La llave de los espantos

Imagen de Patapalo

Un relato de espada y brujería de Patapalo

 

Existía en una época ya remota, en las costas de un reino en pleno crecimiento, una importante ciudad carente de puerto. Su nombre era Pílita y su peculiar fisonomía la convertía en una plaza militar inexpugnable e incomunicada. Únicamente los intrépidos contrabandistas del Mar Verde eran capaces de efectuar regularmente desembarcos, y exclusivamente para ellos se había creado un retorcido barrio amurallado en la ciudad, un refugio sin ley para personajes de toda calaña llamado el Laberinto. En el Callejón del Olvido, un húmedo callejón sin salida de este distrito, había un oscuro antro en el que se podían comprar vidas y vender almas. Allí todo tenía un precio; aquél en que aventureros y mercaderes se entendían. Su nombre era el Bazar de las Ánimas.

Cierta noche otoñal, entre el empalagoso olor del incienso y el incesante rumor de los tratos sellados con vino y sangre, la tradicional partida de Reyes jugada en la mesa pegada a la cocina estaba torciéndose hacia el desastre. Los jugadores, como todas las veladas, eran cuatro. Tapando la escasa luz que filtraba por el grasiento ventanuco del reservado estaba Graus, el antiguo gladiador, el ofendido. Como todas las noches, el gigantesco y semidesnudo hombretón había perdido una cantidad de dinero pareja a la que había invertido en la inconmensurable cantidad de vino especiado que se había bebido. Nada ajeno al usual transcurrir de las cosas, a excepción de que Crai, sentado frente a él, había ganado casi la totalidad de aquel dinero y lo había apilado sobre la mesa. Además, Crai quería pelea.

“Creo que intentas confundirme.”

Graus sólo vestía un taparrabos de cuero, pues así mostraba toda su impresionante anatomía. Cubría todo su cuerpo con aceite, incluyendo el cráneo rasurado, lo que le daba la apariencia de una estatua de bronce. Volcado sobre la mesa, ebrio, escupiendo aquellas palabras, hubiera asustado a muchos guerreros que acertadamente se creen valientes. Pero no a Crai.

“Allí va el gran cerdo, de nuevo a la carga” pensó el mercenario, mas se demoró en su respuesta, escogiendo, como siempre, dardos más sutiles y afilados.

Crai era un hombre nudoso, forjado en el campo de batalla. Si algún día sus ojos grises y su encrespado pelo rubio le confirieron alguna belleza, ésta quedó sepultada hacía tiempo bajo los surcos de mil heridas. Uno en concreto era el que caracterizaba su rostro: seis rectas pulgadas allí donde le habían clavado un puñal. Esa mejilla hendida y sin molares, curada por un tosco chamán de las Estepas Áridas, era la que regía ahora sobre su aspecto.

“Para confundirte necesitarías tener una idea. Pero no te inquietes, te ayudaré: tu dinero te rehuye, intentando alejarse de tu único posible final. Preocúpate de él.”

Adana, la tercera jugadora, palmeó la coraza de bronce de Crai riendo estruendosamente. El mercenario no se llevó a engaño: sabía que la mujer pugnaba por alcanzar su bolsa o sus cartas. La apartó con desdén sin dejar de mirar al coloso y repasó con la mano la superficie del pulpo labrado en el frontal de su armadura.

Graus enrojeció colérico asumiendo poco a poco la insinuación de su compañero de mesa, y ya se empezaba a levantar cuando Adana intervino de nuevo. Obnubilada y acuciada por el polvo de loto deseaba ver el desenlace de la mano. La viciosa auriga había apostado ya parte de las joyas de su atuendo de cuero y seda, pero los narcóticos hacían que el juego siguiera divirtiéndole. Su extrema palidez hacía que sus ojos negros y sus rojos labios brillasen anhelantes bajo la mortaja de su pelo corto y oscuro.

“Acaba tu movimiento, Graus” le conminó con una gelidez ardiente.

