cocaína y salió. No era consumidor habitual, pero era un buen reclamo para algunas chicas, sobre todo para las que frecuentaban la discoteca a la que pretendía ir.
Regresó pasada la media noche. La chica que le acompañaba, un poco pasada de alcohol y coca, no dejaba de reírse mientras lo manoseaba sin parar. Entraron al amplio recibidor, donde fueron recibidos por la tenue y fría luz que desprendía el acuario. Estuvieron unos minutos allí mismo, besándose, hasta que ella preguntó dónde estaba el lavabo.
—Arriba, saliendo del ascensor a la izquierda —dijo señalándolo. No le apetecía verla cayendo escaleras abajo. Él subió andando y se sentó en el sofá del vestíbulo, enfrente del acuario. Cuando ella salió también se puso delante del acuario, pero pegada al cristal. Estuvo un rato mirando los peces; los ojos se le cerraban. Pol fue hacia ella y la cogió por detrás, besándola por el cuello. Ella se dejó hacer y, mientras, se levantaba el vestido. Pol se desabrochó los pantalones, le apartó el tanga y trató de penetrarla. No pudo, tenía el pene blando como un calcetín.
«¡Me cago en la puta!»
Intentó ganar tiempo, para ver si conseguía la erección, pero no hubo manera. Ella se giró hacía él y le cogió el miembro, flácido.
—¿Qué coño pasa? —espetó.
—Nada, tú sigue —ordenó, molesto.
Ni con esas fue capaz de notar nada: era como si tuviera la polla muerta. Cogió a la chica del cuello, forzándola a agacharse, momento en el que le vomitó encima.
—¡Joder! —gritó empujándola. Ella se dio la vuelta y volvió a vomitar, esta vez contra el cristal del acuario—. ¡Qué asco, lárgate de aquí! —La cogió del brazo y la arrastró hacia las escaleras.
—Déjame ir al lavabo —suplicó tapándose la boca.
—Y una mierda, fuera de mi casa, puta.
—¡Serás cabrón! —gritó al tiempo que le propinaba una patada en el tobillo.
—¡Argh! —se quejó Pol—. ¡Zorra!
—¡Que te jodan, impotente! —reía mientras descendía por las escaleras con rápidos pasitos.
Pol ni siquiera vio como salía de la casa. La chica había dejado el vestíbulo repleto de vómito; tardaría tiempo en olvidar ese apestoso olor. En el cristal del acuario, una tira de espagueti resbalaba sobre una masa marrón que lo teñía en su mayor parte.
Fue a buscar el cubo y la fregona, cojeando, con un terrible dolor en el pie que le aumentaba por momentos.
Día 9
—¡Qué guapo es éste! —Robert estaba maravillado con el acuario, era el más grande que había visto, y los peces, los más espectaculares.
—Es el pez león —dijo Pol desde el sofá, con el pie vendado apoyado en un puf.
—¿Y éste? ¡Qué feo! —dijo señalando otro.
Pol se levantó y se dirigió hacia allí, cojeando.
—Ja, ja. —rió—. Éste es Alfredo. —Robert lo miró sin comprender—. Alfredo tío, el puto abogado.
Su compañero volvió a mirar el pez.
—¡Qué cabrón! Toma, aquí están los contratos —le tendió la carpeta que llevaba en la mano. Pol regresó al sofá, se sentó con dificultad y desparramó los papeles sobre la mesita—. Mira que caerte por las escaleras, ya tenemos una edad.
—Nunca intentes follarte a una puta borracha en las escaleras.
—Ya, lo que tú digas. —Siguió el recorrido del pez mandarín con el dedo—. Eso te ha pasado por culpa de la pecera… Dan mala suerte.
—¿Cómo? —preguntó sin levantar la vista de los documentos.
—Pues eso, que las peceras dan mala suerte.
—¿De dónde coño has sacado esa chorrada?
—Joder, de toda la vida —respondió Robert.
