Los 27 errores del rey Rodrigo V

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Quinta entrega de esta historia de Maundevar

 

Khindas abrió los ojos, pero los cegadores rayos del sol de mediodía le obligaron a cerrarlos de nuevo; debía llevar inconsciente varias horas. Se vio sentado sobre el suelo arenoso de la plaza de armas. Varios soldados impedían que un grupo de mediocres se lanzara contra el guerrero.

¡Traidor! —gritó la multitud—. ¡Que lo maten!

Se notó atado a un grueso madero junto con otro hombre a su espalda. Giró la cabeza a ambos lados intentando averiguar junto a quien le habían sujeto. Al ver la ropa de soslayo, identificó a su acompañante.

—Junto al witizano —dijo el guerrero—. Me van a matar junto a un espía. Un ultraje a mi persona, pero un honor para el gusano embustero.

—Tú qué sabrás de mí —se quejó Idulfo—. Como mínimo yo moriré sirviendo a mi señor. A ti te han rapado la cabeza y te matarán sin honor.

De los ojos de Khindas brotaron lágrimas al pensar en su verdadera situación, más allá de aquel instante del que se quejaba Idulfo; lloraba pensando en la eternidad. Una sonrisa trastornada se dibujó en su rostro. Al poco comenzó a reír.

—¿De qué te ríes? ¿Estás loco? Vamos a morir.

—Es gracioso —dijo el guerrero—. ¿Tú sabes la cantidad de veces que has muerto? En el fondo, tengo ganas de que me maten. Volveré a dormir; despertaré sosegado y sin saber la verdad, para aprovechar la brisa fresca de la mañana como todos los días del resto de la eternidad.

—¿Veces que he muerto? ¿A qué te refieres?

Khindas no contestó a aquella pregunta. El pobre diablo no habría sabido asimilar la respuesta.

Los soldados apartaron a la gente para dar paso a Gontrodo y al viejo Argilo, que venían de una larga asamblea donde habían decidido el destino de su sayón. Su joven pupilo portaba el Hacha de los Condenados sobre el hombro mientras avanzaba con rostro serio. Estaba claro, iban a morir. El witizano comenzó a murmurar rezos y plegarias al divisar el arma. De un tamaño descomunal, no estaba pensada para ser usada en batalla. Su peso requería del uso de ambas manos, pero su potencia combinada con un filo finamente pulido aseguraba que casi cualquier verdugo cumpliera la sentencia de un solo tajo.

—Tranquilo —le susurró Khindas—. No te va a doler. Yo mismo he usado ese Hacha de los Condenados y es muy efectiva.

—¡Cállate!

—Y al verdugo lo entrené yo mismo desde crío.

Argilo se quedó dando un discurso a los colonos que se apiñaban pidiendo la cabeza del sayón, mientras que Gontrodo se acercó a los reos con semblante endurecido.

—¿Cómo has podido traicionar a nuestro señor? —le preguntó—. Confiaba en ti. Mi padre te confió la vida de todos. ¿Por qué abriste la puerta? ¿Por qué nos traicionaste a todos?

—Joven amigo, te equivocas si crees que estos muros nos protegen de algo. Estamos encerrados, ciegos a vislumbrar nuestra verdadera prisión. Ni el Señor llega a vernos para ofrecernos la paz eterna; no nos encuentra, Gontrodo; los muros son lo que nos oculta. Es la maldición, Gontrodo.

—¿Maldición? ¿De qué hablas?

—Ya no hay vuelta atrás. El valle no volverá a ser nuestro. Es la maldición.

—¿Te refieres a Akhila y sus hermanos? ¿Sabes algo de sus movimientos? ¿Te ha revelado algo esta rata de estiércol? —señaló Gontrodo a Idulfo de un puntapié en el abdomen.

—Yo no sé nada —escupió el witizano—. Este hombre está loco; yo no sé nada de lo que habla. Por favor, señor, yo…

—¡Calla, gusano! —chilló el joven—. Responde, Khindas: ¿qué sabes de los traidores?

—¿Los traidores? —sonrió el norteño—. Los hijos de Witiza son simples títeres de algo mucho más siniestro, joven Gontrodo. Ellos ya vencieron al collado. El enemigo es otro.

—¿Otro enemigo? ¿De qué hablas? ¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loco acaso?

—Las tropas de Witiza ya entraron, joven soldado. La fortaleza ya fue arrasada por las razias del rey muerto. Es la maldición lo que nos hace seguir aquí.

Gontrodo se quedó en silencio observando a su viejo maestro de armas. Siempre lo vio como un compañero; alguien a su misma altura que no lo clasificaba por su condición de bastardo; alguien que cuando era un niño tan solo se fijó en sus aptitudes y destreza natural con las armas, y que supo sacar lo mejor de sus habilidades. Pero no podía salvarlo. Querría haberle creído, pero hablaba sin cordura. Maldiciones paganas, muertos que estaban vivos. ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Cómo podía defender ante Argilo todo aquello que le había contado? La respuesta era clara: estaba enloquecido. Puede que Cristo sí hubiera abandonado a alguien, pero esa persona era el mismo Khindas, demente por su antiguo paganismo.

—No necesito escuchar más, Khindas —sentenció Gontrodo.

—Lo sé, no pretendía convencerte; sé que es imposible. Por eso intenté liberaros a todos yo mismo.

El joven soldado, que ya había sido nombrado como nuevo sayón del collado y protector de la Casa Grande, se dirigió hacia la multitud para hablar con Argilo. La sentencia iba ya a aplicarse. Al poco, desataron a Khindas del poste, para postrarlo sobre un macizo bloque de madera. Su cabeza asomaba de tal forma que su cuello quedaba a ras de la cara vertical del enorme tronco, y desnudo para ser cercenado de un tajo.

El viejo guerrero miró en un último instante a Gontrodo.

—Ella te seguirá queriendo, joven amigo; con el tiempo comprenderá tus actos.

—¿Ella? —le preguntó el joven con el Hacha de los Condenados en las manos.

—Geila. Sabrá que el deber te llevó a esto, y sabrá perdonarte.

Aquel nombre penetró en la mente del joven como una llave que acierta con su cerradura. Algo en el espíritu de Gontrodo se sintió herido, nostálgico de una mujer olvidada.

—Está encinta, ¿lo sabías? —Khindas sonrió—. Seré abuelo.

El joven godo agitó la cabeza intentando evadirse de aquella extraña sensación.

—Intentas confundirme —dijo alzando el Hacha—. Pero la locura que te invade no hará que olvide lo que fuiste.

La hoja voló silbando en el aire. La cabeza cayó al suelo rebotando en la arena y en una última visión pudo volver a vislumbrar la realidad: muertos; multitud de ellos tirados en la plaza; y su niña arrodillada rezando a un Dios que no encontraba las almas de los caídos por Rodrigo.

—No llores —pensó Khindas en su último suspiro—. Ya estamos muertos.

***

Una ligera brisa de un frescor reconfortante acarició su semblante, agitando su melena al viento. Khindas observaba expectante la inmensidad del valle desde las almenas de la Puerta Sur; disfrutaba del silencio y la soledad de la mañana. ¿Dónde estarían escondidos los hostigadores? ¿En qué lugar del valle se habrían ocultado los seguidores del rey muerto? El viejo norteño lo desconocía y aquel temor estremeció su alma. Miró al cielo orando al viento, rezando a Cristo por el retorno de su señor: el rey de los godos, el verdadero y único rey de Hispania.

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