El gladiador retirado descubrió a regañadientes su última carta oculta: un vasallo. Había perdido la jugada y la mano. A su lado, la taciturna Jala mostró la suya meneando la cabeza. Tampoco su leñador vencería. Crai había ganado de nuevo. Jala se volvió a la oscuridad de su rincón. El mercenario se demoraba en recoger sus ganancias, y tampoco hacía mención de repartir de nuevo. La inactividad le estaba volviendo cada vez más insociable y pendenciero, y el brillo de sus ojos no era otra cosa que sed de sangre.

A Jala, la más joven del grupo, le desagradaba el previsible final de la velada, y ya se disponía a abandonar su natural mutismo para apaciguar los ánimos cuando algo captó su atención fuera del reservado. Los tensos nervios de Crai se estremecieron al leer en los almendrados ojos de la atleta esta atención. A través de la cortina de trenzas se iluminaban inquisidores y dubitativos.

Poco después, el motivo de la alarma se presentó a la concurrencia.

“Disculpad que os interrumpa” pidió con débil vocecilla una delicada muchacha de unos quince inviernos. “Estoy buscando a Lari y me han dicho que tal vez vosotros podríais serme de alguna ayuda. Soy su hermana Avbra” añadió liberando su melena rubia platino de la capucha.

Crai, que siguiendo su natural desconfiado se había puesto en pie, ofreció su taburete a la muchacha.

 

Lari era un ladronzuelo local que solía amenizarles las noches con absurdas anécdotas del gremio. Lucía siempre una ausente sonrisa melancólica y su proverbial mala fortuna había salvado sus rubios rizos del cadalso. Por la cara de preocupación de la muchacha, tal vez su mala suerte había apretado demasiado en aquella ocasión.

“¿Por qué piensas que debes preguntarnos a nosotros?” preguntó Graus todavía obnubilado por el vino.

“Quiere decir que si sabes dónde se le vio por última vez” se apresuró a añadir Jala, cuyo rostro se había contagiado de la expresión torturada de la muchacha.

“He oído decir que andaba tras una llave o algo similar, y pensé que tal vez vosotros podríais ayudarme. No conozco nada de este mundo y estoy muy preocupada por él” informó Avbra.

“Haremos todo lo que esté en nuestra mano para dar con él” dijo Alana con una mueca de suficiencia y el deseo brillando en sus enrojecidos ojos. “Todo lo que esté en nuestra mano”.

A pesar de los estragos de la droga, había leído la intranquilidad en el rostro de Jala y las ganas de acción en la pose de Crai. Ella misma tenía cierto interés en complacer a la hermosa adolescente.

Y Graus, en fin, para cuando hubiese tomado conciencia de la situación ya habrían dado con Lari. El ex gladiador había recibido muchos golpes en la cabeza cuando actuaba en el circo.

 

Le llamaban el Mudo, aunque lo cierto es que era sordo. Sin embargo esta característica desfavorecía tanto su profesión como la primera la aseguraba. Crai jamás se embarcaba en ninguno de los mares agitados del Laberinto sin hablar primero con él, y siempre sabían encontrarse aun sin establecer nunca cita previa. También esto formaba parte del trabajo del Mudo, el omnipresente mendigo de Pílita.

Crai se entrevistó con él en el Portal, antiguo arco de un templo de un dios olvidado que dominaba los acantilados sobre el Mar Verde.

“Dicen que Lari se ha perdido con malas compañías” dijo al delgado mendigo, a quien mantenía protegido, oculto y acorralado contra un ángulo del Portal.

“Con el Encadenado se juntaba para andar por vías anchas, eso se rumorea” masculló el Mudo.

El Encadenado era otro ladrón local que había ganado su apodo tanto por su fobia a abandonar el Laberinto como por la cantidad de tiempo que había invertido en los trabajos forzados de Pílita.

“¿Y no rumorean nada sobre su actual residencia, temporal o definitiva?”

“Ni lo están refrescando, ni lo acoge el mar, ni pasea por los callejones”.

“El Encadenado no es hombre peregrino”.

“Gracias por la información” comentó con sorna el Mudo.

Crai lo prendió con violencia de la pechera y lo estrelló contra el rincón de piedra. Siniestramente le advirtió:

“No bromees con gente carente de humor o tal vez te veas en mendigar ortodoxamente con perro lazarillo para hacer la pareja”.

“Sí…sí” balbuceó el Mudo arreglándose los harapos.