—No lo había escuchado nunca… Además, esto no es una pecera, es un acuario. «Ni tampoco me caí, esa zorra me pegó una patada.»
—¿Y qué diferencia hay?
Pol firmó el último contrato y cerró la carpeta.
—Una pecera es esa mierda de recipiente redondo con un puto pez rojo dando vueltas todo el rato. Y un acuario es esto.
—Ya, bueno, tanto da. Pecera o acuario… Dan mala suerte.
—Vete a la mierda. Toma —le devolvió la carpeta—, dile al jefe que volveré dentro de una semana.
—Sí, pero no intentes follarte a otra tía en las escaleras.
Día 20
Entró hecho una furia en su casa, apenas notaba dolor en el tobillo mientras subía las escaleras.
«Mierda, putos cabrones.»
Debió imaginar que ese día iba a ser un desastre cuando por la mañana lo despertó el teléfono a las siete, tres horas después de haberse acostado tras pasar toda la noche viendo series descargadas de internet.
Desde que Robert le contó que los acuarios traían mala suerte las cosas habían ido de mal en peor. Se murieron dos peces y se vio obligado a llamar a la tienda. Por supuesto la chica que le asesoraba no quiso volver, así que enviaron a un gordo con los dientes podridos al que le apestaba el aliento. Tuvo que soportar su fétido olor durante horas, desde que se dispuso a averiguar qué le pasaba al agua hasta que consiguió solucionarlo. Una mañana le robaron la cartera en el metro; perdió el resto del día anulando tarjetas y duplicando documentos. Cogió una terrible gastroenteritis al poco de regresar a la oficina, de ahí que tuviera que volver a coger la baja y se pasara horas en la cama viendo películas y series en la televisión. Iba hecho un desastre, le había crecido la barba, ya no se peinaba y seguramente apestaba, aunque él no lo notara.
Pero esa llamada, y sobre todo, las palabras que escuchó al otro lado de la línea: «Tienes que venir, reunión urgente», presagiaban ser peor que cualquiera de las anteriores desgracias.
La reunión empezaba una hora después, apenas le dio tiempo a ducharse y rasurarse la barba, pues no podía perder tiempo afeitándose. Llamó a un taxi y, como de costumbre, las cosas no pudieron salir peor: estuvo en un atasco durante horas. Cuando llegó a la oficina, febril y casi tiritando, la reunión estaba a punto de terminar. Llegó justo a tiempo de escuchar lo más importante.
—Nadie cobrará comisiones por los edificios —sentenció el director, con el pelota de Alfredo a su lado, como siempre. Al parecer el mercado inmobiliario se había estancado un poco y varios propietarios de los pisos que ya tenían vendidos se habían echado atrás, pues no habían podido vender sus respectivas viviendas.
«Joder, me cago en la puta.» Pol había invertido todo su dinero en el terreno para la casa, aun así le había quedado una hipoteca muy alta por la construcción de la misma. Si no cobraba esas comisiones no podría hacer frente a todos los gastos que tenía.
Quiso reunirse con el director en su despacho, pero al verle la cara y, sobre todo, los ojos con los que lo miraba, resolvió que no era el momento más adecuado, no en vano fue él quien lo convenció para construir los edificios.
Para volver cogió otro taxi, y aunque al salir de la ciudad no había caravana, la ira que lo consumía desde que saliera de la oficina aún lo acompañaba al llegar a casa.
«Jodidos cabrones —le transmitió telepáticamente a los peces plantado delante del acuario—, por vuestra culpa estoy así.»
Después algo le llamó la atención.
—Alfredo, ¿cómo es que no estás en tu escondite?
Se fijó y vio que la planta se había desprendido de la base del acuario y estaba caída hacia atrás, apoyada en el cristal trasero.
«Mierda.»
Se subió a la tarima, apartó la tapa y metió la mano.
