Un relato de Patapalo para Catástrofes naturales
—El terremoto de Santa Cecilia me pilló con un martillo en la mano. Estaba cubierto de sangre, pero lo aferré con fuerza, como si aquella herramienta fuera a encontrar, por fin, un auténtico sentido a su existencia. La acababa de usar para destrozarle los dedos a un tipo de Nebraska que se había pasado de listo en el casino, y si no hubiera sido por el terremoto, la hubiera usado para abrirle la cabeza como un melón.
Ella lo observa paralizada, como si esa confesión fueran los faros de un todoterreno lanzado a tumba abierta y ella el cervatillo que ha tenido la mala fortuna de cruzarse en su camino. Le cuesta trabajo creer lo que está oyendo, que esa macabra historia encaje con el tipo barbudo y afable que ya se ha encontrado en al menos media docena de operaciones de rescate. Bill, si es que realmente se llama como reza la identificación que cuelga sobre su camisa de cuadros, es el voluntario con el que todo el mundo está deseando beberse algo al final de la jornada: positivo, sólido, amable, atento... lo que se dice un buen camarada.
—Como un melón, sí. A eso me dedicaba en aquellos tiempos —sigue sin un asomo de remordimientos en la voz, ni tampoco de chanza: simplemente lo cuenta, como el que cuenta cualquier otra cosa inevitable de su vida—. Ni siquiera formaba parte de eso que llaman pomposamente el crimen organizado. En realidad, es una casa putas, pero ni ahí me querían. Poco fiable, por lo visto. Un bueno para nada, o para cosas de poca monta, como abrir cabezas a los tramposos, desanimar a los timadores.
»Pero, entonces, la tierra tembló.»
Lo hizo con tanta fuerza que aquel trilero de poca monta se cayó al suelo y rodó hasta una esquina. Su verdugo lo miró estupefacto mientras se intentaba mantener en pie. Tenía un aspecto incongruente, desamparado y terrible al mismo tiempo, el martillo ensangrentado en la mano, la mirada extraviada en mitad de un rostro perplejo.
Entonces llegó la primera repetición y el techo se desplomó sobre sus cabezas. Para el hombre del martillo apenas fue una lluvia de escayola, pero para el otro se convirtió en las paladas de tierra de un ansioso sepulturero: cascotes, argamasa, viguetas y deshechos se amontonaron sobre él y lo dejaron atrapado bajo el garfio de un hierro retorcido.
Bill sintió cómo el martillo tiraba de su brazo derecho.
También, que su papel en el mundo podía ser otro.
—Desde aquel día, yo también me siento una herramienta útil, una herramienta que ha encontrado su cometido en esta jodida existencia.
La joven médico mira sin comprender. Todavía le falta alguna pieza para encajar lo que le están contando. La boca tras la barba se la facilita:
—Tiré de aquel hierro con todas mis fuerzas, hasta que mis propios músculos se volvieron de fuego. Al principio no cedió ni un milímetro pero, poco a poco, conseguí enderezarlo, liberar a aquel pobre capullo que gemía bajo los escombros. Fue como si mi cuerpo entendiera que, por fin, merecía la pena que se empleara a fondo. Me sentí poderoso. Me sentí bien.
—¿Qué pasó...? —duda ella—. ¿Qué ocurrió con el herido?
Bill sonríe y la médico descubre, bajo esa sonrisa, la verdad de lo que está oyendo. Sí, hay gente capaz de hacer algo así, gente con la que nos cruzamos cada día.
—Me miró como si le estuviera gastando una broma —dice—. Había tanta incredulidad en aquella mirada que me dieron ganas de chafarle la cabeza —medio ríe—. Sin embargo, pude dejarlo ahí. Estoy seguro de que no se creía su maldita suerte cuando me vio darme la vuelta y largarme hacia la calle.
—¿Os volvisteis a ver?
Él niega con la cabeza.