“Entérate para mi vuelta de los servicios contratados por céreos en el Laberinto esta semana” y tendiéndole una bolsita de cuero añadió “treinta piezas de bronce. Tendrás las mismas en nuestra próxima entrevista.”

“¿Partes?” preguntó confuso “¿A dónde?”

“¿No lo sabes?” preguntó con cinismo Crai antes de irse en silencio y perderse entre las sombras del Laberinto.

 

En el argot de aquellos escenarios siniestros, un céreo era un hombre sin expresión y de pasiones ocultas. Hombres drogados, curtidos, truhanes y tahúres podían ser confundidos con céreos, como en ocasiones al mismo Crai le había sucedido. Sin embargo, el término, en todos sus matices, se reservaba y había sido acuñado para los sirvientes de los brujos, tanto sobrenaturales como hechizados.

El hombre que se encontraba con Adana y Jala también podría haber sido un céreo de no brillar sus ojos con afanosa locura. Provenía de los enclaves orientales de aquel país avaricioso, y gracias a sus contactos en aquellas tierras había hecho fortuna. Cuando llegó por primera vez a Pílita se dijo que era mejor ser el gallo de un corral pequeño que pollo en una buena granja, y así se estableció en la ciudad. Se llamaba Afi, y no existía reventa turbulenta en el Laberinto que no llegara primero a sus oídos. Así podía elegir cuales convenían más a su propia prosperidad. Con una pequeña guardia de asesinos que había importado de su tierra natal se aseguraba que nadie ponía en duda su hegemonía. Adana había pensado que él sería el hombre adecuado para averiguar quién había contratado a Lari.

“Vamos, Afi” le decía la auriga aproximándose mucho a su oreja “dinos por dónde podría andar nuestro amigo. Los amigos tenemos que ayudarnos mutuamente.”

Jala miraba, aparentemente distraída, los numerosos y exóticos objetos que se acumulaban por todos lados en el almacén. Por mucho que se esforzaba no veía a los guardaespaldas del comerciante, y aquello le inquietaba. Seguramente permanecían agazapados entre sombras y polvo, pero la quietud del local le parecía excesiva.

“Si eres bueno con nosotras te conseguiremos pasos francos en el estadio. Seguro que alguno de tus clientes es aficionado a las cuadrigas.”

El hombrecillo se frotó las manos y respondió sin fijar sus ojos en ella.

“Claro, los amigos tenemos que ayudarnos. Puede que lo que sé sirva de ayuda a quien busca al muchacho. Una llave, decís…”

“Habla” le espetó sin miramientos Jala para sorpresa de su compañera.

El mercader se irguió sin conseguir con ello una gran estatura. Sus ojos ardían de resentimiento.

“Los que frecuentan compañías peligrosas acaban poniéndose en peligro. Pero quien es un pobre mercader para advertir a nadie, ¿verdad?”

“Habla de una vez”dijo Adana en tono aburrido. Después de la intervención de su compañera había comenzado a sentirse inquieta.

“Esperaba que me trajesen una llave de Jantâ estos días, pero parece que se retrasa el pedido. Si os doy el nombre del hombre que la posee, tal vez podríais traérmela vosotras de paso que investigáis el paradero de vuestro amigo…”

Adana esbozó una grande sonrisa. Sabía que no se había equivocado al venir a buscar al almacén de Afi. No en vano, decían que allí se podía encontrar cualquier cosa.

“Por supuesto, Afi. Si encontramos la llave, te la traeremos. ¿No nos hemos entendido siempre bien? Imagino que necesitaremos un poco de información, no obstante, para llegar a casa de tu amigo.”

“Llevad con vosotras a Graus. No creo que un par de brazos robustos estén de más en este viaje.” Gruñó el mercader.