Fue notar el aguijonazo y recordar las palabras exactas de la chica de la tienda de animales: «Vigila con el pez león, su picadura es muy venenosa».
—¡Argh! —gritó—. ¡Mierda, mierda, mierda! —seguía gritando mientras se sujetaba con fuerza la mano izquierda. Un terrible dolor le empezó a subir por el brazo hasta el hombro, y de allí a la cabeza—. ¡Hijo de puta!
Tenía el entendimiento nublado, de tan mareado que estaba, y no se le ocurrió otra cosa que ir corriendo a la cocina, coger el cuchillo de cortar el jamón y subir a toda prisa las escaleras. A medio camino se cayó, golpeándose la cabeza; el mareo aumentaba por momentos. Se tumbó boca arriba; le costaba respirar y tenía nauseas. Volvió a levantarse y siguió subiendo, había dejado el móvil arriba, junto al acuario, y quería llamar a emergencias. Al llegar allí vio al pez que le había atacado nadando tan alegremente y, en lugar de llamar, se subió a la tarima y retiró la tapa.
—Ahora verás cabrón.
Empezó a apuñalar el agua, intentando ensartarlo. El pez trataba de escapar, nadando a lo largo y ancho de la parte del acuario que le correspondía haciendo rápidos y constantes esprines. En el intento le cortó la cabeza al pez piedra y atravesó la concha de uno de los caracoles. El resto de peces, el león incluido, esquivaba la afilada hoja del cuchillo zigzagueando entre plantas y corales; a cada estocada el acuario escupía agua a borbotones. Al final cogió la red para atrapar peces, lo bloqueó en la esquina, entre una roca y el cristal, y lo atravesó con violencia.
—Ja, ja, ja —reía cual loco mientras contemplaba cómo el pez luchaba por escapar, algo imposible, pues había clavado el cuchillo en la arena de la base. El hermoso animal aleteaba cada vez con menos energía mientras el agua iba tiñéndose paulatinamente de un marrón más oscuro. Dos minutos después, dejó de moverse. De la panza, por donde asomaba la hoja del cuchillo, le colgaban las tripas, como si fueran pequeños gusanos pugnando por escapar de su interior.
En el fragor de la batalla casi había olvidado su lamentable situación, y al sacar el cuchillo del agua, con el pez atravesado en él, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás sobre el sofá. El mareo y las nauseas eran inaguantables, y además empezaba a notar taquicardias. Tiró el cuchillo al suelo, se acurrucó en el sofá, y el mundo empezó a difuminarse.
Día 21
Nada más despertar le asaltó una extraña sensación de terror, como si el pez que le había atacado todavía rondara por ahí, acechándole, dispuesto a picarle de nuevo. Pero eso era imposible; primero porque el pez estaba muerto, y segundo, porque su hábitat era el agua, y fuera de ella no podía desplazarse.
Se miró el brazo, donde la picadura: le había salido un edema. También tenía dificultades para mover la articulación. Después miró el acuario. Los peces nadaban con parsimonia, como si nunca hubiera pasado nada.
Bajó a la cocina a comer algo. Estaba un tanto desorientado y se refrescó el rostro.
Salió al rato sujetando un cubo de agua, que temblaba al mismo ritmo que su brazo. A medida que subía las escaleras lanzaba miradas furtivas al acuario, siempre presente, visible desde cualquier punto de la casa. Llegó arriba, la imponente caja de cristal lo desafiaba. Pensó en la potencia que estarían realizando esos mil setecientos litros de agua y se asustó al pensar en la posibilidad de que hicieran estallar las paredes del acuario. Se situó frente a él y abrió la tapa izquierda, con decisión. Nada podía hacerle daño, pues el pez león…
«¿Dónde coño está el puto pez león?»
