Un relato de Patapalo para el concurso Hislibris de este año
La bestia que me ha atacado parece un lobo, pero no es uno. Su cabeza es más grande, más alargada; tiene el pelaje rojizo con una raya negra a lo largo del lomo. No ha intentado hacerse con mi rebaño, ¡es a mí a quien quería devorar!
Imagina una cadena de más de doscientos eslabones de terror, sangre e incluso muerte. Imagina sombríos bosques apenas mutilados por inciertos senderos de pastores, grandes rocas graníticas que descollan como dientes negros en los prados, humildes cabañas de piedra y tejados de lajas cubiertas por un liquen anaranjado. Imagina Gévaduan en 1764, el año en que se despertó la bestia.
Las gentes de la región se persignaban y miraban al cielo confundidos. El fuego de la herejía había sido extinguido años atrás, relegado a un olvido ponzoñoso, y los protestantes se mantenían escondidos. Los habitantes de Gévaduan eran gentes humildes, pero súbditos leales del rey, e incluso parecían haber recibido la bendición del Altísimo en monseñor Gabriel-Florent de Choiseul-Baupré, el nuevo obispo, quien siempre se mostraba pronto a interceder por esas pobres tierras castigadas por las hambrunas y las pestes en a la corte de Versalles. ¿Por qué entonces ese castigo? ¿Por qué el demonio campaba por las quebradas de Gévaduan valiéndose de los oscuros bosques y los escarpados riscos para escapar de cuantos arrojados cazadores salían tras su pista?
Pastores y campesinos empezaban a hablar de licántropos, de brujerías, y cruces de hierro y ensalmos se alzaban como protección contra una criatura que se burlaba de las defensas de este mundo. El mismísimo Martin Denneval, el más reputado louvetier1 del reino, con todos sus mastines y sus batidores, no había conseguido imponerse a la bestia, ni tampoco lo hizo el destacamento de dragones2 que su majestad había graciosamente emplazado en la región. Nada ni nadie parecía capaz detener la sangrienta epidemia.
La bestia no temía a los hombres. No se arredraba ante palos ni piedras como hacían los lobos. Los pastores de la región, aunque fueran niños o viejos, no eran unos pusilánimes. Ninguno de ellos temblaba ante las alimañas ni dudaba en dar una patada o un bastonazo a quien intentara menguar sus rebaños. Pero la bestia no temía a los hombres. Y ellos sí aprendieron a temerla, pues de poco servía una vara contra sus dientes aguzados o sus implacables zarpas.
Tampoco funcionaban las trampas ni las celadas. La bestia eludía los cepos, los lazos y las zanjas. Como si tuviera un diabólico sexto sentido, se burlaba de los cazadores, se mostraba inasible como un espectro. Y lo peor era que tampoco estos ardides servían para proteger los hogares: desafiando perros guardianes e incluso a hombres hechos y derechos, la bestia asaltaba tanto aisladas vaquerías como pequeñas aldeas para saciar su impía sed de sangre humana. Nadie parecía capaz de parar a ese demonio.
Incluso cuando algún osado muchacho había conseguido darle alguna cuchillada, o en las ocasiones en las que el disparo afortunado de algún cazador alcanzó su objetivo, la alegría pronto se truncaba en desesperanza ya que, aunque la sangre de la criatura llegara a tintar el suelo, ninguna herida la detenía. Ni el plomo ni el acero, ¿qué entonces podría acabar con ella?
Las muertes se sucedían, a cada cual más macabra, y las gentes murmuraban.
—Es un hombre lobo. Me lo crucé yendo hacia Favart; un tipo peludo como un oso que llevaba al hombro un viejo fusil oxidado. Me propuso que hiciéramos juntos el camino, pero algo en su aspecto, algo siniestro, me hizo declinar la oferta y quedarme en Pompeyrenc, gracias a Dios. Luego supe que, al día siguiente, la bestia había estado haciendo de las suyas en el bosque de Favart.