 

Jantâ era una vetusta ciudad enclavada en el extremo oriental del Mar de la Bruma. Había formado parte del Viejo Imperio, y había sido sacrificada cuando el mundo cambió de señores muchas eras atrás. Sus ciudadanos no habían abandonado sus viejas creencias, sin embargo, sino que las habían fundido con las de aquéllos que iban llegando. Ésa era su filosofía: plegarse como el junco cuando azotaban los vientos del cambio. Así, en la época de nuestra historia, Jantâ era un puerto adormecido frecuentado por variopintos personajes con motivaciones todavía más extravagantes. Las leyendas de tesoros fabulosos de los tiempos pretéritos habían estimulado desde tiempo inmemorial a los habitantes de Pílita, pero una suerte de fuerza arcana protegía los secretos de la ciudad. No hubiera sido de extrañar que Lari hubiera extraviado sus pasos por sus retorcidas calles; no en vano, en cierta ocasión, un ejército de doscientos soldados había perdido el rastro de la ciudad entera cuando marchaban a saquearla.

Vaír, un contrabandista y antiguo compañero de correrías de Crai, había aceptado a regañadientes llevarles hasta el puerto de Jantâ y cubrir su regreso. Había jurado tiempo atrás que nunca más se embarcaría con Crai, pues en una ocasión había perdido la pierna derecha. Aquel juramento no debía ser demasiado serio, pues tampoco era la primera vez que lo infringía. Desde que trabajaba navegando por el Mar Verde en su pequeña embarcación de cabotaje, postrer recuerdo del botín de las Estepas Áridas, había realizado más de media docena de trabajos para su viejo compañero.

En aquella ocasión, por añadidura, probaba a un nuevo marino, un hombre sin cabello alguno en todo el cuerpo que decía venir del norte y que era prácticamente lo único que había dicho en tres días. Sus marineros zanzaríes se revolvían inquietos en su presencia, y Crai, contra todo pronóstico, parecía calmarles. Sería por aquello de más vale malo conocido…Aquellos marinos negros resultaban algo supersticiosos en ocasiones, pero sin duda era expertos en su arte y se les podían tolerar aquellas rarezas.

A media tarde llegaron al puerto de Jantâ, en el que se contaban menos de veinte navíos. La guardia portuaria no hizo mención siquiera de registrar ni su carga ni su nombre, y, siguiendo las instrucciones de Adana, desembarcaron y se perdieron entre los gigantescos palacios de piedra.

El ambiente en la ciudad era francamente inquietante. Sus habitantes naturales se habían visto encerrados durante siglos entre los impresionantes monumentos de sus antepasados, glorias olvidadas que cada día se volvían más extrañas y acusadoras. Así, aquéllos que se lo podían permitir ahogaban sus días en sueños de loto. Los nuevos comerciantes que habían intentado establecerse y vivificar el magnífico puerto habían quedado extenuados y sus mentes trastornadas. Sus nervios desbaratados les hacían ver sombras y luces dónde nada había; o al menos dónde preferirían que nada hubiera. En aquella situación, nadie prestaba atención a los cuatro buscavidas que deambulaban por el barrio de los escribas, dónde en tiempos se producían los más bellos tomos del sur.

Pronto localizaron el local dónde trabajaba su víctima, la víctima de Lari. Era un pequeño edificio de adobe adosado a la pared de un gran templo de granito dedicado a Thot. Su única salida desembocaba en una pequeña calleja embarrada. La emboscada sería cosa de niños.

Crai se refugió a la sombra de un portal allí dónde la calle desembocaba en una gran avenida. La otra salida, hacia unos huertos tapiados, la cubriría Graus, mucho menos discreto. Así evitarían que la guardia se lanzara sobre ellos si el forcejeo se prolongaba demasiado. Adana se encargaría de patrullar la avenida, por si aparecía algún indeseable. Jala, encaramada sobre el tejado del propio edificio vigilado, tendría preparada su jabalina. Crai no confiaba en los arrestos de la joven, pero siempre venía bien tener una carta oculta; aun poco fiable. Sólo así quedaba lugar a la esperanza.

A la noche, un hombre embozado salió por la puerta. Cerró con varias vueltas la llave y corrió a perderse por las calles secundarias. Para su sorpresa, se encontró con la mole de Graus cerrándole el paso. Un destello metálico reveló que no era tal su estupefacción. Por fortuna, Jala saltó sobre él y le golpeó con fuerza con el mango de la jabalina, dejándolo inconsciente.

“Hubiera podido quitarle el cuchillo” se defendió Graus cuando Crai se acercaba. Sólo por su expresión corporal se deducía su ira contenida.

