Babel

Imagen de Jack Culebra

Crónica de una película cuidada desde el título en la que, obviamente, me voy a ir de pico, así que mejor que no la lea quien no haya visto la película

Hay películas que, cuando salen, uno se siente impelido a ir a ver. Después de haber disfrutado con “Amores perros” y “21 gramos”, desde luego no me hice de rogar para probar suerte con el último proyecto de Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga: “Babel”.

 

Reconozco que entre los motivos había algunos obvios –el buen sabor de boca dejado por las dos precedentes, la facilidad de ponerse de acuerdo con mi chica para elegir película- y algunos más oscuros –ver qué tal se desenvolvía Brad Pitt en el asunto, comprobar si se repetía ese esquema de tela de araña, dilucidar si los aires de Hollywood soplaban para bien o para mal en la carrera de estos artistas-. También reconozco que, una vez más, la pareja logró sorprenderme positivamente con su trabajo.

 

Babel es una pequeña joya, vaya esto por delante. En ella nos encontramos, de nuevo, una serie de historias, que no se sabe si son paralelas o sucesivas, que van convergiendo hacia el entendimiento por parte del espectador. En anteriores ocasiones habíamos tenido escenarios bien delimitados; en ésta, respondiendo al título, tenemos un pequeño muestreo de la realidad mundial: norte de África, Estados Unidos, México y Japón.

 

Este primer punto ya es importante porque, en cierto modo, parece sublimar el esquema ya probado y apreciado en “Amores perros” y “21 gramos”. Quizá contando con la complicidad del espectador, esta vez la historia se plantea fragmentada hasta las últimas consecuencias: los protagonistas van a relacionarse –sería una vuelta de tuerca demasiado grande que no lo hicieran- pero, en esta ocasión, no lo harán directamente. Fotos, teléfonos y otros artificios muy cinematográficos serán los vehículos que permitan al espectador establecer los hilos que han tejido la narración.

 

Esta elección arriesgada, pues podría traer problemas de coherencia en el conjunto del film, se revela muy interesante siguiendo con esa idea de “Babel”. Todos conocéis la historia de la torre y del castigo divino, ¿no? ¿Y se os ocurre algún modo mejor de retratar esa babel moderna que haciendo que los actores interpreten en sus idiomas natales?

 

Los subtítulos pueden ser un ligero peñazo para los que no están acostumbrados a la experiencia, pero los que disfrutamos con las versiones originales –sobre todo si las hemos comparado con películas vistas dobladas- sabemos hasta qué punto la musicalidad, el ritmo, el tono de un idioma transmite en una película (incluso cuando se trata de una lengua que nos es totalmente incomprensible como, en mi caso, el japonés). En “Babel” esto se intensifica. No se trata únicamente de que se pierda algo del largometraje con el doblaje, sino de que toda su esencia se tambalea si no se escucha esa Babel de mil lenguas dispares.

 

No obstante, no hay que llevarse a equívoco: la Babel de esta película va más allá de la barrera idiomática. Llega, de hecho, mucho más allá de la cultural, que está presente, de todas formas, en muchas escenas, tanto directamente –los rubitos de boda en México con los chicanos, los guiris lidiando con un desierto implacable ante la estoica mirada de los aldeanos quemados por el sol-, como indirectamente –ese público de españoles abrumado por la vida de la gente joven en Tokio, esos urbanitas que nunca han visto cómo se arranca la cabeza a un pollo ni cómo éste corre después de decapitado-.

 

La Babel de esta película es la Babel absoluta. Es el impedimento del ser humano de entenderse con el prójimo. Es la joven japonesa que permanece impermeable a nuestro escrutinio, inaccesible al entendimiento paterno, cuya sociedad no oye su grito lleno de rabia; es esa pareja de guiris que no se oyen cuando se hablan y que no se hablan para no oírse; es esa inmigrante que nadie ha visto después de veinte años trabajando para un país; es ese hombre que siembra armas por el mundo, esos niños que ni son niños ni hombres, y que nadie se preocupa por entender qué son; ese hermano que grita te quiero sin darse cuenta y, al mismo tiempo, lo hace predicando en el desierto; es esos gobiernos que necesitan días para hacer cosas que ambos desean, si es que llegan a ponerlas en práctica.

 

Sí, ésa es la Babel que vivimos, que nos rodea, y que muchos no llegan a ver ni siquiera cuando termina la película –porque, después de todo, todo va de querer oír, o, mejor dicho, de ver qué es lo que queremos oír-.

 

De este modo, se puede terminar la sesión de cine pensando, por qué no, en la causalidad de las cosas. Toda la historia se sustenta en hechos aparentemente inocuos y aparentemente fortuitos, así que es una lectura tan válida como la anterior –o tal vez sea la misma-. En la “Babel” de Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga no hay buenos ni malos, sino falta de entendimiento y falta de perspectiva. Con estas carencias es normal que exista una falta de previsión.

 

Así, a lo largo de la película encontramos personajes cerriles, generosos, ignorantes, legales, rebeldes, solitarios, pusilánimes, mezquinos, etc. tejiendo una historia que, a pesar de lo terriblemente hiperbólica que parece en algunos momentos, impresiona por lo sencillamente mundana que es en el fondo. Claro que la historia tiene algo de particular –si no, ¿para qué nos la contarían?-, pero no se sale del realismo estricto, que es la mejor baza para sacudir cimientos de cualquier conciencia.

 

En este cuadro, hay que resaltar la actuación de todo el reparto. Todos y cada uno de los actores se ve frene a la ingrata responsabilidad de encarnar un biotipo, un estereotipo, un concepto internacionalmente aceptado y reconocible de su propia gente –y no es mejor ni peor hacer de yanqui de Beberly Hills de vacaciones por el mundo alante que de cabrero marroquí que no tiene luz ni agua en su choza-, y de hacerlo con dignidad, dejando claro que no es lo mismo encarnar el prototipo que el tópico. Y hay que decir que todos ellos lo bordan.

 

Sin duda Brad Pitt y Gael García Bernal era los dos patos en el punto de mira del espectador malicioso. Es normal que, después de sus carreras, crease expectativa verles en un papel así. El segundo se sitúa fuera de alcance rápidamente; se le ve más bregado en estos temas. Lo del primero es más peculiar y, tal vez, más satisfactorio.

Su papel es el del que no hace nada. Paradójicamente, a pesar de que todo le apunta como héroe principal, la historia pasa a su alrededor como un río demasiado crecido sin pedirle su opinión. Esto, junto a su papel de americano WASP, lo deja en una posición incómoda que, al principio y viendo su actuación de estereotipo, puede llevar a error.

 

Éste es el único punto en el que creí ver una sombra en la película. Cuando ésta se disipó –al darme cuenta de que Pitt, como el buen actor que es, interpreta lo que tiene que interpretar-, me quedó claro que había disfrutado de una gran película. Luego, cuando la he ido comentando y recordando, me he dado cuenta de que esta apreciación no era totalmente exacta: “Babel” no es sólo una gran película, es una pequeña joya, tanto cinematográficamente, como vista como una simple historia.

 

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