Un relato de Horror cósmico de Maundevar
Gastón Olbers captó el cosquilleo de las gotas de sudor que circulaban por su frente. Temblaba por el nerviosismo. No podía evitar aquella reacción instintiva de supervivencia.
Un penetrante olor a goma colmaba el interior de su traje. Un hedor que partía de las fibras del tejido. Material compuesto, resinas que hacían del aire una mezcla viscosa y artificial. Aquella sensación mareó al doctor, que reaccionó en una arcada contenida. Se sentía encerrado en aquel buzo espacial, pero era un estorbo necesario. Le permitiría vivir unos minutos más. Era indispensable para alcanzar una conclusión, un sentido a sus actos, un epitafio que le dejara morir tranquilo. ¿Actuó correctamente? ¿Podría su esposa perdonarlo en la otra vida? ¿Merecería la paz divina? Pronto lo comprobaría.
―¡Gastón! ―captó desde el auricular―. Por favor, reconsidere su postura. Entiendo por lo que está pasando, pero su muerte no hará volver a Sophie.
Allí estaba el doctor Olbers, absorto ante la visión del cuerpo exánime de Sophie. Lágrimas bañaban su rostro vacío y sin expresión.
―No puedo dejarla sin más ―respondió el científico―. Es mi mujer.
―Por Dios, doctor. No tenemos mucho más tiempo. La reacción alcanzará la Magallanes en breve. No sea necio. No fue su culpa. Debe venir con nosotros.
―Escapen ustedes Capitán. Yo me quedo. Está decidido.
Gastón anuló las conexiones de radio del sistema de su traje. Conocía la terquedad del Capitán y no abandonaría la nave mientras permaneciera alguien a bordo. Quizás suprimiendo las comunicaciones, desistiría y salvaría su vida.
No se sentía un hombre valiente. Necesitaba abandonarse, abrazar a la muerte, reencontrarse con su esposa.
―Necesito pedirte perdón… ―susurró para sí.
A su izquierda estaban los restos del Arrow, el vehículo que idearon para penetrar en los campos de antimateria. Decenios de investigaciones y una vida dedicada al desarrollo industrial de un combustible revolucionario iban a desaparecer ese mismo día. El científico se giró para observar los vestigios de la nave.
Se trataba de un pequeño vehículo cosechador. El primero que prepararon para penetrar en las nubes de antimateria. Servía para recolectar estas singulares partículas sin que la estructura material del propio vehículo reaccionara con su entorno, evitando la aniquilación de ambas masas. Un complejo sistema electromagnético tenía como misión proteger el fuselaje de la destrucción.
Pero el escudo no reaccionó bien. Algo falló en su integridad y las antipartículas se filtraron por la cabina hasta devorar gran parte de la zona de mandos. Las válvulas y sondas de medición registraron datos incoherentes: registros barométricos de varias atmósferas, variaciones de temperatura imposibles en intervalos de pocos milisegundos. Algo debió alterar la aviónica del Arrow. Las tomas efectuadas por los vehículos no tripulados en sus aproximaciones a la enorme nube de antimateria confirmaron la estabilidad de la masa y su densidad dentro de parámetros. Todos los protocolos de seguridad previos a la inmersión de la nave fueron respetados, pero algo falló.
―¿Pero qué hice mal? ―se culpó―. ¿Qué sucedió, Sophie? ¡¿Por qué fallaron los escudos?! ―gritó impotente.
Acarició con los guantes el semblante de su esposa. No tenía ningún rasguño, rotura ni hematoma. Sus ropas no estaban quemadas. No había jirones ni descosidos. Murió sin más, de repente, sin explicación ni causa. Los médicos no supieron aliviar a Gastón con conclusiones claras. Sus órganos no mostraron daños. No se supo predecir el motivo de la muerte.
Sophie Moreau-Olbers fue una reputada piloto de pruebas. Pertenecía, al igual que su marido, al departamento de Nuevas Energías de la multinacional Dauphine Energies, compañía de extracción y refinado de combustibles espaciales. Trabajaron en el proyecto de investigación para la recolección, contención y uso de la antimateria como fuente de energía. Crearla era inviable económicamente, así que se obró en la búsqueda de cúmulos de este combustible en el espacio.