“¿Y dónde está el maldito cuchillo?” le espetó mirando entre el barro con preocupación. “Eres demasiado lento.”

“¿Y tú llamas celeridad a quedarse aquí charlando?” intervino Adana que había seguido a Crai de cerca. “Vámonos de una vez. Nos están esperando en el muelle y en la horca, y yo ya he elegido mi destino.”

Graus, que no conseguía asimilar toda aquella información, se cargó al hombre a sus espaldas y siguió a Adana por las callejuelas que iban hacia el puerto. Crai cerraba la marcha. Vistos así eran cuatro hombres encapuchados portando a un quinto. Bien hubieran podido pasar por una cuadrilla de asesinos sectarios o de ladrones de templos, aunque dichas confusiones no hubieran ayudado mucho a su causa. No fue la adormecida guardia de Jantâ, no obstante, la que les causó problemas sino una criatura mucho más aterradora.

Distaban apenas tres calles del malecón cuando Crai lo sintió aterrizar tras ellos. Era un ser hecho de sombras, con la forma de un jorobado y los dedos acabados en largas uñas. El mercenario había visto cosas terribles a lo largo de su carrera, y había oído otras aún más terribles sobre los guardianes sobrenaturales de la ciudad. Pero nada le había preparado para enfrentarse a aquella aparición. Su natural cinismo ante la vida se tornó en una punzada de miedo, y no fue su mente la que gritó: “corred a la embarcación”; fue su corazón. Desenvainando su espada corta, se interpuso entre el demonio y sus compañeros. El ser, no obstante, le ignoró, y con otro gran saltó cayó sobre Graus derribándolo.

Crai se giró y corrió hacia la masa informe que rodaba por tierra. Apenas prestó atención a Adana y Jala, que, a iniciativa de esta última, tomaban a su prisionero y continuaban su carrera hacia el barco.

El demonio arrojó al gladiador contra el muro de una vivienda, y éste cedió levemente ante el tremendo impacto. Vencido sobre el adobe, no pudo recuperar la vertical a tiempo y sólo pudo intentar detener con su guantelete la garra dirigida contra su cuello. Sus uñas atravesaron el cuero y la carne de lado a lado. Crai se acordó de su charla a Graus antes de partir, de cómo le había obligado a sustituir el guantelete de bronce por el de cuero para evitar que hiciera demasiado ruido. Sin embargo, no había tiempo para disculpas ni arrepentimientos. Aprovechando que la garra permanecía atrapada en el brazo de su compañero, Crai la cercenó de un salvaje tajo. El ser se desplomó aullando sujetándose el muñón. Con un segundo movimiento tan certero como el primero, el mercenario cortó su cabeza. Antes de girarse, supo que Graus había muerto. Sólo las uñas del demonio atravesadas en su garganta podían impedir un comentario de aquel inoportuno compañero de borracheras.

 

Vaír no navegaba de noche a través del estrecho, así que tuvieron que fondear cerca de las costas de Pílita. Demasiado excitados por los acontecimientos de la noche, no pudieron dormir. Adana bebió hasta que no quedaron más provisiones en el barco, y Jala interrogó con inusual brutalidad al prisionero sin conseguir información alguna. Aseguraba que no había sido objeto de ningún asalto con anterioridad, pero había algo en él, los arrestos de quien ha vivido mucho, que no acababa de convencer a Crai. Su rostro afilado y curtido por el aire del desierto, su acento exótico que no quitaba corrección a su lenguaje, sus brillantes ojos negros… aquél no era un simple mercader. Meditó sobre aquello, sobre la incongruencia de todo lo ocurrido y sobre la muerte de Graus, que no había suscitado ni una sola lágrima en sus compañeras. Se preguntó si la suya pasaría tan desapercibida. La edad le pesaba con su carga de recuerdos.

Cuando fondearon, los tres supervivientes de la expedición se separaron. Crai fue a buscar al Mudo. Adana a visitar a Afi. Jala permaneció en la embarcación vigilando y sonsacando al prisionero.

 

La borrachera casi se le había pasado y el mundo volvía a mostrarse de nuevo horriblemente real. Aquélla era una buena razón para volver al Bazar de las Ánimas a buscar un poco más de polvo de loto. La posibilidad de encontrar a Avbra, la hermana de Lari, era otra buena razón.