Los campesinos de Gévaduan tenían poco de charlatanes. Eran, por lo general, parcos en palabras y, en los tiempos que corrían, se mostraban aún más hoscos y reservados. Pero había cosas que necesitaban ser dichas, y que se dijeron si no con miedo, sí con amargo fatalismo.
—No es un licántropo: es el hombre. Un primo mío, que vive en Pontajou, lo vio con sus propios ojos una noche. Se despertó creyendo que era de día y, al asomarse a la ventana, lo vio bañándose en el arroyo que baja de Servières. Un momento era el hombre quien se sumergía en las aguas, bajo la luz de la luna, y al siguiente era la bestia la que emergía del arroyo.
Había llegado el tiempo de nombrar de lo innombrable, de tejer una red propia de sortilegios con palabras temblorosas. Las muertes no podían continuar así. Y a pesar de todo... La Besseyre siempre fue tierra de brujerías, pero ¿un hombre lobo? Entre el humo de las pipas y trago y trago de aguardiente era difícil encontrar otras respuestas.
—¿El hombre? ¿Te refieres a de la Masco3?
—Más bien al nieto. Lástima que no acabaran con él los berberiscos cuando se fugó a Mayorca...
—¿No tiene un nombre cristiano ese de la Masco?
—Sí, aunque no lo merezca. Su nombre es Chastel. Antonine Chastel.
—¿Chastel? ¿No fueron los Chastel los que casi acaban con uno de los caballeros del rey en una de las batidas?
—Los mismos: mandaron a aquellos desgraciados parisinos directos unos embalsaderos. Por poco acaba el primero sepultado en el fango, ¡chapoteaba como un gato recién nacido! Si su compañero no hubiera corrido en su auxilio...
»Ni siquiera llegaron a salvar su montura. Y los Chastel no movieron ni un dedo. Se quedaron riéndose y burlándose de los caballeros, de brazos cruzados. Los hubieran dejado morir ahí mismo, todo por intentar acabar con la bestia.»
—Mala es la rivalidad entre cazadores.
—Aquello no fue rivalidad por una presa. Los Chastel comandan a los lobos. No es la primera vez que sufrimos plagas así.
—Tonterías: los Chastel acabaron en prisión y Monsieur Antoine de Beauterne acabó con la bestia. Todo el mundo lo sabe.
—No. Lo que todo el mundo sabe es que el de Beauterne regresó a Versalles con un gran lobo como trofeo y diez años más viejo y que la bestia volvió a las andadas en cuanto los Chastel fueron liberados de prisión. Llevan el estigma de la brujería como brujos que son, y por eso no los detiene ningún barrote.
—¡Cuentos para viejas! Estamos hablando de un lobo, de un simple lobo.
—Estamos hablando de la bestia. Hay que haber visto sus tropelías para entenderlo.
Monsieur Pélissier echó una mirada aprensiva al oscuro linde del bosque antes de internarse en el prado. El sol se abandonaba en el horizonte y el relente mordía con fuerza a través de la lana. Era un frío cruel, de cementerio. Un frío de muerte temprana.
Avanzó a buen paso por el pastizal, intentando que el repiqueteo de sus zueco claveteados no crispara todavía más sus nervios. Aquellos años estaban resultando una interminable pesadilla, una tan densa como la noche que se cernía sobre ellos.
—¡Gabrielle! —llamó a su hija, que adivinaba recostada contra el tronco de un árbol, con una mezcla de enfado y urgencia. La muchacha había cumplido ya diecisiete años. ¿Cómo era tan inconsciente de quedarse dormida en campo abierto con todo lo que estaban viviendo?
Sintió un irrefrenable deseo de darle una buena azotaina, pero el ardor se heló rápidamente en su pecho al percibir el nerviosismo en el rebaño de ovejas que, a pocos metros, se agitaba como una nube de tormenta. Aceleró el paso, temeroso de que la bestia los sorprendiera en el crepúsculo, hasta convertirlo en una franca carrera. Cuando se arrodilló junto a su hija, sin aliento, las lágrimas ya cubrían sus ojos, los mismos ojos que no habían sabido ver el engaño que el corazón ya había descubierto aun antes de que sus manos se tintaran de sangre.
