Un relato de Pedro A. Moscatel
―Recuerdo las pesadillas que me atormentaban en mi niñez ―dijo entonces sin venir demasiado a cuento, dejando reposar a un lado del cenicero la colilla casi extinguida mientras con un lánguido gesto de la mano removía los hielos de su copa vacía―. Todas y cada una de las noches, todas, sin descanso, me atormentaban aquellos desvaríos infantiles, aquellos monstruos sin rostro, bestias inimaginables que lo peor que podían hacer era, con mucho, terminar con tu vida.
―¿Acaso no es eso lo bastante terrible? ―dije yo, dejando que mi vista vagase sobre el revuelto desván.
―No, amigo mío, no lo es. ¿Qué horror hay en soñar con un peligro de muerte cuando despertamos y nos descubrimos con vida y a salvo?
―Supongo.
―Sí, supones… ―agitó de nuevo los hielos, y como si en ese preciso instante fuese en el que se diera cuenta de que la copa llevaba siglos vacía, estiró la mano para alcanzar la agonizante botella y servirse otra―. A veces me despertaba tan solo para dormirme de nuevo y tener otra pesadilla. Tres, cuatro, cinco pesadillas en una noche… y al día siguiente las recordaba todas.
―No creo que eso sea posible.
―Puede que te cueste creerlo cuando no lo has vivido. Es más, me jugaría la mano a que sí lo viviste.
―Te aseguro que la perderías.
―Ah, pero es que pudiste vivirlo y no recordarlo. ¿Cómo sabes que cada noche no sueñas con horrores fuera de toda medida, que a la distancia de un parpadeo no acechan las mayores angustias que puedas concebir?
―Nunca sueño ―mentí.
―Sueñas, querido amigo. Claro que sueñas, o de lo contrario estarías muerto, o desquiciado, o quizá primero esto y luego aquello. Todos soñamos; pero no todos tenemos la suerte de recordarlo una vez nos sacudimos las legañas.
―Aunque fuera así, no estoy seguro de que fuera precisamente una suerte.
―Claro que no. No mereces saber lo que es porque no lo comprendes, y no lo comprendes porque no has tenido la suerte de experimentarlo.
―Otra vez: suerte. ¿Es una suerte que esas horribles pesadillas te persigan aun despierto y de día? Di más bien maldición.
―¿Maldición? ¿Sería para ti una maldición contemplar las fauces del fondo marino, por terrible que esto sea? ¿Sería una maldición sondar los desiertos del planeta rojo, aun cuando entrañase un peligro mortal? ¿Acaso no sería más bien una bendición asomarte para contemplar con tus propios ojos el interior de un agujero negro, habiendo a mi juicio pocas cosas más horribles en este universo, y a la vez tan hermosas? Ese terror es un pequeño precio a pagar a cambio de hollar las tierras que he hollado, a cambio de contemplar los evos y conversar con las multitudes de seres que aguardan tras el estrecho velo de la consciencia.
―Eso son locuras. No son sitios reales, no son seres reales. Son sueños, imaginaciones.
―¿No son reales? Me consta que jamás has estado en el Polo Norte.
―No, no he estado.
―Y sin embargo, es real.
―No es comparable. No he estado allí, pero he leído sobre él, he visto imágenes… y todo estando despierto.
―Desde luego, desde luego, el Polo Norte existe. Pero tú no lo has percibido directamente, no has estado allí, y sin embargo es real para ti debido a una relación, por así decirlo, en segundo o tercer grado.
―Sí.
―Del mismo modo, son reales las tierras que he visitado, las vidas que he soñado. No por sí mismas, pero sí en la medida en que han pasado a formar parte de mí y de mi experiencia humana.
―De acuerdo ―dije algo agotado ya de tanta y tan efectista retórica―. Te daré la razón a condición de que continúes.
―Solo quería que comprendieses que mi capacidad no es una maldición, sino que en efecto es una suerte.
―Una suerte que te roba el descanso y con él la salud.
―Puede ser. También nos roba el descanso vivir, ya sea trabajando en una fábrica o subiendo a la cima de una montaña. ¿No puedo yo cansarme del mismo modo cabalgando un pegaso o derribando los muros del Valhalla, volando sobre los Andes o enamorándome de una actriz?
―Supongo que cada cual es muy libre de considerar el insomnio una bendición, por raro que esto sea.
―Desde luego es algo infrecuente, eso no lo niego.
―Pero también decías antes que el horror no era tal; que no puede asustarnos aquello que se desvanece al despertar.
―Y así es.
―Entonces…
―Entonces, ¿cuál es la parte mala?
―Sí.
―En esta vida hay cosas peores que el miedo. Lo sabrías, de haber vivido más.
―¿Más que alguien que no ha salido de este desván en los últimos seis años?
―Reconocerás que aun así te llevo ventaja, si contamos las horas que has malgastado durmiendo para después olvidarlo todo.
No tenía sentido llevarle la contraria.
―Hay cosas peores, ya lo creo ―continuó―. Las pesadillas infantiles están inundadas de monstruos y enemigos, todos más o menos determinados, pero siempre ajenos. Quizá sea porque aún no conocemos del todo el mundo que nos rodea, quizá aún no hayamos identificado las formas que realmente causan pavor. Eso llega más tarde, en la vida adulta. Es entonces cuando las pesadillas traspasan esa poco definida barrera de lo ajeno y pasan a ilustrarse con terrores mucho más propios.
―No te sigo.
―Lo sé, desde luego.
―Voy a hacer como si no hubieses dicho esa última frase, ¿estamos de acuerdo?
―Desde luego ―repitió con aquella irritante expresión en el rostro.