 

No había tiempo para delicadezas. Crai llamó a la puerta del cuchitril de Beilic. Lo conocía desde hacía varios años, cuando servía de guardaespaldas para los nobles de Pílita que decidían visitar lugares inconfesables al cuerpo de guardia. Era un joven deseoso de congraciarse con los veteranos y lleno de ideas estúpidas. No sería difícil conseguir que abriese la puerta. El Mudo se había enterado de que un céreo le había dado una bolsa repleta hacía unos días y que desde entonces no salía de su casa.

Un adolescente de talla descomunal y cara de pocos amigos le abrió cuando se identificó como amigo de Beilic y éste confirmó la información. En el interior encontró al galo con otros dos compinches, uno tuerto y el otro con el pelo absolutamente cano: veteranos de guerra. La sala estaba completamente vacía a excepción de una mesa con una jarra de vino y una hogaza de pan.

“A nadie le pagan por no hacer nada” se dijo Crai “y esto dista mucho de ser una fiesta. No obstante siguió fingiendo interés por el anfitrión.

“Me enrolo mañana en una partida mercenaria que va al norte. Esperaba que te unieses, Beilic.”

El instante de duda que cruzó por la cara del joven confirmó sus sospechas. Llevaba años deseando irse de aquella ciudad en compañía de algún aventurero que lo desease a su lado. Había rondado a Crai durante meses antes de dejarse desanimar por sus malos modos. No encajaba que no se apuntase inmediatamente a la incursión. No en Beilic y su lengua demasiado grande para la boca.

De una patada volcó la mesa sobre los veteranos e, inmediatamente, se giró y le clavó el puñal en el cuello al adolescente de la puerta. Éste no tuvo tiempo ni de alzar su garrote. Sin perder el ritmo, Crai lanzó su arma clavándola limpiamente en el muslo de su anfitrión. Desenvainando la espada, saltó sobre los veteranos que intentaban recuperarse y, con un par de mandobles certeros, dio cuenta de ellos. En unos segundos sólo quedaba en el aire el eco de los gemidos de Beilic.

“¿Dónde está Lari?”

“¿Quién?” exclamó confuso el joven.

“Vuestro prisionero.”

“Hay una trampilla bajo la chimenea.” Confesó rápidamente.

Crai recuperó su puñal y fue hasta la chimenea. Tras una breve ojeada constató que no había ningún tipo de trampa y, sin esfuerzo, levantó la portezuela. Hecho un ovillo, maniatado y amordazado, el pequeño ladronzuelo se retorcía en la cavidad excavada bajo el hogar. El mercenario sintió pena. Al liberarle de la mordaza, Lari estalló en horribles lamentos.

“Me está abrasando por dentro” gritó desesperado.

Sudando y con las comisuras de los labios teñidas de sangre, el ladrón tenía muy mal aspecto. Parecía todavía más joven de lo habitual, y mucho más desamparado. Una rabia sorda palpitó en el pecho del mercenario.

“¿Qué le habéis hecho?” inquirió perentorio.

Sin embargo, la risa sin humor de Lari cortó sus amenazas. Por un instante se preguntó si no habría enloquecido.

“No, no, Crai. Ésta me la he cavado yo solo. Me creí muy listo y me tragué el botín cuando me atraparon. Los asesinos de Afi no son tan observadores como parecen.” Una violenta tos le interrumpió “¿Cómo iba a imaginar que este artefacto del demonio iba a devorarme por dentro?”

“No te preocupes chico. Te sacaremos de ésta.”

Lari volvió a reírse, o al menos a intentarlo.

“Esta vez no. Sólo lamento haber arrastrado al Encadenado conmigo. Él no quería que nos metiéramos en esto, pero lo convencí. Era demasiado hermosa.”

Crai intentó distraerlo mientras pensaba cómo trasladarlo hasta una curandera.

“No sé cómo te las apañaste para sacar al Encadenado del Laberinto.”

Una mirada de extrañeza se reflejó en sus ojos azules. No obstante, antes de que pudiera expresar su pensamiento, una nueva crisis de dolor le sacudió violentamente. Aferrándose al labrado de la coraza de Crai, gritó desesperado:

“¡No dejes que me entierren con esto dentro! ¡Ábreme y sácalo de mí! ¡No quiero quemarme toda la eternidad!”