Miró donde lo había arrojado y allí seguía, insertado en el cuchillo. «¿Quién se lo iba a llevar?» Se había secado un poco, las decenas de aletas venenosas que lo rodeaban se habían apelmazado, perdiendo su esplendor. Cogió el cuchillo, apartando de sí el animal y lo metió en el cubo. Con la punta de la red presionó sobre el pez y retiró el cuchillo. Metió la red en el acuario y con tranquilidad fue capturando los peces; uno a uno. Cuando hubo llenado el cubo con todos los peces pequeños fue al lavabo y abrió la tapa del inodoro. Alzó el cubo y arrojó el agua dentro. La docena de peces apenas cabían en el desagüe del wáter. Tiró de la cisterna sin ceremonias y el agua se llevó a todos esos peces de agua salada a una muerte fría y asfixiante. Volvió al acuario y se dispuso a hacer lo mismo con los grandes. Abrió la tapa de la derecha y fue capturándolos uno a uno. Algunos se le resistían más que otros, pero los capturó en menos tiempo que los pequeños. Al final solo quedó Alfredo, como de costumbre detrás de su planta.
—Venga va, sal de ahí detrás que no estoy para jueguecitos.
Metió la mano izquierda y al tocar el agua sintió un escalofrío en el brazo. Casi había olvidado el dolor. La volvió a meter, poco a poco; el agua templada le aliviaba. Apartó la planta y capturó al asustadizo pez sin demasiados problemas. Lo metió en el cubo con el resto y regresó al lavabo.
En esta ocasión decidió arrojarlos uno a uno; recreándose. Empezó por el pez ballesta azul, después el cirujano vela…. Así hasta que todos hubieron desaparecido por el desagüe. El último que quedó fue Alfredo.
—Adiós cabrón —dijo como si el que estaba a punto de bañarse en esa agua helada del fondo del retrete fuera su compañero de trabajo.
Lo cogió, lo lanzó dentro y tiró de la cisterna, pero el depósito aún no se había llenado y no cayó agua. Esperó un poco, mientras observaba como el pez nadaba en círculos en la cañería, como si hubiera otra salida que no fuera la fría oscuridad que había al otro lado del desagüe. Volvió a tirar de la cisterna pero nada.
«¿Qué coño pasa?»
Accionó el grifo del lavamanos y tampoco salió agua.
«Joder, menudo momento para cortar el agua.»
Alfredo lo miraba. Le decía que era un inútil, incapaz de deshacerse de un simple pez.
Cerró la tapa.
La volvió a abrir, pero Alfredo seguía ahí, dando vueltas inútilmente.
Metió la mano dentro, cogió al pez y empezó a estrujarlo entre sus manos.
—¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Cabrón! —gritaba. Los ojos de Alfredo se hincharon más, si cabe, y la boca se abrió hasta límites insospechados. Finalmente el pez reventó: los ojos se le salieron de las cuencas y de la boca emergió una pasta compuesta por sus vísceras y tripas. Tiró el pez con desdén dentro del inodoro y cerró la tapa.
Ahora solo quedaba deshacerse del acuario.
Día 22
Llamaron al timbre en el momento más emocionante de la película. Hizo caso omiso, pero volvieron a llamar. Puso el canal de la cámara de la entrada y vio a Alfredo, el abogado.
«Mierda.»
—Buenas tardes —le dijo a Pol nada más abrirle la puerta.
—Buenas. Pasa, pasa. —«Yo te maté, te aplasté con mis propias manos y tus ojos reventaron. No deberías estar aquí.»—. ¿Pasa algo?
Alfredo entró en la casa. Pol cerró la puerta.
—Traigo malas noticias. Oh, vaya, menuda vista tienes aquí —exclamó al ver la cristalera de la cocina, pues la puerta estaba abierta y la tenía justo enfrente.
—Sí, la verdad es que es un bonito paisaje. Desde la terraza de arriba se ve mejor. Vamos, tomemos una copa. ¿Whisky?
—De acuerdo.
Subieron arriba, atravesaron el vestíbulo, salieron a la terraza y le mostró la panorámica.