Pero ninguno de los sectores de extracción que se descubría, cumplía las limitaciones de la tecnología de Dauphine Energies: nubes de baja densidad; áreas inestables sin posibilidad de ser refinadas. A todo ello se sumaron las interferencias generadas al mandar las sondas automáticas al interior de los cúmulos de antimateria. Se interrumpían las comunicaciones, y los movimientos del cosechador debían estar previamente programados. Ante esta dificultad se proyectó una simple solución: el vehículo de recolección estaría tripulado.
Así es como se diseñó el Arrow. Un vehículo que se internaría en los peligrosos cúmulos. En palabras de Gastón, era como sumergirse en una gigantesca piscina de ácido. Cualquier error llevaría al piloto a una muerte segura, al aniquilarse toda la materia de la nave transformándose en una inmensa acumulación de energía. Una bomba en potencia. El reto de pilotar aquella nave atrajo a Sophie, que decidió presentarse como voluntaria. Gastón no supo persuadirle en contra.
Y al cabo de unos meses llegó la noticia del descubrimiento. Los grupos de exploración habían localizado una nube hiperdensa de antimateria. Ocupaba un espacio gigantesco, y se encontraba rodeada de un enorme vacío; una zona oscura y desierta de cualquier masa. Aquel hallazgo supondría una fuente de material combustible tan grande que modificaría sustancialmente el sector energético, y Dauphine Energies capitanearía aquella revolución.
Pero algo salió mal. Después de multitud de pruebas y ensayos con el Arrow, verificando su estabilidad en un entorno de antipartículas, algo falló en los escudos.
Sophie penetró en la nube. Era una primera fase de leve aproximación. No quisieron recolectar el combustible sin antes efectuar algunas pruebas para garantizar la seguridad de la misión. Pero el Arrow no salió del cúmulo. Pasaron varias horas hasta que dieron con los restos de la nave que navegaba sin propulsión en una órbita cercana al campo de antimateria.
Pero lo peor, lo más extraño, estaba por llegar. Todavía no alcanzaban a comprender lo que había sucedido, cuando de repente, sin previo aviso, la colosal masa comenzó a fluctuar. Extraños movimientos hacia el exterior. Primero de agrupaciones de baja densidad, hasta que los escudos de la astronave Magallanes detectaron el choque de algunas partículas en su zona de influencia. Partículas que no supieron identificar. Elementos que no respondían a nada que reconocieran.
Aquel primer contacto inició una reacción fulgurante. Un enorme halo, como una llamarada solar, surgió de repente en dirección a la Magallanes. El golpe fue brutal. Los escudos cayeron por el impacto, los impulsores de fusión quedaron inutilizados, y la colisión dejó a la nave en una trayectoria de inmersión en la nube.
El impacto de toda la estructura con el cúmulo de antimateria provocaría una reacción impredecible. En comparación, una explosión nuclear sería un juego de niños. Debían escapar. Huir lo más lejos posible. Retirarse más allá del alcance de la onda energética que arrasaría toda la zona. No tenían otra alternativa.
Pero el doctor Olbers no quiso marcharse. Deseaba quedarse junto a Sophie, y decidió encerrarse en el almacén donde pusieron en cuarentena a la Arrow y los restos de su mujer.
Quería morir junto a ella. No volvería a abandonarla. Ansiaba volver a verla, pedirle perdón, oír de nuevo su voz. Estar junto a ella en el Cielo o el Infierno. No importaba el lugar o el destino, mientras disfrutara de Sophie.
Pero un asomo de duda surgió en un escalofrío que quebró su conciencia. ¿Y si no hubiera tal Cielo o Infierno? Y aún así, si existiera, ¿sabría localizar a su esposa en ese extraño mundo? Aquella duda atenazó su mente. Su fe no era fuerte. Quería creer por un interés, el encanto de una existencia eterna. Obsesionado por la muerte de su mujer, buscó una solución imposible ante un suceso que aniquilaba los cimientos de su psique. Volver a ver a su esposa, o pedirle perdón, eran ideas cíclicas que lo martirizaban.