El sombrero de la muchacha se deslizó hasta el suelo y dejó al descubierto una macabra calavera roída, un rostro convertido en jirones sanguinolentos que nadie podría arrancar de la retina de aquel desgraciado, ni aun después de muerto. Monsieur Pélissier tomó en brazos a su hija y maldijo al cielo con un gruñido sin palabras. ¿Qué Dios permitía una criatura capaz de tamaña crueldad? ¿Qué alimaña del bosque era capaz de cubrir con vestidos la carroña en la que había convertido a una hermosa muchacha?
La bestia hundía su hocico en las tripas del chiquillo. Cada vez que tironeaba de una víscera, ávida de carne, todo él se movía como una marioneta descordada. El hedor a sangre y muerte punzaba en las fosas nasales del hombre que, cuchillo en mano, se acercaba con pasos cautos hacia el animal. El gruñido sordo que emanaba de aquel lomo hirsuto y rusiente no lo amedrentaba y, aun así, la mano que sujetaba el acero temblaba.
Siguió avanzando hasta llegar junto al cadáver. Ni siquiera miraba a la criatura que roía sus entrañas. Sus ojos estaban prendados del delicado cuello truncado por los dientes: la bestia lo había desgarrado de lado a lado, había degollado al pobre chiquillo de un solo mordisco. Resoplando pura furia, el hombre alzó el machete y lo apretó con fuerza en el puño. Descargó un golpe, y otro, y otro, entre mugidos y salvajes inspiraciones. Sintió la vibración de su brazo cuando el hierro impactó, una y otra vez, contra la carne y el hueso. Y solo se permitió respirar hondo cuando el miembro, por fin, fue cercenado.
Ebrio de adrenalina, el hombre se puso en pie. De su puño izquierdo pendía la cabeza decapitada del chiquillo.
Avanzó siete pasos y la dejó caer al suelo.
Se alejó en silencio, se perdió en la noche, y el macabro trofeo quedó abandonado, entre la hierba.
Aquel funeral no fue como los otros. Marie Denty, una chiquilla de Septsols, recibió sepultura después de un nuevo peregrinaje en el que se había solicitado asistencia al Altísimo y a la Virgen María. Y los Chastel habían estado ahí para testimoniar en el sepelio. Al final de la ceremonia, el viejo Jean, al que llamaban de la Masco, se había aproximado al altar con su fusil de dos cañones y, postrándose, le había pedido al sacerdote que bendijera las tres balas que había fundido con el metal de sendas medallas dedicadas a la Virgen.
A ninguno de los presentes se le había escapado el aire caviloso del viejo y, quizás por ello, aquella misma noche el confesor del marqués de Apcher le había dicho a este que el momento había llegado. Quizás. ¿Quién es capaz de leer en el alma de los hombres? Tal vez sea mejor no poder hacerlo, no siempre...
El marqués convocó una nueva partida de caza, quién sabe cuántas la precedían, y llamó a sus cazadores a su lado. Entre ellos se contaban los Chastel.
Era la madrugada del 19 de junio. Era el verano de 1797. La hora había llegado.
Jean Chastel subió hasta lo alto del cerro que llaman la Sogne d'Auvers y, sentado en una roca, abrió su libro de oraciones. Se sentía viejo y cansado. Se sentía enfermo. Le pesaba en el alma el tiempo, y también cien muertes cargadas de espanto. En silencio, se sumergió en la lectura del breviario, en los laberintos de la fe por los que podía escaparse de sus recuerdos y sus cavilaciones. Lejos quedaban sus hijos, las miserias de la áspera tierra de Gévaduan, la sombra de su pasado y el espectro de su presente. Murmuró un rosario de plegarias a la Virgen y solo se permitió una debilidad: el rostro de la pequeña Marie Denty lo acompañó esa mañana como una sombra más que escapase del sol primaveral.
En torno a las diez, el pandemonio de ladridos se fue incrementando. Como buen cazador que era, supo que la batida empujaba a la bestia en su dirección.