—Mira, allí están nuestros edificios.
—Ya… —Alfredo no le hizo demasiado caso.
—¿Qué ocurre?
—Los edificios… no se van a terminar.
—¿Qué quieres decir con que no se van a terminar?
—Bueno —el abogado intentaba encontrar las palabras adecuadas—, tal vez sí se terminen, pero no lo haremos nosotros.
—No lo entiendo.
—La burbuja ha estallado, el mercado inmobiliario ha caído en picado… Esos pisos no se venderán, o se venderán a muy bajo precio. Nosotros no podemos permitirnos estar perdiendo el tiempo. Hemos vendido los edificios…
—¿Vendido? ¿Por cuánto? —Pol no daba crédito. Su futuro estaba invertido en ese proyecto.
—Por mucho menos de lo que valen.
—Joder… ¿Y ahora que va a pasar? —empezó a darle vueltas la cabeza… Más incluso que antes.
—Pues que tenemos que responder…
—¿Quiénes?
—Todos.
—No, yo no tengo capital, la empresa…
—La empresa lo ha perdido todo. Ahora tenemos que responder los avalistas.
—¿Avalistas? —Tuvo que sentarse en una de las hamacas.
—Eso es lo que he venido a decirte.
—Y una mierda, yo no soy avalista de nada.
—Si lo eres, lo firmaste.
—¿Cuándo?
—El otro día.
—Robert —comprendió—. Será cabrón. No, ¡seréis cabrones! Yo no tengo nada.
—Tienes esta casa.
Lo miró con odio. «Si fueras un pez te machacaría.»
—He invertido todo lo que tenía —suplicó—, todo lo que he ganado en mi vida está en esta casa.
—Ya está embargada.
El pecho se le cerró en torno al corazón, que empezó a acelerarse.
—¡Fuera de mi casa cabrón! —gritó empujándolo.
—No hace falta ponerse violento —respondió Alfredo. Entraron al vestíbulo, Pol seguía empujándolo—. ¡No me toques!
Alfredo intentó quitarse a Pol de encima y le cogió del brazo, justo donde tenía el edema. Pol perdió el mundo de vista y lo apartó de sí, empujándolo hacia atrás, hacia el acuario. Pero el acuario ya no estaba, solo quedaba el hueco que ocupaba en la barandilla del balcón del vestíbulo.
Lo cierto es que le había costado una barbaridad, pero lo consiguió sin ayuda de nadie. Los obreros habían dejado la cuerda que usaban para subir el material a la planta de arriba, así que la cogió, la enredó en el acuario, ayudándose de una palanca, y la pasó por la polea que había en la viga del centro del hueco de la escalera. Después tiró la cuerda abajo, ató otra polea al final de la barandilla y, gracias a ello, pudo bajarlo él solo. Después lo puso encima de una carretilla que tenía y lo sacó a la calle, dejándolo al lado de un contenedor de basura que había un poco más abajo. «Alguien se lo llevará.»
Alfredo tropezó con la estructura que soportaba el acuario, cayó hacia atrás, alargando sus brazos al encuentro de los de Pol, que nada pudo hacer por evitar que cayera al vacio por el hueco de la escalera.
—¡No, no, no! —repetía sin parar mientras miraba el cuerpo descoyuntado de Alfredo, seis metros más abajo.
Fue corriendo a su encuentro para descubrir que había muerto, se había partido el cuello. Por suerte no había sangre. Al principio no supo cómo reaccionar, hasta que finalmente la adrenalina, la fiebre y los nervios decidieron por él.
Cogió el cadáver y salió por la parte de atrás de su casa, la que daba a la montaña. Lo arrastró como pudo unos cincuenta metros montaña abajo; la pendiente de la ladera le facilitaba el trabajo. La casa que había a la izquierda de la suya estaba a medio hacer, y recordaba haber visto una hormigonera. Regresó allí y la encontró, y junto a ella, la pala que utilizaban los paletas para meter arena y mortero dentro. La cogió y regresó hasta donde había dejado el cuerpo de Alfredo.