Antes de que el mercenario pudiera tranquilizarle, expiró. Acto seguido, sin permitir que las lágrimas le cegasen, abrió su estómago y recuperó el objeto. Era una pieza de metal que bien hubiera podido pertenecer a una llave. Pensó. ¿Por qué les habían enviado a Jantâ si Lari y el Encadenado nunca habían salido del Laberinto?” La respuesta era obvia. Loco de ira, se levantó y se dispuso a irse. En su camino se encontró con Beilic. Con su melena rubia y su rostro casi imberbe se parecía demasiado a Lari. Enfundando su arma, le dijo:

“Entierra al muchacho y ve al gran arrecife al anochecer. Es hora de que salgas de esta ciudad.”

Alguien tenía que pagar por esto, pero no sería él.

 

Afi desesperaba mirando la puerta. Esperaba con impaciencia el momento en que vendrían para librarse de todos aquellos problemas. Tenía que reunir una nueva guardia personal, pero esta vez se aseguraría de su profesionalidad. Le volvía loco el sonido de su sangre goteando en la trastienda. Ya no sabía si era real o había quedado grabado en su mente para siempre. Entonces, ruidosa en su embriaguez, Adana entró en el almacén abrazada a la pequeña Abvra.

“¿La traes?” preguntó ansioso el traficante. “¿La habéis encontrado?”

“Toma tu basura”, exclamó la auriga arrojando la llave del prisionero sobre el mostrador. “Ningún templo vale tanto como la vida de mi amigo” declaró para congraciarse con la muchacha que apretaba contra sí.

En aquel instante, una sombra oscura saltó desde la trastienda sobre ella. Con los reflejos adormecidos por el loto y el alcohol, Adana sólo llegó a reconocer a un ser idéntico al que les había atacado en Jantâ. Ni siquiera pudo interponer sus brazos como defensa. Lo último que sintió fue el aguijonazo de las garras atravesando su carne antes de que el dolor saturase su cerebro.

Eliminado aquel peligro, el demonio tomó la llave y se la ofreció a su ama. Ésta la tomó y la arrojó con furia contra el ser, insultándolo. Afi, aterrado, contempló toda la escena sin moverse lo más mínimo. Para su decepción, aquel asunto no había terminado.

 

Crai corrió hasta el arrecife y nadó hasta la embarcación de Vaír llamando a gritos a Jala. Había pasado por el almacén de Afi y había encontrado sangre salpicando el mobiliario destrozado. Se temía lo peor. Una situación ligeramente mejor le esperaba en la embarcación.

Abvra había llegado en brazos del demonio de sombras. Aquello había servido para reducir a toda la tripulación zanzarí a un estado catatónico de puro terror. Vaír había intentado defender su embarcación y había perdido una mano. Inconsciente, se desangraba en la cubierta. El nuevo marino intentaba socorrerlo. Jala amenazaba con matar al prisionero para privarles de toda la información que éste pudiera poseer. Aquel plan se reveló una mala idea cuando del demonio tomó la cabeza del hombre y la hizo estallar como un huevo. La muchacha quedó confusa y salpicada de sesos.

Inmediatamente, el engendro se encaró con Crai, que acababa de trepar a la cubierta. El mercenario interpuso la espada entre el demonio y él, e intentó negociar:

“Avbra, o como demonios te llames. Tengo en mi poder la otra parte de la llave. Si no os largáis de la barca ahora mismo, la arrojaré al mar.”

La muchacha sonrió enigmática observando al mercenario y a Jala, que se había armado con su jabalina. Lentamente empezó a recitar unos cánticos en la lengua de los Brujos. El mar se encrespó y el cielo se oscureció casi de inmediato. La tormenta convocada empeoraba por momentos. Crai decidió no esperar ni un minuto más. Con un grito gutural saltó hacia el demonio. Éste se dejó caer hacia atrás para esquivar el ataque y le golpeó con el reverso de la garra. Impulsado por el golpe, fue a estrellarse violentamente con la barandilla. Eliminado el adversario, el demonio saltó sobre Jala. Fue un instante tarde: ella había arrojado su jabalina y atravesó limpiamente el pecho del demonio en su vuelo. Ya muerto, cayó sobre ella.

