Lecciones inesperadas
La literatura circula, silenciosa, al lado de nuestras vidas, y a veces se muestra para darnos una pequeña lección de su arte sutil donde menos lo imaginamos. En esta ocasión ha sido en el Taco del Mensajero
Cada familia tiene sus rarezas, y en la mía está arraigada la del taco. Para el que no lo conozca, se trata de un calendario de éstos en los que se van arrancando las hojas y que presenta en cada página, además de la fecha, el santoral correspondiente al día y una cita, una pequeña reflexión, anécdota o poema en su reverso.
Estos reversos son de muy distintos tipos, y, como es natural, su interés para el lector es variable. Hace ya unos días, para mi sorpresa, me topé con uno que no sólo me resultó hilarante, sino que además me sugirió el artículo que ahora estoy escribiendo. Se titulaba “Anuncios parroquiales”, y el tema daba tanto de sí que venía en dos entregas.
El texto en cuestión recogía anuncios verídicos colgados en los corchos de distintas parroquias, y aunque pudiera parecer que faltaban a la caridad cristiana al exponer los curiosos lapsus de redacción, la verdad es que, además de divertido, el tema era muy instructivo.
¿Qué tenía de instructivo? Pues que los famosos anuncios no eran estrictamente incorrectos, sino que expresaban cosas que, queremos creer, no eran el objeto real del anuncio. Pongo como muestra un par, dejándoos la oportunidad de descubrir el resto si os hacéis con el taco en cuestión:
El diácono encenderá su vela de la del párroco, y girándose encenderá uno a uno a todos los fieles de la primera fila. (sic)
Obviamente, el diácono va a encender las velas de los feligreses, no a los propios feligreses, pero la imagen mental no deja de ser divertida. Quizá lo sea más, por su componente macabro, la siguiente:
Por favor meted vuestras ofrendas en el sobre, junto a los difuntos que queréis hacer recordar. (sic)
El anuncio no especificaba cómo se puede meter un difunto en un sobre.
Desde luego, los anuncios se entienden, pero no dejan de estar mal expresados, generando, sin saberlo, risas de lo más saludable. Pero, ¿merecía la pena escribir sobre el tema? Yo creo que sí.
Cuando en el foro de literatura hablamos de la importancia de dominar el lenguaje, de colocar bien los signos de puntuación, de la sutilidad y la riqueza del castellano, a veces da la impresión de que somos un conciliábulo de vetustos eruditos volcados en una estéril arqueología lingüística, y nada más lejos de la realidad.
Si se lee mucho, y variado, si no se menosprecian revistas, periódicos, artículos de internet, libros o cualquier otra forma escrita -calendarios incluidos-, al final uno se da cuenta de que sí que merece la pena cuidar el lenguaje. Desde luego, da igual escribir un anuncio para el corcho de la parroquia incorrectamente, y al final la gente te entiende casi igual cuando redactas los correos electrónicos sin pararte a pensar un segundo en quien los va a leer, pero cuán distinto es escribir bien de escribir mal.
Cuando uno escribe bien, dice lo que quiere decir, y si el otro sabe leer, comprende el mensaje sin ningún género de dudas. Cuando uno escribe mal, incita a sus parroquianos a meter difuntos en los sobres y anuncia la inmolación de la primera fila de la iglesia. Eso sí, cuando el que lo lee, lo hace mal, le entiende a las mil maravillas.
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