La iluminación del almacén parpadeó. Un sonido bajo y profundo hizo vibrar el suelo. La estructura de la nave comenzaba a colapsar. El final se acercaba. Gastón tomó una decisión repentina. No alargaría el colofón de su existencia. Accionó los seguros para quitarse el casco. Cuando fallara el sistema de ventilación moriría ahogado, pero prefería pasar aquellos últimos instantes más cerca de su mujer, sentir el contacto de su piel contra la suya, abrazarla sin la barrera tosca de un traje de aislamiento.
―Lo siento Sophie ―tartamudeó entre sollozos besando su tez fría―. No debería haberte dejado ir. Tendría que haberlo previsto. Yo…
De repente, algo quebró en un chirrido brutal y una explosión en algún lugar de la astronave precedió a la total oscuridad. Gastón se quedó inmóvil junto a su esposa, esperando el encuentro con la muerte. Pero un silencio desconcertante dominó la estancia. Ninguna explosión, ni crujir del fuselaje. Tan solo su respiración ahogada.
Pero algo captó. Algo notó en su cara que heló su alma. Era un movimiento del aire, una exhalación imposible.
―Gastón… ―escuchó en una voz profunda y quebrada.
El doctor cayó al suelo por la impresión. Se alejó a rastras sin apartar la vista de la oscuridad donde yacía Sophie.
Le llegó el rechinar de la camilla, el sonido de unos pasos lánguidos y pausados que se aproximaban lentamente. Se le aceleró el corazón. Le retumbaba la sien cada vez con más fuerza. La locura de una idea imposible atenazó su cuerpo. Gastón temblaba de miedo.
Las luces de emergencia iluminaron de repente la estancia con una leve penumbra. Un baile de sombras que le desveló la realidad que imaginó pesadilla. Sophie estaba de pie, con la boca abierta y la expresión desencajada. Se dirigió a Olbers sin gesticular nada. La voz surgía sin que moviera los labios, con un aspecto flácido y desfigurado.
―Tanto tiempo esperando…
―¿Qué…? ¿Quién…? ―balbuceó Gastón.
―¿Conocías al Cordero? ¿Llorabas por él? Da igual. No era nada. Vosotros no sois nada.
La mirada de Sophie cambió de expresión en una convulsión espantosa. Su cara mostraba ahora una sonrisa tremenda y deformada mientras miraba satisfecha al doctor.
―¿Te meas encima, Gastón? ¿Así recibes a un caballero de Dios?
―Vosotros la habéis matado… ―lloró Olbers, cubriéndose los ojos.
―¿Matar? No se puede matar lo que no nace. Vosotros sois azar. Ni nacéis, ni morís. Ese es nuestro privilegio. Solo sois Corderos. Y uno de vosotros ha roto los sellos. Sin más puertas que abrir, los Corderos ya solo servís para alimentar a la Bestia.
El doctor se quedó recogido, de cuclillas en el suelo. Balbuceaba mientras se agitaba con movimientos espasmódicos.
―Dios… Por favor, por favor, por favor…
―Padre no te ayudará. Ahora somos nosotros quienes abriremos nuestros brazos, tanto tiempo encogidos. Yo soy el que monta a Bayo, Gastón. ¿Era esa tu pregunta?
La voz del monstruo cambió de tono de repente. Era el sonido dulce de Sophie:
―Mírame a los ojos, Gastón. Deja que te cuente una verdad.
Ante aquel sonido tan querido y ansiado, el doctor apartó las manos mirando a los ojos de lo que un día fue su mujer amada.
―Tú, Cordero de Dios, no tienes alma. Deja de desear lo imposible. Ahora desaparecerás al igual que lo hizo tu bella esposa, porque así lo deseo yo, el Amarillo. ―La cara de Sophie, ahora hermosa y sonrojada, se acercó a la de Olbers hasta rozarle los labios―. Mírame, Gastón, mírame y escucha estas palabras. El final de un hombre es sencillo. No tengas miedo a lo que tú llamas muerte. Tan solo piensa en los recuerdos que albergas anteriores a la fecha en la que el mundo te vio nacer. Sí, Gastón, sí. Eso es. Ahora lo comprendes. Eso sois los Corderos de Dios… Nada. Y una eterna nada es lo que te espera cuando te libere.
Me ha gustado mucho este relato, no sé cómo serán los que han entrado pero, pero este desde luego que hacía méritos.
Lamento no poder comentar algo de utilidad, pero no le he visto fallos. Enhorabuena.