Espero. Siguió enfrascado en su lectura.
Hasta que pudo percibir su presencia en el bosque aun sin levantar la mirada del devocionario. Hasta que supo por el repentino silencio que la bestia se había detenido frente a él. Ya no se oía el crujido de las ramas tronchadas ni las pisadas apresuradas. Incluso el clamor de los mastines parecía sonar más lejano.
El viejo terminó de leer su oración, cerró el libro y plegó sus anteojos. Los guardó en su chaqueta y entonces, solo entonces, alzó la mirada.
La bestia, cual esfinge, permanecía sentada ante él, a apenas diez pasos, tan parecida a un perro, y al mismo tiempo tan parecida a un lobo, que su mera visión resultaba estremecedora. Jean Chastel se demoró en los detalles del morro, en los poderosos caninos que sobresalían de los belfos y en la mirada intensa del animal. Parecía leer algo en el pelaje rojizo de la criatura, en las simas insondables de su mirada. Un secreto.
Entonces, se echó el fusil al hombro y apuntó.
Un latido.
Y el clamor de la muerte atravesó los bosques de Gévaduan.
Plomo y fuego, el cuello de la bestia. Cayó muerta con la clavícula siniestra astillada y una expresión aturdida en su rostro sanguinario.
Jean Chastel, como marcaba la tradición, recorrió la comarca exhibiendo la carcasa de la bestia, pero recibió pocos presentes por haberle dado muerte. De la Masco lo llamaban entre dientes. El hombre. Tenía su cuerpo marcado por el estigma de la brujería.
La diócesis de Mende le concedió una gratificación de 72 libras por su hazaña, doce veces el precio de un lobo común por una bestia que había acabado con la vida de al menos ciento treinta personas y protagonizado más de doscientos ataques. Esas fueron sus treinta monedas después de tres años de terror.
Notas:
1. Cazador de lobos
2. Unidad del ejército francés
3. Hijo del brujo
El relato está bastante chulo .
El estilo es bueno, destacando las descripciones. Sobre todo cuando el hombre encuentra a su hija, y la escena siguiente, la de la bestia comiendo de las tripas del chiquillo. Impactan y "se hacen visibles" en la cabeza al leerlas.
El aura de "rumorología" de pequeña población está muy bien conseguido con ese diálogo entre dos ciudadanos anónimos. La escena del hombre tranquilo, leyendo su breviario y esperando, es buena, aunque se preveía que iba a terminar cara a cara con la bestia. Si he echado de menos que la bestia hiciera algo más, al menos que saltara hacia el hombre y justo en ese momento Jean dispare. O, si es su nieto y no quiere atacar a Jean, que intentara huir cuando ve que el hombre le apunta con el arma.
Sin embargo, en el conjunto de la historia se me hace rara la segunda escena, el hecho del hombre. Creo que hay algo que no he pillado, pues no entiendo quién puede ser ese hombre que corta la cabeza del niño y que no mata a la bestia. La única razón que se me ocurre es que la bestia sea verdaderamente el nieto de Jean Chastel, y que el hombre que cercena la cabeza del cadáver sea el propio Jean Chastel. Pero en ese caso, no entiendo que finalmente decida matar a su nieto, a menos que la conciencia por fin lo haya vencido, ante tanta muerte. Aún así, no deja de ser su nieto... (Estoy torpe, sip).
Finalmente, he encontrado alguna errata que paso a señalar. No se si es correcto señalarlas al leer los relatos. No quiero con ello hacer de menos al relato, si no servir de ayuda. Que me perdone el autor si no debería señalarlas y me lo haga saber si es así. Dicho esto, voy a ello:
Segundo párrafo: "...pestes en a la corte de Versalles." (sobra o el "en" o el "a")
Tercer párrafo, última frase: "Nada ni nadie parecía capaz detener la sangrienta epidemia." (parece que falta un "de": capaz de detener)
Hacia el final: "Espero. Siguió enfrascado en su lectura." (creo que falta una tilde, que sería "Esperó")
Y hasta aquí mi humilde opinión
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