—Pasé el resto del día, y de los dos siguientes, ayudando por el barrio. Ya sabes cómo es esto: desescombrar una casa, desenterrar un cuerpo, llevar un anciano a un puesto de socorro... se te pasa el tiempo volando. Lo más curioso es que un hombre con un martillo ensangrentado no llama la atención de nadie. Al contrario, todos parecían encantados de tenerme a su lado. Supongo que es normal; la construcción se me ha dado bien y, qué demonios, siempre he sido bueno en trabajar entre deshechos.
Después de la broma, tras una breve sonrisa cansada, apuntilla:
—Nunca volví a Santa Cecilia.
Bill viajó por todo el mundo, pero nunca, jamás, se planteó volver a la ciudad que fue su bautismo de fuego. No por miedo ni superstición, ni siquiera porque temiera algún reencuentro desagradable con su pasado. Simplemente, había muchos otros territorios que explorar.
Siguió la Costa Oeste en busca de repeticiones o nuevas fallas que lo invitaran a participar una vez más en el caos urbano de los sueños demolidos. En un par de ocasiones pudo volver a emplearse en las labores de rescate y reconstrucción, pudo volver a sentirse vivo. Sin embargo, ninguna igualó a su primera toma de contacto. Y, en sus sueños, empezó a añorar las miradas suplicantes que, por una vez, se habían clavado en él con auténtica esperanza y no con ese remedo de incomprensión y miedo al que estaba acostumbrado.
Aquello fue lo que lo llevó a las grandes planicies donde los tornados marcan la ley.
—Salvé a unas cuantas Dorothies en aquellos tiempos —se confía con voz soñadora—. La adrenalina que se dispara es parecida a la de los terremotos, aunque no exactamente igual. Cuando los marcadores de tormenta avisan de las señales precisas, hay que saltar a los coches y salir pitando hacia la zona indicada. Los tornados son volubles y escurridizos. Su potencia contrasta con su temperamento errático. A veces llegas y ya no queda nada, ni granjas ni tornado.
»Así me convertí en un cazador de tempestades.»
—¿Y llegaste a cazar alguna?
La pregunta suena distraída. Después del susto inicial, la médico vuelve a estar más preocupada de lo que se mueve afuera, al otro lado de las ventanas, en un horizonte que se les echa encima, que de las experiencias de su inesperado compañero de aventuras. Bill mueve la cabeza, esboza una negación.
—Las tempestades no se pueden atrapar. Es algo que no entienden muchos de estos cazadores de tormentas. Van, sacan sus fotos, hacen sus mediciones, pero no entienden nada, ni de la furia de los relámpagos ni del poder de los vientos huracanados. Para hacerlo, para poder comprender, es necesario tener un don, ¿no crees?
—¿Estar tocado por Dios? —La creciente marea negra que se dibuja al final de la avenida la está volviendo osada. El miedo ha dejado paso a la insolencia.
El hombre de la barba no parece acusarlo.
—Para entender qué es Dios es necesario haber estado en Nueva Orleans —sentencia. Luego, cómplice, añade—: ¿Verdad?
Sus miradas se cruzan apenas un instante, pero es más que suficiente. Es por ello que, sin que nadie se lo pida, añade:
—En Nueva Orleans volví a matar.
Aquellos días, Bill se convirtió en Caronte.
Horas y horas perdidas en una sopa de cuerpos y dolor como jamás se había atrevido a imaginar. Naufragando entre ellos, entre las casas convertidas en arrecifes, entre los proyectos que ya no eran más que pecios olvidados o anhelados pero inalcanzables en el fondo del mar, sintió con más fuerza que nunca su llamada.
No era un elegido de Dios, como parecía mofarse la médico, sino un elegido de los hombres para enfrentarse a Dios o cualquier otra fuerza cósmica inabarcable. Sabía que encaraba una batalla perdida de antemano, que ellos siempre estarían en el lado de los perdedores, pero eso no restaba un ápice de valor a lo que hacía. Bien al contrario, Bill paladeaba la épica de la tragedia. Había visto cómo los cielos vomitaban muerte, cómo los mares anegaban la tierra o cómo esta se volvía contra los que acampaban en su seno. ¿Qué podían importarle esos titanes? Su lugar estaba junto a los hombres, contra el mundo.