Estuvo casi toda la noche cavando un hoyo. Después metió el cadáver y volvió a cubrirlo de arena. Regresó a casa al alba. No sabía si el brazo le dolía por el esfuerzo realizado o por el espantoso edema, que seguía aumentando de tamaño, aunque no le prestó demasiada atención, tenía la mente ocupada pensando cómo era posible que siguiera teniendo tan mala suerte, pues ya se había deshecho del acuario.
Cuando iba a entrar en su casa el corazón le dio un vuelco: a través de la ventana de una de las habitaciones de la casa de los vecinos lo vio. Estaba lleno de tierra, con un largo tronco nervudo atravesándolo de parte a parte y una estúpida e inmóvil higuana reposando sobre él, calentándose con una tenue luz artificial.
«No puede ser. ¡Es mi acuario!»
Entró en su casa ido de furia y fue directo al trastero, en busca de su escopeta de caza. La compró cierta ocasión que planeó ir a cazar con algunos compañeros del trabajo, aunque nunca se pusieron de acuerdo y jamás la utilizó. Salió a la terraza. Desde ahí había una corta distancia hasta el acuario, que le mostraba el lateral como un ciervo muestra el lomo en el que va a recibir el disparo.
Se llevó la escopeta al hombro, apuntó y apretó el gatillo. Nada. Sonó un chasquido pero el proyectil no salió del cañón.
—¡No! —Un grito de mujer lo distrajo. Miró en la dirección de donde provenía y vio a su vecina, la actual propietaria del acuario, horrorizada, en el jardín de la casa.
—No es lo que parece. —Levantó los brazos en señal de paz.
La mujer re refugió en su casa, cerrando la puerta violentamente tras de sí.
Pol empezó a golpear la escopeta contra la barandilla de la terraza.
—¿Por qué? —gritaba.
Entró al vestíbulo, temblando y mareado. Los efectos de la picadura del pez león no solo no habían remitido, sino que se habían intensificado. Se sentó en el sofá, frente al hueco que había dejado el acuario, y se arrebujó entre los cojines.
No tardó en escuchar la primera sirena de los mossos.
Día 23
—¿Qué tenemos? —pregunta a un agente el inspector de los GEI nada más llegar.
—Aquella señora dice que ha visto a su vecino en la terraza con una escopeta. Cuando llegamos el sujeto cerró todas las persianas. No se ve nada, hemos intentado hablar con él pero no contesta.
—¿Cuánto hace que no hay movimiento?
—Más de media hora.
Uno de los agentes del grupo especial le hace una señal al inspector.
—Bien, vamos a entrar.
Se colocan frente a la puerta, dos GEI sujetan el ariete.
—¡Policía, abra la puerta!
Nadie contesta.
El inspector autoriza la entrada y tiran la puerta abajo. Los agentes entran y se dispersan, colocándose en formación. Dentro, débiles rayos solares, que se cuelan por algún lugar del techo de la planta superior, caen en cascada por el hueco de la escalera curva que hay en el centro del amplio recibidor, formando una circunferencia de luz. En el centro, a dos metros del suelo, cuelga el cadáver de un hombre, al final de una cuerda atada a una viga. El cuerpo se balanceaba en el interior del gran haz de luz.
Parece un pez nadando en círculos dentro de una pecera de cristal.
Me ha gustado bastante el relato, es muy entretenido ver como se le van torciendo las cosas al protagonista. Lo único que se me ha hecho un poco raro es el uso del presente en el último día, pero es sólo un detalle.
Quizá a los jueces les haya parecido un poco largo, yo creo que los textos de menos extensión son más apreciados, aunque puede que sea una sensación mía, nada más.
Lo dicho: un buen relato, para sentirse satisfecho.