“Pelele, coge la espada del mercenario y córtale la cabeza” gritó con impaciencia la bruja. No imaginaba que fuera a perder dos demonios en una misma jornada. Ahora tenía que echar mano del encantado, última baza que no hubiera querido tener que utilizar.

El hombre sin cabellos que Vaír había contratado dejó de interpretar el papel que le había asignado su ama con anterioridad para obedecer su nueva orden. Crai le oyó recoger su propia espada del suelo e, ignorando el fuerte dolor de cabeza, se encaró con su rival. Su instinto bélico no le hubiera permitido reaccionar de otra forma.

Su mano voló rauda hasta uno de los tentáculos del pulpo que adornaba su armadura y tiró de él haciendo un sutil movimiento de muñeca. Veinte centímetros de acero templado armaban ahora su diestra. Sin esperar sorpresa alguna por parte del hechizado, aprovechó su lentitud de reflejos y le hincó la cuchilla en el estómago. Cuando se desplomó muerto se acercó caminando tranquilamente hacia la muchacha.

Ésta le aguardaba desafiante en la proa de la embarcación. Su pose intentaba infundir miedo y aparentar seguridad. Pero Crai era un magnífico jugador de cartas.

“Soy una poderosa hechicera y te reduciré a cenizas si no me entregas inmediatamente la llave.”

Ni siquiera se molestó en decirle que con la amenaza descubría su juego, que resultaba obvio que si hubiera podido matarlos sin llamar a su hechizado lo hubiera hecho. Que había aprendido a leer las mentiras en sus ojos.

Simplemente le atravesó el pecho con la cuchilla, allí dónde latía su corazón, y retorció el filo hasta que la sintió morir.

Después tomó los cadáveres del demonio, del hechizado y de la bruja y los arrojó al mar. Los tiburones darían cuenta de ellos, si así lo deseaban. Liberados de la presencia de aquellos seres, los zanzaríes recuperaron poco a poco el control sobre sí mismos y le ayudaron a socorrer a sus compañeros. Cauterizaron el antebrazo de Vaír y redujeron la dislocación del hombro a Jala. Luego registró el cadáver del prisionero y encontró el otro fragmento de la llave colgado de su cuello. ¿Quién hubiera dado importancia a aquel fragmento de hierro viejo? Sin osar unirlos, los guardó en bolsas separadas y se deshizo del cuerpo.

Entonces, si hubiera seguido su instinto primario, hubiera ordenado a los zanzaríes partir. Pero ya había sufrido muchas pérdidas aquel día, y aunque no sabía muy bien por qué, quería conservar la confianza de Beilic. Además, necesitaría algunos compañeros para viajar hasta Akko y revender aquellos fragmentos a algún mercader sin escrúpulos.

 

Hace eones, cuando los colosos todavía gobernaban sobre la tierra y el Imperio de Zork era todavía un reino impetuoso, un poderoso brujo descubrió en las montañas de Hiperbórea un portal que franqueaba el paso a una dimensión regida por la violencia. Sus habitantes eran retorcidos como los sarmientos de una vid y oscuros como las noches sin luna. Sólo conocían un lenguaje: la guerra. Aquellos seres aterradores debían ser confinados en su mundo, no permitirles pasar jamás la débil frontera que de nuestra tierra los separaba. Y fue para ello, para proteger el pasaje de la ambición y la locura de los hombres, que se construyó una gran puerta mágica que nadie pudiese abrir.

Pero el brujo era también un hombre, en la medida en que los hombres de Zork fueron hombres, y fabricó también una llave, para reservarse el derecho sobre su descubrimiento, para halagar su vanidad con responsabilidades divinas. Hasta que una noche de lucidez consiguió dominarse lo suficiente para quebrar la llave con un certero mandoble de su espada. Incapaz de destruir totalmente su obra fundiéndola en la forja se contentó con esparcir sus fragmentos por el orbe, convenciéndose de que jamás se reunirían de nuevo bajo la mirada de alguien que conociese su poder.

 OcioZero · Condiciones de uso