―Por ejemplo, cuéntame cuándo tuviste tu última pesadilla, y cómo fue.
―No me hará falta irme muy atrás en el tiempo. Apenas unas horas antes de llegar tú me he despertado en mitad de un sueño, cuando la tensión emocional ha sido demasiado violenta. Desde luego, y como de costumbre, antes de despertarme por completo, en esa fase entre la consciencia y la inconsciencia he repasado de nuevo y revivido cada parte de mi sueño para almacenarlo en mi memoria consciente y añadirlo a mis experiencias vividas en lo que tú llamas realidad.
―¿Y de qué iba el sueño?
―De qué iba… como el que comenta una película ―refunfuñó expresando su disgusto con una mueca―. Si lo que quieres es una sinopsis… era capturado y juzgado injustamente por un crimen no cometido; una vez subsanado el error, no sabría decir cuánto tiempo después pero pareció una eternidad para mí, era demasiado tarde: en cierto modo había perdido la razón; era apenas una sombra de quien fuese años atrás, y el daño era a estas alturas irreparable. Fue entonces cuando desperté, con el pulso acelerado todavía y la angustia asomando a mi garganta en gemidos y lamentos. ―Dio un largo trago a su copa con aire afectado, para posar después su mirada en mí―. Veo la indiferencia en tus ojos. Comprendo que no lo entiendas, después de todo no esperaba que lo hicieses. Pero eso no lo hace menos insultante.
―No pretendo insultarte.
―Tampoco estoy seguro de que pretendas comprenderme.
―Está bien ―dije llevándome una mano a mi palpitante sien―. Explícamelo, hazme entenderlo.
―Para eso tendría que forzar tu mente como se fuerza la virtud de una muchacha.
―Eso es sencillamente repugnante.
―Calma, calma, mi querido y obtuso amigo. Es solo... un peut-être, un suponer.
―Me pregunto si acaso sabes lo que es disfrutar de una mujer. Fuera de tus sueños, desde luego.
Recibió el golpe en silencio, bebiendo con amargura de su copa y apuñalándome con su mirada herida.
―Sigo esperando ―le conminé a hablar.
―Y esperarás eternamente, si no haces más que faltarme al respeto y alardear de tu hombría, como si esto fuese una de las vulgares tascas que sin duda frecuentas, allá en el mundo real. Deberías saber que tuve una juventud, como todo el mundo. Sencillamente los placeres de la carne nunca fueron, por así decirlo, un bocado digno de mis apetencias. Claro que eso no me impidió picotear por aquí y por allá, por simple gula, ya sabes.
―Dime lo que he venido a escuchar, por lo que más quieras.
―¿Tan pronto? Confiaba en que charlásemos durante un rato más ―dijo contemplando con incertudumbre su copa, de nuevo vacía.
Quité el seguro de mi Springfield 1910 de nueve milímetros.
―Pero qué orador estás hecho… ¡Me has convencido de nuevo! ―exclamó divertido.
―Dónde está.
Escribió la dirección en una servilleta de papel. A él lo dejé en aquel mugriento desván, nadando en su locura, la araña enredada en su propia red. Cogí un avión esta misma mañana, y un taxi me llevó hasta la solitaria urbanización.
Apareció al primer timbrazo, enmarcada entre las blancas jambas de madera pintada como un ángel que mantuviese abierta la entrada al paraíso. Allí estaba el rostro que llevaba viendo toda mi vida adulta; aquel rostro que mis ojos veían hoy por primera vez.
―Hola, Jody.
―¿Le conozco? ―preguntó ella, con esa amplia sonrisa que tantas veces me había hecho estremecer en sueños.
―No lo creo ―dije―, pero yo sí que te conozco bien a ti.
Desenfundé el arma. Quité el seguro. Contemplé, complacido aunque aterrado, el modo en que se dilataban sus pupilas.
―Te conozco muy bien, Jody. Jodidamente bien.
La encañoné, aunque ese no era el estilo de Jody. Ella prefería matar limpiamente. Estrangulamientos, venenos lentos… a su horrible modo, era tan metódica en sus crímenes como el más exigente de los artistas.
―Aunque debo decirtelo: ojalá no te hubiese conocido nunca.
Mi mano temblaba sobre su sien. Yo no era un asesino; ella lo era. Y sin embargo… demasiadas veces había contemplado en mis sueños aquellas atrocidades, aquella frialdad con que Jody torturaba y eliminaba a todo aquel que cayese en su red. La viuda negra, así la llamarían los periódicos, si no fuese tan jodidamente lista.
Tan lista…
―No matarás a nadie más, Jody.
―Hijo de puta… ―dijo finalmente, ahora que la bonita sonrisa se había borrado para siempre de su rostro―. ¿Pero cómo… ?
―No lo creerías ―dije antes de que la bala se incrustase cuatro metros más allá, en el suelo de parquet.
Y era cierto. ¿Cómo podría nadie creerlo? ¿Cómo puedo creerlo yo mismo? ¡Piedad! ¿Quién puede dar crédito a este loco, que ha tenido que matar a una asesina para que sus horribles crímenes dejasen de visitarle en forma de horrendas visiones en mitad de la noche?
Declaración de los hechos firmada por el acusado a diez de Julio de 1994, facilitada a este periódico con motivo del reportaje sobre el misterioso caso de "la Viuda Negra”.
Una interesante idea para un relato y entretenida la lectura. Sin embargo, creo que el formato elegido no es el idóneo. Por un lado, la apostilla final hace poco creíble el conjunto (¿realmente transcribió la conversación así?), y por otro, es muy exigente. Creo que la historia, en estilo indirecto, hubiera ganado algunos enteros. En cualquier caso, una grata lectura.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.