Por eso volvió a matar en Nueva Orleans. No fue capaz de soportar, el motivo fue así de crudo, la visión de aquellos carroñeros entre sus propios congéneres. Su martillo mudó una vez más su función, fue la herramienta elegida para un nuevo viejo cometido.
—¿Por eso estás aquí, tan lejos de tu tierra, de los tuyos?
Bill tarda un instante en contestar. A punto está de replicar que los suyos son todos los hombres, que cuando has visto en los ojos de un viejo lo que él ha visto tantas veces ya no hay tanta diferencia entre unos y otros. También se ve tentado de decirle que la tierra no es de nadie, que ella misma no quiere a ninguno de los que sobre ella habitan, que simplemente los tolera porque se olvida de su existencia, o porque tarda siglos en rascarse la comezón que causan.
Al final, simplemente, asiente.
—Supongo —reflexiona en voz alta, poniéndose en pie junto a la ventana— que no pude resistirme a ver otra tempestad.
No ve cómo ella saca una jeringuilla de su bolsillo, cómo retira el capuchón que cubre la aguja. No sospecha que está cargada de analgésicos. No desconfía. Simplemente explica:
—Las tempestades no están hechas de viento y agua. Las tempestades están hechas de hombres, se construyen con el valor y el miedo de los hombres.
Bill nota el pinchazo en el hombro y olvida si quería decir algo más. Se gira hacia la médico y, como un pelele, pierde el equilibrio. Su corpachón atraviesa sin proponérselo el cristal de la ventana y cae sobre el entarimado del porche. Frente a sus ojos cansados, entre sus párpados que pugnan por dormir, quizás para siempre, se dibujan los cuerpos estilizados de las primeras exploradoras. Parece mentira, piensa mientras toda fuerza abandona sus robustos miembros, que unas criaturas tan pequeñas sean capaces de crear tal revuelo.
¿Habrán conseguido ellos, alguna vez, una victoria como esa frente a sus propios gigantes?
Anne llora al subir los escalones de tres en tres. Llora cuando se encierra en el baño, y cuando se afana en embozar con trapos empapados en gasolina los desagües, y cuando bloquea con cinta de embalar hasta el último resquicio de puertas, ventanas y respiraderos. También cuando cae agotada en un rincón preguntándose si saldrá con vida de esa, preguntándose si, en caso de hacerlo, se perdonará el crimen que acaba de cometer.
La médico, en la tregua interminable de la espera, rememora las palabras del hombre del martillo y se pregunta si ella misma no se ha convertido en una cazadora de otro tipo de tempestades. Durante años, de tragedia en tragedia, ha sentido la tentación de eliminar a las toxinas humanas que anidan entre los hombres, pero una voz en su cabeza (la justicia por tu mano, juez y verdugo) siempre la ha disuadido. Hasta ese mismo día, tal vez el último de su vida.
¿Qué es un cuerpo más en estos infiernos?
Anne solloza, aunque sonría. A pesar de la energía que hormiguea por su cuerpo.
Una tumba en tu conciencia.
El transistor desgrana las últimas noticias. Los helicópteros no dejan lugar a dudas: la marabunta está pasando, en ese preciso momento, por encima del poblado que, pocas horas antes, ha ayudado a evacuar, por encima del hospital que solo ella ocupa por un imprevisto, un pinchazo y un árbol derribado por los elementos.
Es una diosa asediada por hormigas.
Una diosa.
Leído. Ahí va mi humilde opinión acerca de lo que ha escrito alguien con más experiencia que yo.
Me gusta la idea y el ritmo de la narración.
No me gusta la sobredosis de catástrofes. Pasa todo, y en realidad, es como si no pasara nada.
¿Por qué está Bill en el médico?
Lo de "quien roba a un ladrón..." también está chulo.
Creo que la pega del relato es que los hechos están cosidos entre sí de una manera un poco errática, y al final se queda uno a medias con la historia.
Pd: me ha dado un vuelco el estómago: Nebraska, Nueva Orleans, Bill, "todo tembló"... parece un megamix de relatos (míos). ¡No quiero ni pensarlo! jejej
http://historiasdefantasimisterioyterror.blogspot.com